CALLE MARAVILLAS
Hacía años que no nos reuníamos todos.
Después de mucho insistir, Miguel nos había conseguido
reunir en el porche de su casa, en las afueras. Estábamos todos. Miguel y Luis
habían venido con sus esposas, Ana y Cristina. Raúl y yo veníamos solos.
Raúl era gay y no tenía pareja y yo estaba solo desde que
Irene se divorció de mí, hacía ya casi un año y medio.
—¡Qué alegría teneros a todos aquí! —dijo Miguel—. No nos
juntábamos todos desde la calle Maravillas.
—Joder, es verdad —respondió Luis— ¿Cuánto hace de eso? ¿diez
años?
—Doce, en septiembre —respondí yo—. Hice el cálculo cuando
me llamaste para venir, el martes pasado.
—¡Qué año tan bueno pasamos en la calle Maravillas¡ —intervino
Raúl.
Ana hizo de perfecta anfitriona y nos hizo pasar al jardín.
Hacía una noche ideal para estar al aire libre. Después de toda una tarde a
treinta grados, la temperatura en las afueras era la idonea.
Al jardín se accedía por una enorme puerta de cristales,
junto a la que Ana y Miguel habían preparado una gran mesa redonda, en el
centro de la cual lucía, plegada, una gigantesca sombrilla. Sobre la mesa, todo
tipo de canapés, platos preparados y copas de reluciente y fino cristal.
Alrededor, levemente alumbrado por cuatro antorchas, un cuidado jardín con la
piscina al fondo. En el aire, la agradable músico de los grillos inundaba la
noche.
—Sentaos —dijo Ana, y todos le hicimos caso.
—El vino es cojonudo, Miguel —dijo Luis, apurando una copa,
llena hasta la mitad.
—Se nota que te gusta, te has pimplado tú solo, por lo menos
dos botellas —apuntó Raúl y todos reimos.
—¿Os acordáis de las fiestas que nos montábamos en
Maravillas? —intervine— ¡Aquello sí que era beber!
—Pero nada que ver con esto —dijo Luis entre risas—. En
aquella época las papas eran de BAT 69 y de Vodka Capitán Rostoff.
Las carcajadas generales fueron seguidas de, al menos, un
par de minutos de silencio en que aprovechamos para picotear algo de comida de
la mesa. Raúl fue el primero en romper el silencio.
—Estábamos tiesos, pero recuerdo aquel año como el más feliz
de mi vida.
—Yo creo que con el tiempo lo hemos idealizado un poco —dijo
Luis—. Recuerdo que hacíamos las fiestas en casa porque no teníamos ni un duro
para salir. Además, Raúl, me acuerdo de que las peleas entre Fonsi y tú eran
monumentales. Estuvistéis varias veces a punto de iros del piso.
—Y si no lo hice fue porque no tenía dinero para pagarme un
alquiler yo solo —contesté yo—. La verdad es que Raúl parecía mi mujer. Estaba
todo el día “Fonsi haz esto, Fonsi haz lo otro. Te toca hacer la comida, te
toca limpiar el cuarto de baño. Que si no has recogido tu ropa de cuarto de
baño…” ¡Un coñazo, vamos!
—Es que eras un desastre, Alfonso —intervino Raúl, entre las
risas propias y ajenas—. Menos mal que después sentaste la cabeza y te hiciste
un hombre hecho y derecho.
Todos volvimos a reir.
Cristina, que prácticamente no había abierto la boca en toda
la noche, intervino en ese momento.
—¿Y cómo fue que os fuisteis los cuatro a vivir juntos?
¿Ninguno erais de fuera de la ciudad, verdad? —de fondo, el sonido de los
grillos pareció crecer— Es que Luis no me habla demasiado de aquella época.
—Nos dio por ahí —contestó Miguel.
—Imagino que queríamos independizarnos. Sentirnos adultos —contesté
yo—. La verdad es que, después de aquello me contrataron en la Agencia de
publicidad y me compré mi primer piso. Fue como un antes y un después en
nuestras vidas. En la mía, por lo menos.
—Aquel piso tuyo era cojonudo, Fonsi —intervino Miguel—.
Pequeñito, pero muy bien situado. ¿Qué hiciste con él?
—Lo vendí cuando Irene y yo nos fuimos a vivir juntos.
Teníamos que venderlo para comprar la casa.
—La casa se la ha quedado Irene, ¿no? —interrumpió Ana, que
estaba de pie, después de haber ido a por más vino.
Ana e Irene se conocían desde el instituto. De hecho, habían
sido ella y Miguel, que habían empezado a salir antes que nosotros, quienes nos
habían presentado. Yo me limité a asentir con la cabeza y le acerqué la enorme
copa de vino a Ana para que la llenara. Los grillos seguían chillando al fondo.
—Los niños, ya sabes… —fue mi única respuesta.
—¿Y ahora dónde estás? —insistió Ana, mientras me llenaba la
copa y me acercaba unos dátiles rellenos de mascarpone.
—De momento en casa de mis padres, aunque estoy mirando
algunos apartamentos —Bebí un poco—. Necesito intimidad. Las cosas no han ido
demasiado bien últimamente, pero pronto va a cambiar y podré buscarme algo.
—¿Tienes algo a la vista? —dijo Raúl.
—Sí. La crisis ha afectado mucho al mundo de la publicidad. Ya
sabes. Pero hay una empresa canadiense que quiere establecerse aquí y necesitan
a alguien con experiencia. Me puse en contacto con ellos la semana pasada y han
quedado en llamarme mañana lunes, para ver si nos vemos para una entrevista.
—¡De punta madre! —contestó Raúl—. La verdad es que la cosa
está fatal.
—Fatal.
—Malísima.
—A ver cuando se acaba ya esta puta crisis.
La noche transcurrió entre risas. De los vinos pasamos a las
copas. Yo aproveché para atacarle al Chivas de Miguel, hasta casi acabar la
botella. Miguel, mientras, aprovechaba para contarnos lo bien que le iban las
cosas en su empresa. Se dedicaba desde hacía unos años a la distribución en
exclusiva de embutidos y chacinas para una conocida marca.
—No me puedo quejar. Han bajado un poco las ventas pero los
jefes confían ciegamente en mí. Lo más duro ha sido tener que despedir a
algunos trabajadores, pero eso forma parte también de mi trabajo.
—Me alegro de que nadie dependa de mí, la verdad. —dijo
Raúl.
—¿Van las cosas bien en el negocio de la decoración? —le
preguntó Miguel a Raúl.
—No te voy a engañar. Las ventas han bajado bastante con la
crisis, pero a mí no me falta el trabajo y tengo pocos gastos. Al final creo
que todo esto le va a venir bien al negocio. Los primeros que caen son siempre
los intrusos y los menos profesionales, pero para los verdaderos profesionales
de esto siempre hay negocio —Raúl dio un sorbo a su gintonic decorado con
rodajas de pepino.
»Esta ginebra esta de escándalo, Miguel. Conozco un sitio
donde te la sirven en copas criogenizadas con nitrógeno líquido ¡Una pasada!
—La verdad es que yo creo que todo esto de la crisis es un
poco psicológico ¿no? —intervino Luis, que estaba casi tumbado en su silla y
medio dormido.
Yo le interrumpí alzando demasiado la voz.
—Tú que vas a decir, cabrón, siendo funcionario. Mientras
los demás tenemos que estar en la puta calle dando cabezazos, vosotros os
paseáis por ahí con vuestros cochazos, vuestros pisazos y vuestros créditos de
mierda. ¡Vaya que si hay crisis! Para que lo sepas, por ahí hay mucha gente que
no tiene ni para vivir, los bancos están echando ala gente de sus casas y hay
cinco millones de parados. —apunté a Luis con mi Chivas de diez y ocho años—
¿Te parece a ti eso bastante crisis, chupoptéro hijo de puta?
Todos se quedaron en silencio. Luis no se atrevió a
contestar. Fue Cristina la primera en decir.
—Bueno, creo que es muy tarde y, además, hay controles de la
policía —Miró hacia su marido—. Luis, nos vamos.
—Sí, ya nos vamos todos —dijo Raúl —. Es tardísimo y mañana
es lunes, y hay que levantarse temprano para trabajar.
En la puerta, todos nos despedimos. Miguel, Luis, Raúl y yo
nos dimos una serie de fuertes y sonoros abrazos.
—Tenemos que repetirlo.
—Me ha encantado veros —dije yo—. Tenías razón, Raúl. Yo
también creo que el año en la calle Maravillas fue el mejor.
Pasé el día siguiente, entero, metido en la cama. El teléfono
no sonó en todo el día.
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