Jugaba a los dados cuando lo conocí, sin ellos no podría entender la
sucesión de eventos que se abalanzaron del cubilete, entre el griterío del
tropel que los acompañaba, de los demás y de su ludopatía conjunta que funcionaba
a ritmo de paso doble y entendía poco, lo que llegaba a entender de su argot carretero
lo subvertía al rodeo de los dados, e imaginé su acomodo. Algo habría ocurrido
con el grupo pues jugaban con el muertito,
parecía no agradarles mucho, sobre todo al que por entonces, creí pareja del
muertito. Los había venido escuchando algunas semanas siempre intentando hallar
algo de sentido en sus cantadas de dados, ¿doce a los cuadernos?, ¡no! ¡mejor
nueve al Renfe!, yo miraba atónito, ¡pintado!, ¿ya nada más queda la milla
dorada?, sería la tercera semana que frecuentaba el garito ése que tenían por
preferido; cuando rodó, proferidas imprecaciones y risotadas por igual, al
cantar de ¡aquí se pinta un palito! un dado con su uno rutilante y negro hasta la punta de mi zapato izquierdo y a
falta de valor para acercarme a ellos tuvo que rodar los tres metros que
distanciaban mi mesa de la suya para entablar el juego, ¡dadito por favor…! Eso
fue lo que hizo falta. Quizá ayudara que llevaran tanto alcohol encima que
debía descifrar su lenguaje ya de por sí confuso que se desparramaba de sus
bocas por tanto solvente, quizá les recordara al muertito o quizá tuve la
suerte de mi abuelo de nacer con la cara de bobo sin serlo, o al menos sin
parecerlo tanto como para confiársele
a hacer algo importante; ése algo fue conocer a Ramón. Los conocí a todos, pero
no por igual y tampoco por defecto. Así, descoloridos y borrosos a fuerza de
tanto alcohol, me figuraron precisamente las personalidades que tenían:
espirituosas, diluidas, dulzonas, embriagantes, peligrosas para la integridad
física de cualquiera. Regresaba a Ramón, demasiado, sin importar quién lo
mirara, él, distante y serio, recordaba más una mala mano de bacará que un tiro
de dados, supongo que terminó hablando conmigo por lástima o por cabreo, pues
los demás no lograban hacerme entender el juego en el que había venido a ocupar
el lugar del muertito, eres tieso de cogote ¿no? un frío erizamiento corrió mi
espalda; repetir la explicación del juego sería como intentar leer la suerte
con fichas de dominó, terminaba siendo una especie de pisto con dados y llevaba
algo de Bacará, de Truco, a tientas de Cinquillo y dejos de Póker, las jugadas se cantaban y los puntos se pintaban,
los mejores resultados crecían y los menores terminaban hechos revoltijos de huevos que llenaban la panza, en
ocasiones, si había apuesta de por medio, los resultados se devaluaban de un
golpe o cambiaban de moneda corriente y en ocasiones muy, pero muy extrañas, el
juego permitía a todos ir a dormir, dejando que los dados descansasen de
nosotros, o dando paso a que los alcoholes nos destilaran sin la intermediación
del azar, al son de un ¡salud! perpetuo, que se repetía a cada libación. Intentaba
frecuentarlos en sus horas de juego, quizá por eso Ramón me empezó a coger afecto.
Aunque yo intentara aprender el juego, siempre aparecía algo nuevo, decir que
era un juego de azar no hacía justicia a los dados, era un trabajo creativo, se
escribía día a día, uno de aquellos, uno raro, dormimos temprano a los dados y Ramón
habló de la vida en el lenguaje ése, de los dados; los demás apenas balbuceaban
alcoholizados y temblorosos, alguno estaba dormido. Ramón cantaba sus jugadas,
lanzando palabras con las manos al espacio abierto, como dicen que hablan los
italianos cuando están a gusto o se sienten indignados, un movimiento imperceptible
como de cirujano malabarista y sacó un puñal de la manga y algún objeto extraño
de la otra, siguió cantando como un tenor italiano moviendo las manos al tiempo.
Sabes, cuando pelo una patata recuerdo su forma de rezar, en los misterios que
dejo regados -mondaba la patata de un sólo tirón-, en los ojos, a punta de
cuchillo descuido mis rezos abandonados en el catre de mi abuela, pero no por
eso me olvido… Mondando la patata en el solo tirón que dejó colgando cual
rosario al final de la hoja reluciente que luego desapareció con la misma
pericia y rapidez con que la había hecho aparecer, lo contemplé como un niño
bobo al que le mondan por primera vez una manzana, pegó una mordida y me
ofreció un bocado que rechacé con la boca todavía abierta. ¿Tú te acuerdas? No
sé… sí… -pero…- ¿qué?; ¿tienes familia? no tenía familia dije, ¡ah… entonces no
entiendes…¡, ¿y tuviste?; sí, pero tampoco me acuerdo. Él mascullaba un cantito
bajo entre bocados de patata cruda y cerveza; te voy a ofrecer un trabajo ¿no
tienes a nadie no? disentí con la cabeza ¿novia? moví la cabeza lento, con
convicción, como triste, pero con seguridad; primero te voy a contar lo del
muertito y luego hablamos de trabajo ¿te parece? asentí; sólo decimos adiós
cuando nos vamos a dormir, que es el verdadero descansar, cuando morimos ya no
nos decimos nada más, pues el adiós está dicho... tampoco decimos que alguien
se ha marchado, porque sabemos que ahí está, ni decimos que nos volveremos a
ver un día porque en el día a día lo vemos en los ojos cuando en la operación –esto lo dijo con un
brillo distinto en sus ojos de por sí vidriosos- nos vamos a dormir, estamos
diciendo adiós cuando en realidad queremos decir hasta luego... nuestro muertito, no nos ha dejado, nos
cuida, y como sabemos que está aquí, cuando somos nones a los dados lo
invitamos a jugar, y uno juega por los dos, nos lo devuelve con su suerte, con su
recuerdo, siempre que falte uno podemos recurrir al muertito, pero no a todo se
puede jugar con un muerto y hemos pensado en ti, sentí otro escalofrío, pero en
esta ocasión ocurría de modo inverso, subía por la espalda en lugar de bajar y
cuando llegó a la cabeza sentí una fiebre intensa que recordaba a la resaca del
vino pero en el paladar sabía a patata, y acepté, dejé de escuchar las
explicaciones, se hacían cada vez más oscuras, más advertencias y caí… cuando
desperté sería aún de madrugada cerca a despuntar el alba en lo que parecía una
carretera nacional, sentado en un coche con dos dados de felpa colgados del
retrovisor que se deshacía a mi alrededor, retumbando en mis sienes cada tuerca
y cada remache suelto, rechinando y golpeteando hasta que sentí una bofetada
brutal y me senté derecho, ¿primer día de trabajo y de resaca? Sonreía, era
Ramón; ¿cosa mala, no?; íbamos solos, aparcó en una estación de servicio
desierta, en una esquina oscura, parecía delirante, una mala mano de Black
Jack, sacó el puñal y me lo puso a medio palmo de la nariz, empecé a sudar
frío; ¡esto es sólo precaución, así que no lo uses a no ser que te lo diga! Lo
puso en mis manos, mojadas ya por la intriga y el miedo. Y esperamos. En
silencio. Paso un buen rato, pasó un avión que Ramón parecía confirmar si
estaba en hora con su reloj pulsera, estábamos rodeados de alguna plantación
indefinible que hipnotizaba en su vaivén ventoso; no me gustan los campos con
cultivos, prefiero los árboles, la sierra, esto es tierra de nadie… lo
interrumpió un coche que entraba a la estación como haciendo zetas, supuse que
sería el resto del grupo, pero era un taxi; Ramón abrió la puerta sin abrirla,
el coche se iluminó por dentro y lo mismo hizo el taxi, ahora entre zarandeos y
un grito ahogado, un forcejeo y todo cesó; ¡rápido!, hora de trabajar –dijo-
saca lo que hay en el maletero; y eso hice, saqué una pala. Como era mi primer
día me hicieron cavar a mí sólo; Ramón en ningún momento se quedó quieto, iba y
venía por la parcela como canturreando algo mientras batía algún tipo de
petaca, cuando terminé de cavar estaba sobrio del todo, sudoroso y pálido o eso
decían de mi; ¡es hora!, y nos reunió en torno, Ramón se metió en la zanja y
derramó de su petaca por ella, agradeció y bebió un poco y lo repartió entre
nosotros, sabía a resaca y alcohol, a patata; extendió la mano pidiendo algo y
uno respondió con una mueca hacia mí, ¡el nuevo!, la mano ahora me apuntaba,
¡dos monedas de 2! busqué por reflejo, ¡sólo tengo de 1…!, tendrá que bastar… y
las puso con mucho cuidado en la zanja, a la altura de los ojos si los tuviese
uno detrás de la cabeza, ¡aprende tú a ponerlo en su sitio!, yo seguía actuando
por reflejo, ¡así no!, ¿tú quieres que nos encuentre?¿o la policía? ¡no!, ¡boca
abajo! y que lo ojos los tapen las monedas; así lo hice, canturreó algo más dejando
caer los jirones de cáscara de patata del bolsillo, derramando de su brebaje
sobre la espalda del taxista, recién caí en que era un taxista o en que fuese
una persona para el caso, se acercó a la cabeza para confirmar que estuviese
bien dispuesta en la zanja y alineadas las monedas, la levantó, echó el último
chorro del brebaje por la boca del taxista, ¡para el camino! y la cerró con una
patata sin pelar; ¡hay que terminar esto, ayúdenle que amanece! Mientras lo
hicimos no dejó de caminar, caí en cuenta que estaríamos cerca del aeropuerto, pasaban
aviones regularmente, parecían pasar bastante bajo, Ramón se daba cuenta que lo
miraba detenerse a mirar el reloj, sólo lo hacía cuando los aviones pasaban, no
parecía inmutarse, cuando el avión se alejó lo suficiente sin mirarme cogió la
pala y la guardó en su sitio del maletero, ¡la Juana! extendiendo la mano, yo
lo miraba como lo hice todo el tiempo, sin saber de que hablaba, la tenía en la
cintura, su Juana, su puñal, le dio un beso abriendo la puerta del coche; se
veía otro avión todavía bastante lejos para escucharse. Me gustan más cuando
aterrizan… me invitó a subir al coche con un movimiento de cabeza, lo hice
presto, los demás sabían lo que debía hacerse con el taxi y el resto de las
cosas, eso me lo enseñarían otro día, amanecía y los campos parecían florecer
con la luz entre blanco y violeta alrededor de la gasolinera abandonada,
arrancó mientras miraba las flores de los matorrales dispersados por la parcela;
te lo dije –el motor destartalado dio un tirón brusco-, esto es tierra de
nadie, tanto cultivo y aquí sólo podrían vivir conejos, nada más… Fue la
primera vez que vi la flor de la patata.
Continuará…
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