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lunes, 4 de junio de 2012

-Relato 7 de Higinio Gómez


                               UN GESTO NOBLE  II

Sostiene Galván que los expertos no son siempre las personas más adecuadas para hacer diagnósticos acertados sobre los problemas domésticos de nuestras vidas.
—Es el caso de Enrique Diosdado —me dijo Galván.
Galván vivió durante unos meses en una lujosa urbanización próxima a Madrid en la que también habitaban María Herrera y su marido Luis González, médico; Enrique Diosdado, veterinario, y su mujer, Carmen del Campo, psicóloga ésta, autora de un libro titulado Cómo llevarse bien con tu pareja. 
Me dijo Galván, abogado, con quien compartí media docena de casos difíciles, que en los sucesos del verano del 2005 de los que algunos periódicos se hicieron eco y en el que murieron Arko y Hilda, Enrique le mintió; eso sí, con muy nobles intenciones, me dijo Galván.
Pero yo no estoy de acuerdo con su diagnóstico.  
Enrique era un hombre robusto, ágil, cazador apasionado, y, según él, me contó Galván, enamorado de Carmen, su mujer, desde hacía más de veinte años. Otro amor había en la vida de Enrique: Hilda, una magnífica póinter blanca con manchas negras que siempre le acompañaba en sus cacerías. La fortaleza y agilidad en las piernas de Enrique le permitían ir rápido tras de ella, ver al animal galopar y luego reptar con todos sus sentidos despiertos frente a la bandada de perdices que corrían ante Hilda antes de que se echaran a volar. Me dijo Galván que Enrique pudo comprobar en más de una ocasión que no podía hablar con entusiasmo de las hazañas de Hilda delante de su mujer. Ésta creía que en el corazón de su marido estaba Hilda primero, y luego ella. Hasta la manera con la que Enrique escribía y pronunciaba el nombre de la perra le recordaban a Carmen el rostro y el cuerpo de la “protagonista de aquella vieja película de idiotas”. Todo eso le reprochaba Carmen a su marido, según Galván.

Después de la muerte de María, esposa de Luis González, Arko no dejaba de exhalar quejumbrosos ladridos, me reveló Galván; y éste pensó, me dijo, que si alguien tenía los conocimientos y la experiencia necesarios para conocer las causas de esos lamentos del animalito, esa persona era Enrique Diosdado, dada su profesión de veterinario. Pero que éste, me dijo Galván, no fue capaz de saber cuáles fueron los hechos que condujeron a que Arko y Hilda murieran.
—Yo sí lo supe — me aseguró Galván.

Me dijo Galván que Arko era un bello perrito, un teckel enano de pelo raso, negro, alegre, cariñoso, uno de los muchos regalos que Luis le hizo a su mujer, María, tratando de levantar el ánimo de ella que muchos días lo tenía por los suelos. La vida de Arko se desarrollaba al lado de María; ella no tuvo hijos y volcaba en él y Luis todos sus afectos. Arko sólo podía hacer algunas escapadas para encontrarse con Hilda. Esas aventuras no eran del agrado de Carmen quien ponía todos los medios a su alcance para impedírselas; y, si no lo conseguía, le culpaba airada a su marido, según  Galván.

En alguna de las que Luis llamaba “crisis de María”, Luis le confesó a Galván, me dijo éste, que aquel pensaba que María era “genéticamente triste”. La confianza recíproca adquirida entre ambos en aquel tiempo, le llevaron a Galván (aunque no era médico) a recomendar a Luis que no se atiborraran ambos de pastillas y de regalos. “Solo así nuestra vida puede ser normal”, me comunicó Galván que le dijo Luis. Galván supo también por Luis que uno de los síntomas de la enfermedad de María consistía en que una media docena de veces al año, coincidentes con los obsequios, María entreabría la puerta después de que Luis golpeara la madera para entregárselos, se ocultaba como una niña unos instantes en la habitación en la que se encerraba la mayor parte de las horas del día “mirando al vacío tras los cristales”, asomaba su cabeza, y emitía ruidos extraños soplando algo así como ui,ui..., ui,ui... Él se acercaba simulando jugar con ella y la besaba con toda la ternura que ella despertaba en su corazón, me dijo Galván que le confesó Luis. En esas situaciones estaba presente Arko que movía su larga colita y requería la atención de sus dueños. Galván pensaba que allí había un problema serio, y se lo dijo a Luis. “Afortunadamente,  fuera de esos días mi mujer se comporta de un modo normal”, me dijo Galván que le respondió Luis. También señala Galván en el escrito que me remitió relativo a los hechos que menciono, que María se dedicaba “con cuerpo y alma” a cuidar de “su Arko”. María se ocupaba de encargar los productos naturales que Enrique le aconsejaba, porque éste no era partidario de “precocinados” para los animales domésticos. Ella consultaba cada mañana el menú alimenticio de Arko que Enrique había preparado, y ella misma lo cocinaba. Arko disfrutaba con la fruta y las legumbres cocidas con agua, con una cucharadita de azúcar en el yogourt natural, y con el queso de gruyère. María le cepillaba y le peinaba todos los días. Cada semana le aplicaba ungüentos olorosos, y le limpiaba los dientes, los ojos, las orejas, todos los orificios naturales. Aunque Arko se resistía al baño, María le bañaba cada vez que le encontraba sucio y como mínimo lo hacía una vez al mes. En ocasiones, para no contradecirle demasiado, María sustituía el baño por una limpieza profunda con productos que ella misma adquiría siguiendo las instrucciones de Enrique. Las comidas de Luis y de su mujer, corrían a cargo de una joven ecuatoriana muy eficiente que junto a otra del mismo país fueron contratadas al mismo tiempo por María y Carmen, la mujer de Enrique, y se las veía salir juntas los días de su descanso.
         A Luis le costaba lo indecible conseguir de María alguna salida para cenar con Carmen y Enrique. “Yo también acudí alguna vez”, me aseguró Galván. María aprovechaba esas raras salidas  para hablar con Enrique de su perrito. Las únicas horas en las que ella permanecía junto a Luis eran las del almuerzo y la cena  porque María “necesitaba soledad”, me dijo Galván que también le confesó Luis.

         Luis llamó a Galván en la mañana de un día desapacible del invierno para decirle que María había muerto. “No quise preguntarle por las causas, las suponía, me equivoco en contadas ocasiones”, me apabulló Galván. Esa “necesidad de soledad” y ese “mirando al vacío tras los cristales” no dejaban lugar a la duda, según él.

         La muerte de María planteó a nuestro pequeño grupo algunas dificultades debidas al comportamiento de Arko que cayó en una profunda depresión, —me explica Galván, abogado de prestigio, en su informe vía correo electrónico. 
         La orientación de las casas y la dirección del viento contribuyeron a esas dificultades. Raro era el día del invierno en el que no se presentaba violento el matacabras que arreciaba en el corto y estrecho sendero que había que andar para llegar desde la parte trasera del chalé de Luis y la pobre María hasta la del mismo lado del de Carmen y Enrique. Alejándose por ese camino hasta un pinar cercano es por donde María solía llevar a Arko de paseo todas las tardes.
         Arko llora inconsolable al atardecer y no cesa en toda la noche”, me dijo un día Luis.

         Al llegar en mi lectura a ese párrafo del correo, yo pensé que le respondería más tarde a Galván que, por supuesto, para él la causa sería evidente... ¡No faltaría más! Pero él no adivinó mi pensamiento. Fue insensible a mi ironía virtual, y yo continué leyendo su informe:

         Le pregunté a Enrique, un buen veterinario como sabes, su opinión. “Es María, dile a Luis que pruebe a llevarle al cementerio”, me aconsejó Enrique.
         No sé si por piedad, o por curiosidad, acompañé a Luis hasta el camposanto en una de aquellas tardes tristes de Arko. Con el perrito gimiendo en los brazos de su dueño nos acercamos a la tumba de María. Vi las lágrimas en el rostro de Luis mientras dejaba al perrito en el suelo. Al cabo de poco, se levantó la fría brisa del norte, preludio del matacabras, y Arko cesó de emitir su llanto quejumbroso. 
         Luis me dijo, tres o cuatro días después, que habían vuelto los ladridos tristes de Arko desde el atardecer, y que Carmen, psicóloga como se sabe, le había pedido “muy seriamente” que debía “hacer algo con el perro” porque ella no podía dormir con sus lamentos que el viento arrastraba hasta su casa; que había tenido “discusiones muy fuertes” con su marido Enrique sobre el asunto y que esperaba que entre Luis y Enrique buscaran una solución enseguida porque no estaba dispuesta a padecer por “el perro de las narices”, que ya tenía bastante con “la Hilda de la mierda”; con esa rotundidad se  expresó la conocida psicóloga.
         Enrique sabía por las escapadas de Arko que éste y Hilda se llevaban muy bien —prosigue el correo de Galván—; que esos encuentros tampoco eran del agrado de Carmen, y Enrique llegó a confesarme, medio en broma medio en serio, que Carmen le había amenazado conque su marido iba a tener que elegir entre Hilda y ella.

         Enrique le propuso a Luis que dejara por la noche abierta la puerta de su jardín, que él haría lo mismo con la suya, de modo que Hilda y Arko pudieran verse. Enrique esperaba que ese encuentro nocturno acabara con la tristeza de Arko y resolviera la inquietud y el insomnio de su mujer.
         La medida desconocida para Carmen durante algunos días, pareció dar en el blanco de sus legítimos deseos de dormir. Pudo hacerlo, Arko dejó de llorar, me dijo Luis.
         Satisfecho por los resultados y pertrechado con sus avíos de cazador tras ese breve período de tiempo de experimentación, Enrique salió de su casa a hora bien temprana de un sábado luminoso para una montería. Hilda y Arko no estaban invitados; se trataba de jabalines y ciervos, demasiado trabajo para ellos...  
         Carmen llamó a Luis a media mañana del mismo día para ofrecerse “como cuidadora de Arko”. Ella sabía que él también pensaba partir de viaje para visitar a su familia, y ella había podido comprobar que Arko y Hilda se comportaban como “excelentes amigos”.
         Después de los trabajos de la tarde del sábado, las muchachas del servicio de ambas casas se despidieron de Carmen hasta la mañana del lunes.
          Carmen había hecho el viernes planes con Rosa, una compañera del Colegio, para pasar el fin de semana juntas en una ciudad a unos trescientos kilómetros y recordar viejos tiempos aprovechando la ausencia de Enrique. Éste ya conocía sus planes, y los aprobaba como ella había aprobado los suyos, me dijo Enrique. Irían en el coche nuevo de Rosa. Carmen guardaría el suyo en el garaje. Regresarían el domingo a última hora; Enrique ya estaría de vuelta.
         El domingo a eso de las tres de la tarde me disponía a ver las noticias en la televisión, y alguien pulsó con impaciencia el llamador. Salí y me encontré a las jóvenes ecuatorianas muy preocupadas y nerviosas:
         —Señor, señor, oímos ruidos del coche, es como si alguien estuviera dentro de la cochera y quisieran robarlo, los perritos no están en el jardín.
         No quiero presumir de valiente, aquella situación me aterró; pero disfruto con tratar de averiguar las causas de los problemas. Tengo que confesarlo, lo consigo con bastante facilidad. Ya se ha podido comprobar con mis predicciones sobre la muerte de María.

         Yo pensé que de nuevo se adornaba Galván. Él es así de presuntuoso. Y continué leyendo:

         Les pregunté a las muchachas del servicio  si ladraban los perritos y me respondieron que no. Eso me hizo pensar, en primer lugar, en ladrones. Estos habían introducido los animales en el coche y pensaban escapar con un buen negocio en sus manos. ¡Seguro! Con ese pensamiento lo mejor que podíamos hacer era esperar. No obstante, como Enrique es cazador, yo sabía que en su casa tenía más de un arma de fuego. El problema era la munición y sobre todo su manejo. La cochera de Enrique tiene un acceso directo a su jardín mediante una pequeña puerta, y, puesto que no cabía pensar que los ladrones la utilizaran para salir, sino que desearían escapar cuanto antes por el lado de la calle, pedí a la muchacha que trabajaba en la casa de Luis que se mantuviera en el exterior observando cualquier movimiento, mientras que la otra joven me acompañaría al interior de la casa para buscar algo contundente y llamar a la Policía. “Hay un hacha en la cocina”, me dijo ella. Pero cuando ya estábamos dentro de la casa oímos gritar a la joven del exterior: ”Oigan! ¡Oigan! ¡Sale mucho humo por esta puerta de la cochera!”.

         En efecto, salí y observé que  salía una pequeña nube de humo.
         Me armé de valor y pasé desde la casa al jardín. La joven ecuatoriana me siguió con el hacha en la mano. Me acerqué a la cochera, olí a gases de escape, y con la convicción de que no podía haber nadie en el interior que soportara aquella atmósfera venenosa, me llevé el pañuelo a la nariz, corrí el cerrojo, tiré de la portezuela de una hoja, y vi que Arko y Hilda estaban tumbados uno junto a otro inmóviles en el suelo. Deduje que los ladrones habían escapado. Di algunas instrucciones a las muchachas, corrí a coger mi coche y los tres llevamos los pobres animales a toda velocidad a la clínica veterinaria agitando cada una de ellas un pañuelo blanco fuera de las ventanillas. Demasiado tarde, ambos habían muerto.

         Aquel mismo día regresó Enrique. A Luis no quise molestarle. Enrique llamó a Carmen, no pude oír de qué hablaron.  
         Pensé que si las muchachas se despidieron hasta la mañana del lunes ¿qué carajo hacían allí el domingo a esa hora? Estaba claro: mi segundo supuesto fue que ellas se hicieron con las llaves del coche para darse un paseo, lo arrancaron y no supieron abrir la puerta de la calle, se llenó la cochera de humo y aterrorizadas me contaron lo primero que se les ocurrió. 
         Yo recordé que Carmen le había dicho a Luis días atrás que debía “hacer algo” con el perro, que ella deseaba dormir; que había tenido “discusiones muy fuertes” con su marido sobre el asunto. Enrique y Luis la creyeron y actuaron para favorecerla. Pero no siempre lo que decimos es lo que deseamos, sobre todo si se trata de un deseo inconfesable...
         Por consiguiente acepté, sin la menor duda, mi tercera hipótesis:         la mujer de Enrique, su querida psicóloga,  aprovechó la presencia de ambos animales en su jardín, la montería de su marido y la ausencia de Luis, para poner en marcha su plan siniestro: envenenar a los perritos; era lo mejor para dormir tranquila y acabar con los malditos celos de Hilda.
          Cualquiera de mis tres supuestos podía explicar lo sucedido.
          Enrique me contó días después la conversación que él mantuvo el domingo con su mujer. Carmen recogió a los perritos en la cochera para que estuvieran juntitos y protegerlos del frío de la noche... Llegó su amiga Rosa en su impresionante coche. Carmen guardó el suyo, y, con las prisas por empezar cuanto antes un viaje que deseaba desde hacía meses, dejó las llaves puestas y el motor en marcha.

         Yo no estuve presente en esa conversación. Enrique me mintió, estoy seguro. Hay personas que les sacas de su profesión y son incapaces de conocer las causas de lo que sucede fuera de ella. A mí no me sucede.

         Galván no pierde ocasión para sembrar en su documento la semilla de la vanidad. Y continué leyendo:
          Simplemente, esa mentira fue un gesto noble de Enrique que enamorado de su mujer, era muy guapa, hay que reconocerlo,  no quiso decirme lo que ella, arrepentida, le confesó.  

         Hasta ahí el documento adjunto al correo de Galván.
         Por supuesto que yo no estoy de acuerdo con su diagnóstico. De simples intenciones verbales no pueden deducirse actos criminales.

—¿Por  qué has desechado a los ladrones y a las jóvenes ecuatorianas como presuntas culpables? —le rebatí en mi despacho días después a Galván.
—Para advertirte de posibles errores en la elección de la mujer de tu vida. Carmen, era muy bella. Y no sé si por psicóloga, era una mujer insoportable, estaba siempre enfadada, odiaba a los animalitos —me replicó Galván.
—Pero tú me has dicho que  no podía dormir con los ladridos de Arko —le recordé.
—Seguro que mentía— me respondió Galván.
—¿Es que no puede uno fiarse de nadie? —le pregunté a Galván.
—¡Hombre! ¿De nadie...? —me replicó él—. Ahí tienes a Hilda, que le ayudaba a Enrique a cazar perdices mejor que su mujer, y al perrito Arko que adoraba a la mujer de Luis y a éste tanto como ellos a él.







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