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lunes, 10 de septiembre de 2012

-Relato 8 de Cristóbal Ruiz Cuadra


LA HISTORIA DE UN DÍA CUALQUIERA
por C. Ruiz



No conseguía entender a Lorrie Moore. La leía y releía, como si fuera una de esas lecciones de la carrera, mal redactadas y en fotocopias de fotocopia. Tal vez su nivel de comprensión fuera más bajo de lo que ella siempre se había atribuido.  De cualquier manera intentó que esas páginas fueran su universo, al menos durante unos instantes. ¿No llevas demasiado tiempo sin pasar de página, querida? Mordisqueaba el lápiz con el que de vez en cuando subrayaba un giro, una expresión, en un intento desesperado de hacerse con la genialidad de la autora.

No, aquello seguía sin funcionar. Se levantó de la mesa de estudio, y rebuscando en el bolso, cogió el móvil y llamó a Carlos.

—Hola. ¿Te pillo mal? —al otro lado de la línea responden, parece que con algo más largo que un “sí” o un “no”—. Era por si te apetecía salir a tomar un café. No consigo centrarme, y a lo mejor me despeja un poco el cambiar de aires. —Una nueva pausa—. Vale, pues te recojo de tu portal en quince minutos.

En la cafetería existía el mismo alboroto de siempre. En la única mesa libre, en una esquina junto a la barra, las tazas de café hacían malabares entre un servilletero enorme, una carta de dulces, la carpeta de notas de Carlos. Laura, prudentemente, había situado su bolso en sus rodillas, porque era imposible colgarlo del respaldo.

—Esto no funciona, Carlos. Pensaba que con esfuerzo se conseguiría encauzar el tema, pero no es así. Es todo tan, tan —y en ese momento mueve los brazos intentando asir una palabra que se le escapa— volátil…
—Creo que no acabas de entenderlo, Laurita. ¿Recuerdas al Perla?
—¡Sí! ¿Qué fue de él? No me acuerdo bien de como se llamaba… Francisco, o Juan…
—Francisco, era Francisco. Pues yo hablaba mucho con él. Era buen tío, pese a lo raro. Y tenía las ideas muy claras, que es una extraña virtud. —En ese momento Carlos rebusca entre los bolsillos de su chaqueta, como si hubiera perdido algo. Extrae un cigarrillo arrugado, y pese a que no se puede fumar en el local lo sujeta entre los dedos, jugueteando con él—. Quería ser actor, y trabajar en el teatro.
—Ya recuerdo. ¡Nos cachondeábamos de él por eso!
—¿Has oído hablar del nuevo montaje de “La cantante calva”? ¿La que está en el Monumental?
—Sí, algo he oído. Creo que la crítica la alaba mucho.
—No has mirado el reparto, ¿verdad? —Carlos se sonríe, irónico.
—Pues no. ¡No me dirás qué…! Pero, ¿cómo ha sido posible? —La sorpresa de Laura no era fingida.
—Ya ves. El Perla al final nos dio sopas con honda a todos.

De vuelta a casa. Sí, le ha despejado la salida. Carlos es siempre una apuesta segura, y un placer estar un rato con él, aunque sea corto. A mandar, pequeña princesa, siempre a tus órdenes. Resulta difícil a veces sentarse a escribir sin tener tema, sintiéndose vacía de inspiración, pero intuye que ha de hacerlo. Aunque sólo sea por ella.

Hora de la cena. Al ser un día corriente suelen hacerla todos juntos, y charlan un rato. Su hermano Pablo llega temprano. Desde su cuarto oye a su madre quejarse, pues como siempre deja todo por medio. Se ríe, e intenta terminar un par de párrafos más antes de que la llamen.

—¿De qué va tu historia, Lauri? Hace tiempo que no nos enseñas nada nuevo. Te estás volviendo vaga —le toma el pelo Pablo al sentarse a la mesa.

Laura no puede menos que pensar “vaga y un puntito estéril”, pero no le da a su hermano el gusto de responderle, sino que le saca la lengua y se pone bizca, como una chiquilla de diez años, provocando la risa de sus padres. Se siente mejor, la tarde no ha sido del todo mala, pero tiene que encauzar el tema, y coger constancia.

Termina la cena, y con ese resto de machismo suave que se permiten en casa ayuda a su madre a recoger y limpiar los platos, mientras Pablo y su padre se van a ver el espacio de deportes del informativo. Nada, cosa de diez minutos y todo listo. Intentará dedicar otro rato a su historia.


No es nada puntual el autobús hoy. Y se han acumulado ya las colas de dos autobuses consecutivos, con lo que en la parada todo son achuchones para evitar la lluvia fina que cala a los que esperan. Laura aprieta dentro del abrigo contra su pecho su carpeta, intentando refugiar sus papeles de la humedad, mientras hacía como que escuchaba a Isa, su compañera de clase.
—Y es entonces cuando me entero que es gitano. ¡Gitano!. ¡Imagina el número en mi casa cuando les presente a un chico gitano. Yo creo que mi padre me echa. —Entre los dones de Isa no se encontraban ni la apertura de mente ni saber hablar a un volumen aceptable, con lo que media cola estaba disfrutando con fruición de su original visión de la vida—. Y el caso es que el chaval es (era) muy guapo. Y tu ya sabes que no soy para nada racista, siempre estoy a favor de las campañas esas que hacen los negros y el Obama ese y tal.
—Isa, creo que ahí llega nuestro autobús. A ver si entramos….
—Pues por lo mismo me podía haber buscado un negro. Son mucho más graciosos, y mi padre se hubiera callado, ante el miedo de que le digan que es un xenófobo de esos.

Con una hábil maniobra Laura consigue avanzar en el autobús por el pasillo atestado, y deja atrás a su amiga al comienzo. Sigue avanzando con cuidado hasta el final, procurando no pisar a nadie. y allí, al fondo del pasillo se detiene. Mentalmente va repasando la estructura mental de su historia. En sí no es gran cosa, un cuento moderno de príncipes y ranas, adaptado al estilo que les pedía el profesor. Lo había logrado concluir esa misma mañana. Pero había algo que no le terminaba de convencer. Si, era un poco al estilo Moore, pero sin ese toque casi mágico que lo hacía sobresalir…

Al bajarse en su parada por la puerta de atrás, haciendo mil peripecias para despistar a Isa, entró en la facultad por la biblioteca. Le gustaba el olor a libros que desprendía, y que salvo en época de exámenes estuviera siempre casi desierta. Sin detenerse, atravesó la sala de lectura, de ahí llego al vestíbulo principal, y subiendo por la primera escalera en un momento se encontró en su clase.

—Deléitenos con su relato, señorita Gómiz —Laura detestaba profundamente y de forma personal a ese profesor. Es Gómez, don Julián, ya se lo he dicho a usted otras veces. Pero amaba esa asignatura. De todas las que tenía este año era la que realmente disfrutaba, la que preparaba con más mimo. Y por eso seguía peleando por conseguir escribir las mejores historias de la clase.


—Se podía usted haber ahorrado la molestia de gastar papel y tinta en eso, señorita. Y de paso —risas generalizadas—, habernos ahorrado también el rato a todos los aquí presentes. La clase ha terminado. Pero espere usted un momento, señorita, quiero hablar un segundo con usted.


—Me odia, ¿no es cierto? —El profesor se dirigía a una Laura aún abochornada por el rapapolvo público al que había sido sometida—. Y piensa que tiene usted razones sobradas para ello. La he ridiculizado en mitad de una clase. Y encima en una asignatura a la que usted aprecia…
—¿Cómo sabe usted eso? —De repente, como arrastrada por un viento, su indignación se había esfumado.
—¿Se cree que no me doy cuenta de las cosas? —Y por primera vez, despejada del filtro de la inquina personal, se fijaba Laura en que el profesor también sabía sonreír—. Mire, Laura. Posiblemente sea usted la alumna más brillante que he tenido en los años que llevo dando esta asignatura. Pero necesita cambiar su forma de mirar —Laura se sentó en la banca de la primera fila, dejando a un lado su carpeta y escuchando con atención—. Tiene usted un potencial increíble, pero se evade contando tonterías. Le hago a usted una propuesta y un reto.

Laura notaba que unas gotas de sudor frío se le acumulaban en la columna, descendiendo por su espalda y humedeciendo su ropa.

—¿Cuál? —alcanzó a decir.
—Que rompa usted esa historia de duendes para niños idiotas, físicamente. Tírela. Y que escriba usted lo que le ocurrió desde ayer por la tarde hasta este mismo momento. Sin más. Y que una vez acabada, para la próxima clase, sea usted misma la que evalúe su producto.

El sudor frío se había convertido en una especie de urticaria, como si la blusa le causara alergia.

—Hecho. —Y como si fuera una extraña la que hablaba en su lugar, preguntó—: ¿Y qué gano yo con ello?
—Es un pacto especial. Para esa parte deberá fiarse de mí. Pero le doy mi palabra de honor que no quedará defraudada con la recompensa.


Un silencio de sepulcro invadió el recinto cuando Laura terminó de leer. Sonó el timbre, y en el mismo silencio sus compañeros se fueron levantando, abandonando el aula. El propio profesor, tras hacerle una reverencia, cogió sus cosas y salió. Laura quedó allí, sentada en su silla. No estaba descontenta con su recompensa.
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