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miércoles, 12 de septiembre de 2012

-Relato 3 de Diego A. Mejía


Mirando el cielo raso, David, lleva demasiado tiempo en silencio, tanto que ya discute consigo mismo por tercera vez –y está perdiendo-, le sofoca su propio calor entre las sábanas y a pesar de ello no rompe el silencio, ni el acomodo de sombras del edredón con el zumbido luminoso de la lámpara de la mesita de noche, ni con el muñón sonoro del colchón que recién empieza a conocer y promete cambiar, es la tercera vez que intenta dormir en esta nueva habitación sin lograrlo. Cuando lo consiga será por un sonido, que necesita para poder descansar, uno familiar que lo aleje del camino sonoro del muñón y de la respiración profunda que le impide girarse en torno y descansar la cabeza en los tres cuartos del perfil derecho, sobre la almohada de costumbre, único amueblamiento del pasado. David quisiera estar solo, de ése otro modo que le es familiar, acostado a la izquierda de alguien. Sin discutir.
Solo.

David acaba de separarse de mujer y como es viernes sus compañeros de trabajo le preparan una salida para subirle los ánimos, la compatibilizan con la recepción del nuevo personal que han transferido desde la costa a su oficina, saben que el ruido es algo que lo mantiene atento, que lo convierte en la persona diferente a la que están acostumbrados y no a éste ojeroso insomne que lleva aguándoles la semana en la oficina. Saben lo tedioso que se pone David cuando se le olvida la música o cuando tiene problemas en casa y lo poco apetecible que son las recepciones de personal, cuando nadie se ofrece a realizarlas.

Son las diez, se ha hecho de noche y David logra vestir casualmente su insomnio acorde al frío. Camino al lugar de la cita, intenta recordar el comercial del cereal inflado de su infancia, arropa en vano su cuello con la bufanda delgada, tararea un tonadilla sin sentido, piensa en la leche caliente con cereal y miel que le daría su madre si volviera a la infancia con este frío. Suspira. “Una cerveza y a dormir” sonríe, si hasta le parece haber inventado el slogan perfecto para un insomne. La ruta se le ha hecho demasiado corta, el nuevo departamento se halla muy cerca de la zona de pub’s que suele frecuentar, piensa en volver, porque -Quizá ella piensa igual.  -Y, sus colegas del trabajo piensan lo mismo y la sacan a beber cervezas por los pub’s, para que duerma mejor o para que se olvide de él o para que duerma con ellos. “No te lo dicen, pero quieren” grita su memoria a una puerta de baño imaginaria, siente los afeites en el aire, un perfume familiar y para en seco. Retrocede dos pasos, gira y luego dos pasos más, ¿y si se la encuentra?, pero… ¿cuándo?, ¿antes, después de la cerveza?, ¿y si no es una? Gira.
Otra vez.
David empieza a discutir con ése otro David al que se le han olvidado los auriculares en la mesita de noche -junto a la lamparita zumbante-, decide sin más regresar sobre sus pasos otra vez, consciente de la señal que se le muestra en forma de chicle pegado al zapato, canturrea la publicidad de un chicle de su adolescencia al quitárselo. “Ésta gente nunca es puntual” se auto confirma con el reloj, llegará al sitio y como nunca están, dirá el lunes que se cansó de esperar, incluso describirá la gente que había y hasta el amargo de la cerveza que bebió porque aún no se había enfriado del todo, dirá “con ustedes es siempre lo mismo” y nadie lo culpará, le darán una palmadita en la espalda y le propondrán pagarle la cerveza que se tomó él sólo, el viernes siguiente. David caminará saboreando la cerveza del viernes futuro hasta el punto éste donde los aromas confunden los tiempos verbales con los recuerdos,  a éste punto donde ahora saluda a la nueva contable, vestida algo más casual que él, calzando auriculares en los oídos, batiendo la palma enguantada, sin saber cómo saludarse, sin dejar el cigarrillo en la otra.
***
David ha pedido dos cervezas que están terminándose, pasa una hora desde que el resto del grupo debía llegar. Un sms confirma que nadie más viene. Suena de fondo The Grateful Dead.
-¿Ésta gente siempre es igual con las recepciones -pregunta ella sin soltar el humo del cigarrillo suave- o es trato preferencial?
-Sí –David canturrea al ritmo-, digo no, esto me lo hicieron a mí… -Bebe el resto de la cerveza de un sorbo.
-¿Debo entender eso como una indirecta?
David no termina de entender la pregunta ni de soltar la botella cuando ella lo saca a bailar. No puede evitar buscar miradas alrededor y todas buscan sus ojos, o la buscan a ella, aún con la música tan alta, no deja de llevar un canturreo feroz que lo aleja del otro David que se ha dado un tiempo con su mujer y se ha mudado al centro, que necesita ver a otras personas y lleva tres días sin dormir por culpa de un muñón en el colchón que rechina cuando está sólo. “Cuando pueda te llamaré” leyó en el teléfono la tarde anterior. Son las doce y se ha hecho sábado. Casualmente la pista de baile a ralentizado su ritmo y algunas parejas vuelven a sus licores y sus charlas de coctel, pero la suya no, sigue a su ritmo; algo más lento y cadencioso, que marca con una pulsera de monedas de fantasía, por primera vez David está mirándola, para el canturreo interior e imagina “¿en que piensa una contable que lleva un pulsera de monedas?” piensa lo práctico que le sería un complemento así, recuerda a los tibetanos y sus ruedas de oración y sus tamboriles, “una pulsera que suena”, un sonajero, una forma de acercarse a Dios en la forma de un ritmo constante, en un tintineo monetario, piensa por un momento que los ricos dejaron de ser felices con los objetos materiales porque el dinero del banco no suena, la tarjeta de crédito no suena, de forma automática busca una moneda en el bolsillo y se la pone en la mano cerrada, se le acerca al oído.
–Para la pulsera… –no es consciente del por qué, pero tiene un nombre fijo en la cabeza asociado a un pato de dibujos animados.
Ella lo mira con una media sonrisa media pregunta. El ritmo se quiebra con un sonido de cristales. Suena de fondo una risotada molesta, hay un problema con la música.
***
-¿Qué planes tenía el grupo para hoy? –ella enciende otro cigarrillo suave.
-No lo sé, pero seguro que no estábamos incluidos –La calle transitada huele a una comida indefinible, el alcohol ha amainado el frío, pero la gente camina encogida de hombros para verse delgada en el reflejo de los escaparates-, ¿te apetece comer algo? –ella agita el medio cigarrillo en el aire, al son de un pandero teosófico-, quizá encontremos algo abierto, aún es temprano, ¿qué te apetece?
-Un lugar callado… –pisa la colilla de un cigarrillo con un movimiento de twist-, es muy temprano para volver a casa –En realidad David cree que es el momento preciso para volver a casa, después de la cerveza quizá podrá dormir un poco, con suerte ese “cuando pueda te llamaré” sea de mañana que es cuando su mujer prefiere “resolver las diferencias” como ella las llama, empieza a preocuparse por el colchón, casi escucha el muñón rechinar, le chirría en los dientes-, no sé cualquier sitio, ¿vives cerca?
***
David descubre un lugar en el cielo raso que no oscurece cuando la alarma del despertador está encendida -deja una areola verde en el ángulo del armario-, quedan aún algunas horas para que suene y se acabe el silencio, por un instante muy corto siente que quizá el muñón no es tan molesto después de todo, a pesar del sonido leve de la respiración aguza el oído para escuchar si algún vecino está dormido, todo está en silencio, suena de fondo la banda sonora de la ciudad al ritmo constante de una sirena de ambulancia. “Las paredes del nuevo apartamento son de papel” cree David, su habitación es un gran envoltorio del chicle pisado en la víspera y su calcomanía en forma de suela.
Un zumbido quiebra la oscuridad pero no el silencio, David coge el teléfono móvil, aún no amanece y él tenía razón, su mujer está en la calle tomando unas cervezas, está pensando en él, está sintiendo ese aroma indefinido a comida que le remueve el estómago y asocia a los eventos pasados, está pensado con el olfato y lo que fuere quiere comérselo, quiere arreglar las cosas por la mañana y le pide la nueva dirección. David se tomará unos instantes al teléfono para pensar bien su respuesta, dejará de oír el auricular marcando en la memoria un sonido metálico parecido al premio gordo de una tragaperras, aún no memorizará la dirección -sabrá el cómo llegar, pero no el dónde-, “No he llegado tan lejos para volver sola a casa” parecerá repetir una y otra vez, la voz al otro lado de la línea imaginaria que le vende su compañía telefónica, “Es muy tarde” dirá, “Mejor el domingo, yo también quiero hablar”, colgará y dormirá sonriente, tranquilo, sin temor al muñón, al ruido, al futuro de los aromas conocido, el domingo hablará serio y luego bromeará, y volverá a ser el mismo, le contará a su mujer de las ventajas de tener un departamento en el centro, la besará con fuerza y volverá a dormir sólo a la izquierda de alguien, aunque en ocasiones será en el centro y otras en la periferia, hasta que la suerte le diga con un tintineo donde girar y volver atrás para recoger una moneda.
Pero eso será el domingo, son las diez y se ha hecho de día, un sonido ya familiar lo despierta es el muñón chirriante acompañado ahora de un tintineo parecido a un despertador, gira la cabeza en torno.
-¿Recuerdas el comercial del cereal inflado que tenía una cancioncilla así…? -Y tararea. Suena de fondo un tintineo teosófico a un ritmo constante, durante las horas siguientes el muñón rechinante no es más que otra forma de acercarse a Dios.

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