El visitante
invisible
Isabel tiene los ojos
abiertos, pero no puede ver nada. Está sumergida en la oscuridad
mullida de una caverna de sábanas de poliéster. La cama huele a
sudor rancio y a perro mojado. El olor se le enreda en la garganta
con cada inspiración. Lleva despierta unas dos horas. Lo sabe porque
ha escuchado el reloj de pared del salón sonar en cuatro ocasiones,
una a cada hora en punto y otra a cada hora y media. Ton, ton, ton, y
así, doce veces.
Sabe que ya va siendo
hora de que salga de la cama, pero hoy el dolor de su pierna es un
cosquilleo silencioso, casi subliminal. El hormigueo fantasma de un
miembro dormido. Prefiere que continúe así. Su medicación está
demasiado lejos, en el armarito sobre el lavabo. Solía dejarla sobre
su mesilla de noche, pero tuvo que cambiarla de sitio. No quería
sucumbir a la tentación de tomar una pastilla de más. O dos.
O tres.
Su terapeuta le dice que
tiene que ser paciente, que todo cambio conlleva una adaptación.
Sólo hace siete meses del accidente, le dice. Como si su terapeuta
pudiera entenderla. Él, que no vive encadenado a un bote de
pastillas. Como si siete meses atrapada en la oscuridad de una fosa
cerrada no fueran una eternidad.
De algún lugar de la
casa le llega un gimoteo lastimero. Es Nico. Ella suele dejarle la
puerta del jardín de atrás abierta para que salga cuando le hace
falta, pero por alguna razón, el perro sólo sale cuando ella lo
acompaña fuera. No le extrañaría si estuviera volviéndose tan
agorafóbico como ella. Isabel se siente un poco culpable por hacerle
esperar de esta forma por las mañanas. Todos los días intenta
levantarse temprano para acompañarlo al jardín, y todos los días
le fallan las fuerzas. Por las noches, su cama se convierte en arenas
movedizas que la ahogan y la atrapan como a un animal herido. En las
noches buenas, sólo teme no ser capaz de salir de la cama sola. En
las malas se pregunta si volverá a ver la luz del día.
El hormigueo de su
pierna se ha transformado en un dolor punzante, como un millar de
alfileres hurgándole la carne. Le guste o no, es hora de levantarse.
Isabel saca una mano de entre el revoltijo de mantas y palpa a ciegas
el suelo junto a su cama. Sabe que dejó su bastón allí, el mango
tocando la pata derecha de la mesilla de noche, pero ahora no puede
encontrarlo. Debe haber rodado durante la noche. Está demasiado
lejos para alcanzarlo.
Pega un silbido. Lucía
escucha las patas de Nico acercándose. El perro encuentra su mano
asomando de entre el revoltijo de mantas y la lame. Su hocico está
caliente y húmedo.
— Nico. Bastón.
Nico ladra en respuesta.
Es un perro enorme, cubierto de un pelaje áspero y largo en el que
le gusta hundir los dedos. Lo tiene desde hace poco después del
accidente, y en estos meses ha aprendido a depender de él. Hoy, como
siempre, Nico está dispuesto a ayudarla. El bastón repica en el
suelo de parqué cuando lo suelta junto a la cama.
Es entonces es cuando
comienza la parte más difícil del día. Isabel empuja las sábanas
a un lado, revolviéndose bajo la colcha. Se siente como una oruga
que ha intentado salir de su capullo demasiado pronto, maltrecha,
malherida,… acabada antes siquiera de empezar. Se estira para
recoger el bastón. Cuando se levanta lo sostiene como una lanza,
paralelo al cuerpo. Se imagina la pinta que debe tener. Una chica
flacucha armada con un palo largo.
Ponerse de pie fue una
mala idea. Su pierna palpita con cada latido de su corazón. Isabel
tiene tanta prisa por llegar a su medicación que casi choca con la
puerta cerrada del baño. Recuerda perfectamente haberla dejado
abierta anoche. No tiene mucho sentido cerrarla cuando vive sola. Se
dice a sí misma que la corriente debió cerrarla, y sólo recuerda
que ya no se molesta en abrir las ventanas cuando se está tragando
la medicación. La traga sin agua, como se ha acostumbrado a hacer, y
la pastilla se deshace en su lengua dejando atrás un sabor amargo y
una garganta raspada.
Sale del cuarto de baño.
Su avance por la habitación es lento, trabajoso. Cada noche desde
hace siete meses, da vueltas por la planta baja, memorizando y
volviendo a memorizar la posición de todo, midiendo las distancias
con los dedos, y cada mañana se encuentra una habitación distinta
de lo que recuerda. Una mesita medio centímetro más cerca de la
pared que el día anterior, un zapato que está segura de no haber
dejado allí. Obstáculos que bien podrían ser montañas mientras
cojea hacia la puerta del jardín trasero con los brazos extendidos
para no caer.
A menudo pasa las horas
construyendo una fantasía en la que la casa está conspirando contra
ella. Se entretiene inventando un significado oculto en cada
milímetro de diferencia con su memoria. Prefiere pensar que la casa
está encantada antes que la alternativa de que está perdiendo la
cabeza, el sentido de la proporción y del espacio. Odia pensar que
su mente está sucumbiendo a la oscuridad.
Isabel empuja la puerta
del jardín y el lomo de Nico se desliza contra su pierna cuando sale
al exterior. Ella se sienta en el escalón del porche con movimientos
torpes, la pierna extendida frente a ella. Apoya la cabeza contra la
pared y las aristas de los ladrillos se le clavan en la frente.
Isabel está a medio camino entre el exterior y la casa, tan cerca
como se atreve a estar del sonido de la carretera y el olor a tierra
mojada y hojarasca podrida de su jardín. Es suficiente para que se
le forme un nudo en el estómago.
Tarda unos segundos en
reconocer el sonido que oye como el timbre de la casa. Probablemente
serán los vecinos. Era cuestión de tiempo que acabaran por hartarse
de que Nico utilice el jardín trasero como retrete. Tener que hablar
a alguien se le hace tan cuesta arriba, que fantasea con quedarse
sentada, dejar al timbre sonar, y sonar, y sonar, y sonar el tiempo
que haga falta para que sus vecinos se harten.
Tras cinco timbrazos, se
ve forzada a aceptar que sus vecinos no van a rendirse. Nico viene a
ella sin que lo llame, jadeando ruidosamente. Su aliento caliente le
golpea la cara de manera intermitente. Ella acompasa su respiración
a la de él, inhalando cuando él lo hace. Se levanta trabajosamente
con su ayuda. Avanza por el pasillo hasta la puerta. Cada paso se le
hace eterno, un mundo. Imagina que el corredor se extiende hasta el
infinito, como en una pesadilla en la que es imposible avanzar por
mucho que corras.
Nueve timbrazos después
del primero, la punta de su bastón toca la puerta.
— ¿Quién es? —
pregunta.
— Soy yo — responde
la voz de su hermanastro a través de la puerta.
Cuando oye su voz, Nico
comienza a ladrar como a veces hace al final del día, cuando Isabel
está tumbada en la oscuridad intentando ignorar los crujidos de la
noche. Isabel le chista, pero Nico se niega a callar. Le nota moverse
tras ella y el animal se arroja contra la puerta, sus garras
arañándola como si quisieran tirarla abajo.
— ¡Ya vale,
Nico!¡Basta! — le grita —. Dame un segundo, David.
Isabel lo coge del
collar y lo empuja a rastras hasta el jardín trasero. No entiende
por qué el perro está reaccionando así. Normalmente se porta tan
bien. En todo el tiempo que lo ha tenido, no ha ladrado a ningún
vecino, no ha perseguido a ningún gato. Y sin embargo, ahora gruñe
y se retuerce como un lobo salvaje. Teme que se le escape de las
manos y eche a correr hacia la puerta. Pero lo han entrenado bien, y
al final se deja llevar hasta el jardín.
Cierra la puerta del
jardín y regresa a la entrada, ignorando los ladridos frenéticos de
Nico. Su muslo es ahora un hierro al rojo, una rama astillada. Es una
muela infectada en medio de una extracción y a alguien se le olvidó
ponerle la anestesia. Un sudor helado lee empapa la espalda. Intenta
quitar el cerrojo, pero sus dedos son torpes. Tiene que palpar el
mecanismo para recordar su funcionamiento.
Le tiemblan las piernas.
Se hace a un lado para
dejar pasar a David. Él no intenta besarle la mejilla. Ella lo
agradece. Afuera, Nico continúa ladrando.
Isabel intenta no
preguntarse qué debe estar viendo David, qué piensa de la chica
legañosa y todavía en pijama frente a él. Por una vez se alegra de
no haberse mirado en el espejo.
Necesita sentarse.
Repasa mentalmente el camino hasta el sofá. Caminará cuatro pasos
adelante, hará un giro de treinta grados, esquivará la maldita
lámpara que debería haber tirado hace meses y se hundirá en el
cojín izquierdo de su sofá como un barco hundido se pierde en las
inmensidades del océano... Pero la lámpara no está donde la dejó.
Cae al suelo con un estrépito de cristales rotos y metal contra
madera.
— Mierda. Espera —
masculla David.
Isabel no espera. Isabel
continúa su camino hasta el sofá sin importarle ni los cristales
rotos que sabe deben estar esparcidos por toda la habitación ni sus
pies descalzos. Cortarse es una posibilidad. La pierna que le pulsa y
le grita y le duele es una realidad. Traga saliva e imagina que
paladea el sabor amargo de sus pastillas.
— Hoy no es mi día —
dice.
— No pasa nada —
contesta su hermanastro. Escucha sus pasos alejándose tras ella en
dirección a la cocina, y luego el sonido de una escoba arañando el
parqué.
— No pensé que te
acordaras de dónde estaba la escoba.
— Vengo mucho.
— Es verdad. Sí que
solías venir mucho — no obtiene respuesta. El reloj de pared del
salón hace sonar una sola campanada —. Es la una. ¿No deberías
estar en el trabajo?
— Es domingo, Isabel.
— Ah. El calendario, mi
eterno enemigo.
El cojín se hunde bajo
el peso de David cuando éste se sienta, tan cerca que Isabel puede
sentir el calor de su cuerpo a través de la ropa.
— Tienes buen aspecto.
— Si tú lo dices.
— Perdona. No pensé
que... — se detiene. Isabel lo odia por ello. David solía ser la
única persona con la que podía hablar de todo, el único al que no
tenía que esconderle nada. Ahora sólo hablan trazando espirales
paralelas al tema que ella no puede olvidar y él no se atreve a
mencionar —. Ya sabes.
— No, no lo sé. ¿A
qué te refieres? — pregunta. Sabe que es cruel pedirle que hable
del tema, pero joder, se lo ha ganado. Se merece algo, después de
todo lo que ha perdido.
— Isabel...
— Venga. Dímelo. ¿Por
qué no puedes hablar del aspecto que tengo? ¿Qué pasa? ¿Es que te
da miedo como pueda reaccionar? — siente una lágrima deslizarse
cálida por su mejilla. Su voz se quiebra —. Te hecho de menos.
— Yo a ti también.
David le pasa un brazo
por los hombros. Isabel deja que la estreche contra su cuerpo. Su
hermanastro huele a loción para después del afeitado y café, a
sudor, y a noches de verano tendidos en la césped contemplando las
estrellas
— ¿Recuerdas cuando
éramos niños?
— Vaya si lo recuerdo.
Tú siempre estabas sacándome de los líos en los que me metía. Los
adultos nos odiaban.
— ¿Recuerdas cuando te
metías en mi cama porque te daba miedo la oscuridad?
— Me lo vas a estar
echando en cara toda la vida, ¿no?
— Por supuesto — se
ríen —. Hay algo que nunca te dije.
— ¿El qué?
Cierra los ojos. Ya casi
es junio. Podrían coger el coche y marcharse a cualquier sitio de
esta ciudad en el que todavía crezca la hierba, cualquier parque,
cualquier descampado dejado de la mano de Dios. David le comprará un
helado y ella se agarrará a su brazo. No necesitará el bastón, ni
a Nico. Él será su punto apoyo. Él le limpiará una mancha de
helado de la mejilla con una servilleta arrugada. Luego se tenderán
en el césped a escuchar el canto de las cigarras. Conforme caiga la
tarde, el cielo se teñirá mil tonos de púrpura y carmesí. Se
levantará una brisa fresca. David se tendrá que quitar esas gafas
de sol que insiste en llevar a todas horas, y ella podrá ver sus
ojos ribeteados de pestañas rubias...
Abre los ojos. No hay
rubias pestañas que ver, ni puestas de sol, ni luz, ni siquiera el
sofá del salón en el que están sentados. No hay nada. Isabel tiene
los ojos abiertos pero, desde hace siete meses, no puede ver nada.
— A mí también me da
miedo la oscuridad.
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