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lunes, 10 de septiembre de 2012

Relato 3 de Teresa Salazar

El visitante invisible

Isabel tiene los ojos abiertos, pero no puede ver nada. Está sumergida en la oscuridad mullida de una caverna de sábanas de poliéster. La cama huele a sudor rancio y a perro mojado. El olor se le enreda en la garganta con cada inspiración. Lleva despierta unas dos horas. Lo sabe porque ha escuchado el reloj de pared del salón sonar en cuatro ocasiones, una a cada hora en punto y otra a cada hora y media. Ton, ton, ton, y así, doce veces.

Sabe que ya va siendo hora de que salga de la cama, pero hoy el dolor de su pierna es un cosquilleo silencioso, casi subliminal. El hormigueo fantasma de un miembro dormido. Prefiere que continúe así. Su medicación está demasiado lejos, en el armarito sobre el lavabo. Solía dejarla sobre su mesilla de noche, pero tuvo que cambiarla de sitio. No quería sucumbir a la tentación de tomar una pastilla de más. O dos.

O tres.

Su terapeuta le dice que tiene que ser paciente, que todo cambio conlleva una adaptación. Sólo hace siete meses del accidente, le dice. Como si su terapeuta pudiera entenderla. Él, que no vive encadenado a un bote de pastillas. Como si siete meses atrapada en la oscuridad de una fosa cerrada no fueran una eternidad.

De algún lugar de la casa le llega un gimoteo lastimero. Es Nico. Ella suele dejarle la puerta del jardín de atrás abierta para que salga cuando le hace falta, pero por alguna razón, el perro sólo sale cuando ella lo acompaña fuera. No le extrañaría si estuviera volviéndose tan agorafóbico como ella. Isabel se siente un poco culpable por hacerle esperar de esta forma por las mañanas. Todos los días intenta levantarse temprano para acompañarlo al jardín, y todos los días le fallan las fuerzas. Por las noches, su cama se convierte en arenas movedizas que la ahogan y la atrapan como a un animal herido. En las noches buenas, sólo teme no ser capaz de salir de la cama sola. En las malas se pregunta si volverá a ver la luz del día.

El hormigueo de su pierna se ha transformado en un dolor punzante, como un millar de alfileres hurgándole la carne. Le guste o no, es hora de levantarse. Isabel saca una mano de entre el revoltijo de mantas y palpa a ciegas el suelo junto a su cama. Sabe que dejó su bastón allí, el mango tocando la pata derecha de la mesilla de noche, pero ahora no puede encontrarlo. Debe haber rodado durante la noche. Está demasiado lejos para alcanzarlo.

Pega un silbido. Lucía escucha las patas de Nico acercándose. El perro encuentra su mano asomando de entre el revoltijo de mantas y la lame. Su hocico está caliente y húmedo.

— Nico. Bastón.

Nico ladra en respuesta. Es un perro enorme, cubierto de un pelaje áspero y largo en el que le gusta hundir los dedos. Lo tiene desde hace poco después del accidente, y en estos meses ha aprendido a depender de él. Hoy, como siempre, Nico está dispuesto a ayudarla. El bastón repica en el suelo de parqué cuando lo suelta junto a la cama.

Es entonces es cuando comienza la parte más difícil del día. Isabel empuja las sábanas a un lado, revolviéndose bajo la colcha. Se siente como una oruga que ha intentado salir de su capullo demasiado pronto, maltrecha, malherida,… acabada antes siquiera de empezar. Se estira para recoger el bastón. Cuando se levanta lo sostiene como una lanza, paralelo al cuerpo. Se imagina la pinta que debe tener. Una chica flacucha armada con un palo largo.

Ponerse de pie fue una mala idea. Su pierna palpita con cada latido de su corazón. Isabel tiene tanta prisa por llegar a su medicación que casi choca con la puerta cerrada del baño. Recuerda perfectamente haberla dejado abierta anoche. No tiene mucho sentido cerrarla cuando vive sola. Se dice a sí misma que la corriente debió cerrarla, y sólo recuerda que ya no se molesta en abrir las ventanas cuando se está tragando la medicación. La traga sin agua, como se ha acostumbrado a hacer, y la pastilla se deshace en su lengua dejando atrás un sabor amargo y una garganta raspada.

Sale del cuarto de baño. Su avance por la habitación es lento, trabajoso. Cada noche desde hace siete meses, da vueltas por la planta baja, memorizando y volviendo a memorizar la posición de todo, midiendo las distancias con los dedos, y cada mañana se encuentra una habitación distinta de lo que recuerda. Una mesita medio centímetro más cerca de la pared que el día anterior, un zapato que está segura de no haber dejado allí. Obstáculos que bien podrían ser montañas mientras cojea hacia la puerta del jardín trasero con los brazos extendidos para no caer.

A menudo pasa las horas construyendo una fantasía en la que la casa está conspirando contra ella. Se entretiene inventando un significado oculto en cada milímetro de diferencia con su memoria. Prefiere pensar que la casa está encantada antes que la alternativa de que está perdiendo la cabeza, el sentido de la proporción y del espacio. Odia pensar que su mente está sucumbiendo a la oscuridad.

Isabel empuja la puerta del jardín y el lomo de Nico se desliza contra su pierna cuando sale al exterior. Ella se sienta en el escalón del porche con movimientos torpes, la pierna extendida frente a ella. Apoya la cabeza contra la pared y las aristas de los ladrillos se le clavan en la frente. Isabel está a medio camino entre el exterior y la casa, tan cerca como se atreve a estar del sonido de la carretera y el olor a tierra mojada y hojarasca podrida de su jardín. Es suficiente para que se le forme un nudo en el estómago.

Tarda unos segundos en reconocer el sonido que oye como el timbre de la casa. Probablemente serán los vecinos. Era cuestión de tiempo que acabaran por hartarse de que Nico utilice el jardín trasero como retrete. Tener que hablar a alguien se le hace tan cuesta arriba, que fantasea con quedarse sentada, dejar al timbre sonar, y sonar, y sonar, y sonar el tiempo que haga falta para que sus vecinos se harten.

Tras cinco timbrazos, se ve forzada a aceptar que sus vecinos no van a rendirse. Nico viene a ella sin que lo llame, jadeando ruidosamente. Su aliento caliente le golpea la cara de manera intermitente. Ella acompasa su respiración a la de él, inhalando cuando él lo hace. Se levanta trabajosamente con su ayuda. Avanza por el pasillo hasta la puerta. Cada paso se le hace eterno, un mundo. Imagina que el corredor se extiende hasta el infinito, como en una pesadilla en la que es imposible avanzar por mucho que corras.

Nueve timbrazos después del primero, la punta de su bastón toca la puerta.

— ¿Quién es? — pregunta.
— Soy yo — responde la voz de su hermanastro a través de la puerta.

Cuando oye su voz, Nico comienza a ladrar como a veces hace al final del día, cuando Isabel está tumbada en la oscuridad intentando ignorar los crujidos de la noche. Isabel le chista, pero Nico se niega a callar. Le nota moverse tras ella y el animal se arroja contra la puerta, sus garras arañándola como si quisieran tirarla abajo.

— ¡Ya vale, Nico!¡Basta! — le grita —. Dame un segundo, David.

Isabel lo coge del collar y lo empuja a rastras hasta el jardín trasero. No entiende por qué el perro está reaccionando así. Normalmente se porta tan bien. En todo el tiempo que lo ha tenido, no ha ladrado a ningún vecino, no ha perseguido a ningún gato. Y sin embargo, ahora gruñe y se retuerce como un lobo salvaje. Teme que se le escape de las manos y eche a correr hacia la puerta. Pero lo han entrenado bien, y al final se deja llevar hasta el jardín.

Cierra la puerta del jardín y regresa a la entrada, ignorando los ladridos frenéticos de Nico. Su muslo es ahora un hierro al rojo, una rama astillada. Es una muela infectada en medio de una extracción y a alguien se le olvidó ponerle la anestesia. Un sudor helado lee empapa la espalda. Intenta quitar el cerrojo, pero sus dedos son torpes. Tiene que palpar el mecanismo para recordar su funcionamiento.

Le tiemblan las piernas.

Se hace a un lado para dejar pasar a David. Él no intenta besarle la mejilla. Ella lo agradece. Afuera, Nico continúa ladrando.

Isabel intenta no preguntarse qué debe estar viendo David, qué piensa de la chica legañosa y todavía en pijama frente a él. Por una vez se alegra de no haberse mirado en el espejo.

Necesita sentarse. Repasa mentalmente el camino hasta el sofá. Caminará cuatro pasos adelante, hará un giro de treinta grados, esquivará la maldita lámpara que debería haber tirado hace meses y se hundirá en el cojín izquierdo de su sofá como un barco hundido se pierde en las inmensidades del océano... Pero la lámpara no está donde la dejó. Cae al suelo con un estrépito de cristales rotos y metal contra madera.

— Mierda. Espera — masculla David.

Isabel no espera. Isabel continúa su camino hasta el sofá sin importarle ni los cristales rotos que sabe deben estar esparcidos por toda la habitación ni sus pies descalzos. Cortarse es una posibilidad. La pierna que le pulsa y le grita y le duele es una realidad. Traga saliva e imagina que paladea el sabor amargo de sus pastillas.

— Hoy no es mi día — dice.
— No pasa nada — contesta su hermanastro. Escucha sus pasos alejándose tras ella en dirección a la cocina, y luego el sonido de una escoba arañando el parqué.
— No pensé que te acordaras de dónde estaba la escoba.
— Vengo mucho.
— Es verdad. Sí que solías venir mucho — no obtiene respuesta. El reloj de pared del salón hace sonar una sola campanada —. Es la una. ¿No deberías estar en el trabajo?
— Es domingo, Isabel.
— Ah. El calendario, mi eterno enemigo.

El cojín se hunde bajo el peso de David cuando éste se sienta, tan cerca que Isabel puede sentir el calor de su cuerpo a través de la ropa.

— Tienes buen aspecto.
— Si tú lo dices.
— Perdona. No pensé que... — se detiene. Isabel lo odia por ello. David solía ser la única persona con la que podía hablar de todo, el único al que no tenía que esconderle nada. Ahora sólo hablan trazando espirales paralelas al tema que ella no puede olvidar y él no se atreve a mencionar —. Ya sabes.
— No, no lo sé. ¿A qué te refieres? — pregunta. Sabe que es cruel pedirle que hable del tema, pero joder, se lo ha ganado. Se merece algo, después de todo lo que ha perdido.
— Isabel...
— Venga. Dímelo. ¿Por qué no puedes hablar del aspecto que tengo? ¿Qué pasa? ¿Es que te da miedo como pueda reaccionar? — siente una lágrima deslizarse cálida por su mejilla. Su voz se quiebra —. Te hecho de menos.
— Yo a ti también.

David le pasa un brazo por los hombros. Isabel deja que la estreche contra su cuerpo. Su hermanastro huele a loción para después del afeitado y café, a sudor, y a noches de verano tendidos en la césped contemplando las estrellas

— ¿Recuerdas cuando éramos niños?
— Vaya si lo recuerdo. Tú siempre estabas sacándome de los líos en los que me metía. Los adultos nos odiaban.
— ¿Recuerdas cuando te metías en mi cama porque te daba miedo la oscuridad?
— Me lo vas a estar echando en cara toda la vida, ¿no?
— Por supuesto — se ríen —. Hay algo que nunca te dije.
— ¿El qué?

Cierra los ojos. Ya casi es junio. Podrían coger el coche y marcharse a cualquier sitio de esta ciudad en el que todavía crezca la hierba, cualquier parque, cualquier descampado dejado de la mano de Dios. David le comprará un helado y ella se agarrará a su brazo. No necesitará el bastón, ni a Nico. Él será su punto apoyo. Él le limpiará una mancha de helado de la mejilla con una servilleta arrugada. Luego se tenderán en el césped a escuchar el canto de las cigarras. Conforme caiga la tarde, el cielo se teñirá mil tonos de púrpura y carmesí. Se levantará una brisa fresca. David se tendrá que quitar esas gafas de sol que insiste en llevar a todas horas, y ella podrá ver sus ojos ribeteados de pestañas rubias...

Abre los ojos. No hay rubias pestañas que ver, ni puestas de sol, ni luz, ni siquiera el sofá del salón en el que están sentados. No hay nada. Isabel tiene los ojos abiertos pero, desde hace siete meses, no puede ver nada.

— A mí también me da miedo la oscuridad.

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