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martes, 11 de septiembre de 2012

Relato 9 de Teresa Salazar

El amor es así

Son las dos de la mañana cuando me despierta el teléfono. Enciendo la luz y me incorporo, apoyando la espalda en la cabecera de la cama. Cojo el móvil de la mesita de noche.
Es Lucía. No es la primera vez que me llama de madrugada. Descuelgo el teléfono.

— ¿Diga?
— ¿Antonio? ¿Te he despertado? — dice la voz de Lucía. Su voz suena débil y entrecortada, como si hubiera estado llorando.
— No, no, que va. Estaba leyendo — me froto los ojos y salgo de la cama —. ¿Estás bien? ¿Ha pasado algo?
— No, estoy bien. En realidad, no sé por qué te he llamado.
— ¿Estás segura? — No contesta —. Lucía, ¿Sabes que puedes contármelo todo, verdad?
— Sí, ya lo sé. Siempre te has portado muy bien conmigo.
— Entonces dime, ¿Qué ha pasado?

Ella empieza a llorar. El sonido llega apagado, como si estuviera cubriendo el teléfono con la mano. Es la tercera vez llamada de este tipo que recibo esta semana. La primera fue el martes, cuando me telefoneó para contarme que había visto a su novio coqueteando con una chica. La segunda, la recibí ayer, cuando me explicó que todo había sido un malentendido. Entre ambas hemos quedado dos veces para tomar un café. Pasé horas consolándola. "Olvídalo, estás mejor sin él".

Pocas horas después, ella lo había perdonado.

Me levanto de la cama y voy a la cocina. Le doy al interruptor. Las luces fosforescentes parpadean antes de encenderse por completo. Me sirvo un vaso de agua y vuelvo a mi dormitorio. Me siento en la cama.

— Es Carlos — dice cuando deja de llorar —. Siempre es Carlos.
— ¿Pero qué ha pasado? — pego un sorbo a mi vaso y lo dejo en la mesita de noche.
— ¿Recuerdas esa compañera de trabajo con la que lo vi paseando por la calle? — Se ríe entre sollozos —. Pues no era su compañera de trabajo. Me estaba engañando. Debería haberte escuchado, pero no quería creérmelo.
— ¿Es que ha confesado?
— ¿Ese? Ese no confesaría nunca. No, eso sería tener decencia. Lo que ha pasado es que decidí ir a su casa para darle una sorpresa. Me había puesto ese vestido negro que me acompañaste a comprar, me había maquillado, me había puesto los tacones... — enumera. Me recuesto contra la cabecera y me rasco el estómago desnudo —. Entré en su casa con la llave que me dio y le esperé. Le esperé y le esperé.
— Pero no llegó.
— No. Así que pensé... — Se ríe. El sonido es estridente y agudo —. Pensé que se le habría hecho tarde en el trabajo. Y entonces, tonta de mí, pensé, “¿Qué mejor manera de darle una sorpresa que meterme en su cama desnuda?”.
— ¿Y qué pasó? — pregunto.
— Me quité el vestido, las medias... — continúa. Deslizo mis dedos más abajo, hacia el elástico de mis calzoncillos —. En fin, ¡Ya te puedes imaginar! Y cuando estaba a esto de quedarme dormida, entra él con la otra. La supuesta compañera de trabajo.
— ¿Y tú que hiciste? — pregunto.
— Me puse la ropa a toda prisa e intenté salir pitando de allí — dice. Saco la mano de mi ropa interior —. Ni siquiera intentó seguirme. Ni siquiera intentó convencerme de que todo era un error. ¿Sabes que es lo peor de todo?
— No. ¿Qué es?
— Que creo que me lo habría creído — Se ríe entre sollozos —. Después de todas sus mentiras y todos los engaños, me habría creído cualquier excusa que me diera. Soy tonta.
— No eres tonta, Lucía — Me apoyo el teléfono en el hombro.
— ¿Entonces por qué todavía le quiero?
— Siempre se quiere al que te hace daño. El amor es así.
— Ya, pues yo estoy cansada de que me hagan daño — La oigo sonarse la nariz —. Oye, Antonio.
— ¿Sí?
— Sé que no es justo que te pida esto, pero, ¿Podrías venir? No quiero estar sola.

Dos horas más tarde, ella está abrazada a mí, su cara en mi pecho. Estamos sentados en el sofá de su salón, entre lamparas de diseño sueco y posters vintage de película. Ella sigue en camisón. Uno de los tirantes se resbala por su hombro. No lleva sujetador.

— No sé por qué sigo dándole oportunidades — dice, levantando la cabeza. Tiene el pintalabios corrido. Hace seis meses nos emborrachamos juntos. Al final de la noche, ella bebía directamente de la botella. Cuando le dije que era hora de que se fuera a la cama, me pidió que durmiera con ella. No practicamos el sexo. Sus labios estaban pintados este mismo tono de rojo esa noche.
— Pues no les des más vueltas — le aparto un mechón de pelo de la cara —. Es más, no vuelvas a verle.
— No, tengo que hacerlo — niega con la cabeza —. Sus cosas siguen aquí.
— Quémalas.

Ella se ríe, secándose las lágrimas, y niega con la cabeza.

— No puedo. Sabes cómo se pondría — Desdobla mi pañuelo y se suena la nariz con él —. Tenía pensado ir el lunes a su oficina y llevárselas. Acabar con esto de una vez por todas.
— Me parece bien — Le acaricio la espalda desnuda —. Y cuando lo hagas, déjale bien claro que no piensas volver con él. Tú te mereces alguien mejor.
— Sí. Se va a enterar él de quién soy yo.
— Esa es mi chica. Es más, tengo una idea. ¿Por qué no quedamos mañana por la noche después de que le lleves sus cosas para celebrar que hayáis cortado?
— Sí. Sí, eso me gustaría — Vuelve a doblar el pañuelo y se seca las lágrimas con una esquina — Lo que no sé es cómo voy a pagar el piso. Lo pagábamos a medias.
— Si tú quieres — digo. Me lamo los labios —. Podría venirme a vivir aquí. Compartir gastos.
— Pero, ¿Y tu piso? — levanta la cabeza.
— Tengo que renovar el contrato dentro de nada. Hablaré con la casera y listos — le levanto la barbilla —. No puedo dejarte abandonada.
— ¿Harías eso por mí?
— Por supuesto.

Ella me vuelve a abrazar.



El lunes salgo de trabajar temprano. Recojo mis cosas y llamo al ascensor. Mientras espero a que se abran las puertas, Elisa se une a mí. Trabaja a un par de cubículos del mío. En la fiesta de Navidad no había suficientes copas de plástico, así que ella compartió su copa conmigo.

— Hola — me dice.
— Buenas.
— Te veo bien — Se aparta el pelo de la cara —. ¿Es nueva esa camisa?

Bajo la mirada.

— No, la tengo desde hace un par de meses.
— Pues te sienta de fábula. Estás muy guapo.
— Será porque estoy de buen humor — las puertas se abren y entramos en el ascensor. Ella pulsa el botón del tercer piso; yo, el de la planta baja. Las puertas se cierran.
— ¿Y eso? — ella enrolla su pelo en su dedo.
— Tengo una cita.
— Oh. Ya veo — suelta el mechón de pelo y se mete las manos en los bolsillos —. Pues, nada, ¡Diviértete!
— Gracias — sonrío.

La pantalla encima de la puerta del ascensor va marcando los números de las plantas. Tarareo para mí mismo. Llegamos a la tercera planta. Elisa sale del ascensor.

— Adiós — le digo.

Ella se despide con un gesto. Las puertas se cierran.



Esa noche, cuando llego al restaurante, el maître me dice que Lucía aún no ha llegado. Me siento en la mesa que hemos reservado y dejo el ramo de flores que he comprado para Lucía sobre el mantel de tela. Miro mi reloj. Llamo a la camarera y le pido que traiga una botella de champán y dos vasos cuando llegue mi acompañante.

Un grupo de ejecutivos se sienta en la mesa de al lado. Uno de ellos se dirige a la camarera con un acento alemán y pide una pincho de tortilla de patatas. Compruebo mi móvil. No hay mensajes nuevos.

La camarera me pregunta si voy a pedir algo de comer. Le digo que no, que gracias, pero que esperaré a mi acompañante, pero que me traiga una botella de vino tinto. Ella abre la botella frente a mí, vierte un par de dedos de vino en la copa y me la ofrece. La pruebo. Asiento. La camarera llena mi copa se marcha, dejando la botella sobre la mesa.

Bebo de mi copa. Dos mujeres con aspectos de ser madre e hija se sientan delante mía. Vienen cargadas de bolsas de la compra. Comentan el precio de los libros de texto. Una pide una ensalada; la otra, un filete. Vuelvo a mirar mi móvil. No hay mensajes nuevos. Vuelvo a llenar mi copa.

El grupo de ejecutivos cierra una venta entre platos de jamón serrano y pinchos de tortilla. Las dos mujeres comparten un trozo de tarta. Sigue sin haber mensajes nuevos en mi móvil. La botella está vacía.

Pido la cuenta. Pago y salgo de allí. El ramo de flores se queda en la mesa.



Golpeo la puerta con el puño. Espero. El vecino de al lado de Lucía sale de su piso en babuchas con una bolsa de basura en la mano. Intercambiamos un "buenas tardes". Baja por las escalaras. Vuelvo a llamar a la puerta de Lucía. Del otro lado llega el sonido de pasos. La puerta se abre. Es Carlos.

— Ah, eres el amigo de Lucía, ¿No? — Se apoya en el marco de la puerta.
— ¿Qué haces aquí?
— ¿Cómo que qué hago aquí? ¿Qué haces tú aquí? — dice, avanzando un paso. Es veinte centímetros más alto que yo. Retrocedo.
— Espera, espera, Carlos. Yo hablo con él — Lucía lo aparta de la puerta. Carlos se queda en la entrada —. Sólo es un momento — dice ella, y Carlos se va en dirección al dormitorio. Lucía sale al descansillo y cierra la puerta de su casa. — Hola, perdona que no fuera a comer. Iba a llamarte, pero perdí la noción del tiempo. ¿No estás enfadado, verdad?
— ¿Qué hace Carlos aquí? — señalo la puerta con el brazo —. ¿No habíais cortado?
— Ya lo sé, ya sé que dije que iba a cortar con él, pero justo cuando iba a salir de casa para devolverle sus cosas vino a verme con un ramo de flores — se agarra los codos —. Me dio tanta pena... ¿Qué iba a hacer?
— Osea, que habéis vuelto — ella baja la mirada y asiente. Me llevo las manos a la cabeza —. No me lo puedo creer. ¿Después de lo que te ha hecho, tú vas y le perdonas?
— Deja de gritar — susurra — Te va a oír.
— ¡No estoy gritando! — me froto las sienes —. ¿Cómo has podido perdonarle después de que te haya engañado y decepcionado una y otra vez?
— Lo siento. Sé que piensas que él no es bueno para mí, pero no puedo evitarlo. Le quiero — me coge del brazo —. Lo entiendes, ¿verdad? Dime que lo entiendes.

Dejo caer las manos. Ella me mira con los ojos muy abiertos.

— Sí. Creo que lo entiendo — asiento —. El amor es así.

Me aparto de la puerta mientra Lucía me mira con expresión culpable. Me doy la vuelta. Bajo las escaleras una a una. Salgo del edificio en mi traje de chaqueta y echo a andar calle abajo. Me meto las manos en los bolsillos. La gente pasea a mi alrededor, en parejas o en grupos. Camino bajo las farolas.

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