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jueves, 13 de septiembre de 2012

Relato 4 de Daniel Morales


La Noche más Corta

La voz de mi tío sonaba más apagada de lo acostumbrado al otro lado del teléfono. En los últimos años se había consolidado la tradición de visitarle por esas fechas a su pequeña casa de campo, con el fin de celebrar el día más largo, la noche más corta, las hogueras de San Juan.

Solía ir con unos cuantos amigos a pasar toda la noche al raso, alrededor de la hoguera, contando historias, tarareando viejas canciones, mirando las estrellas… y mi tío nos obligaba a hacer un pequeño sortilegio, en el que apuntábamos nuestros deseos para el próximo año en un papel, y lo quemábamos en la hoguera junto con alguna vieja pertenencia de la que deshacerse. Sin duda era una noche especial, en la que uno podía sentir cierto misticismo en el aire después de 4 ó 5 vasos de sangría.

Extrañado de no haber recibido la entusiasta invitación de mi tío, me decidí a llamarle dos días antes, pensando que su despistada y ajetreada cabeza asumía mi presencia al evento. Pero me encontré con una voz cargada de pesadumbre, agobiada, como si se hubiera olvidado por completo de la noche de San Juan, incluso de mí, su sobrino favorito. Era obvio que mi tío no estaba con ánimo de fiesta, y vacilé sobre si debía ir o no.

Finalmente decidí ir en ”petit comité”, con mi viejo amigo Fran y mi prima María, que no se habían perdido una sola hoguera de San Juan en años. Mientras conducía mi viejo Polo por las carreteras del Campo de Gibraltar, no paraba de darle vueltas en mi mente a la conversación con mi tío… y cada vez veía más claro que él no quería que fuésemos, de ninguna manera… y que solo mi cabezonería nos llevaba hasta su casa…

—¡Jorge!—El grito horrorizado de mi prima me sacó de mi ensimismamiento, y pisé el freno con todas mis fuerzas … mientras veía como los metros que nos separaban de dos coches destrozados en medio de la carretera descendían vertiginosamente. El coche se detuvo a escasos 50 cm de uno de los coches, sobre el asfalto bañado de cristales rotos…

Puse, las luces de emergencia y salimos enseguida del coche, y mientras Fran caminaba una distancia prudencial para colocar los triángulos de seguridad, María y yo nos dirigimos a asistir a los accidentados. Por fortuna, no había heridos de gravedad: solo algunos cortes y contusiones, pero ambos coches habían quedado destrozados. Por lo visto, unos de los conductores, que se dirigía con su mujer y sus hijos a pasar el fin de semana en la playa, había perdido el conocimiento repentinamente, provocando la colisión.

Esperamos a que llegase la guardia civil y los servicios médicos, y Fran se puso al volante, porque yo estaba demasiado nervioso para seguir conduciendo. Tras este percance, llegamos a la Casa de mi tío, en las cercanías de Zahara de los Atunes, en un pinar que contaba con viejas casas diseminadas de piedra encalada. Sin duda la más descuidada de todas ellas era la de mi tío, y este año se veía más salvaje aún, con la maleza del jardín que llegaba a la altura de nuestras cinturas.

Toc Toc Toc, golpeé con fuerza el aldabón contra la puerta. Silencio. Toc toc toc, golpeé con más fuerza aún. Nuevamente el silencio como respuesta. Con rabia volví a golpear, y finalmente escuchamos unos pasos acercarse a la puerta. La cara de mi tío apareció al otro lado, con los ojos cegados por la luz del sol… antes de que sus ojos le permitiesen ver nada, María y yo lo abrazábamos con efusividad; y él nos devolvió esa efusividad en cuanto sus ojos le respondieron y su cabeza se puso en orden.

Parecía que un tornado hubiese entrado en el salón de mi tío, a juzgar por el desorden reinante: el sofá, los dos sillones, la mesa del comedor, todos llenos de libros y papeles desperdigados
—Tito Juan, deberías contratar una mujer de la limpieza – bromeó mi prima.
—Es que he estado ocupado con mucho trabajo- replicó mi tío.
—¿En qué estás trabajando ahora? – Inquirió Fran.
—Estoy preparando un artículo sobre la historia de Mali – recibió por respuesta.

Mi tío Juan estaba enredando en la cocina, tratando de preparar algo para el almuerzo, y María se dedicaba a subir todas las persianas del salón y abrir las ventanas de par en par: hacía demasiados días que el aire fresco no entraba en aquella casa. Mientras tanto, Fran se había hecho un sitio en el sofá, y ojeaba uno de tantos libros desparramados, y yo deambulaba por la casa, asomándome en el estudio. El flexo aún  estaba encendido, e iluminaba un mapa manuscrito, que llamó mi atención. No tardé en reconocer la letra de mi tío, por algunas anotaciones casi ininteligibles que acompañaban al plano, pero no fui capaz de reconocer el lugar que representaba.

Espaguetis con tomate frito y atún, era lo que mi tío había preparado para comer. Una comida consistente, pero muy por debajo de lo que nos tenía acostumbrado, especialmente para el día de San Juan, en que solía cocinar gran variedad de platos exóticos y elaborados. El almuerzo, acompañado de algunas latas de cerveza casi fría, resultó un tanto incómodo, ya que mi tío estaba abstraído en sus pensamientos, y se limitaba a contestar con monosílabos, mostrando además cierta desgana de sentirse interrumpido en sus cavilaciones.

En este punto, creo que es conveniente hablaros un poco de mi tío, para que entendáis cuán extraño era su comportamiento. Solía ser una persona jovial, alegre pero tranquila, increíblemente polifacética, apasionado en todo lo que hacía, y con una profunda espiritualidad propia. Historiador de profesión, había dedicado su vida a estudiar, como solía decir él, la Historia fuera de la Historia, aquella que había pasado inadvertida y no se había registrado en libros ni periódicos: civilizaciones extintas, sucesos silenciados por algún poder político, militar o religioso; creencias minoritarias, guerras desde el punto de vista de los derrotados, … Estas investigaciones solían ser tan polémicas, que acabó perdiendo su plaza de profesor en la Universidad, pero a cambio obtuvo cierto reconocimiento en foros más sensacionalistas, que le permitía malvivir de sus trabajos.

Sin embargo, aquel día, mi tío se mostraba nervioso, introvertido y áspero.

Puesto que él decía estar ocupado, y en especial, mostraba sus ganas de estar solo, decidimos ir tras la comida a pasar un rato en la playa. El Sol irradiaba un calor abrasador, a la vez que el viento de levante arrastraba millones de pequeños y desagradables granos de arena que golpeaban en la piel. Así, la playa estaba casi vacía, y poco tiempo duramos en ella.

Fuimos al supermercado, a comprar algo de comida y bebida para pasar la noche: lo básico para hacer una ensalada de pasta y una sangría, así como precocinados, pan y cerveza. Estábamos en la cola de la caja, y aunque solo dos personas estaban por delante nuestra, la espera se hacía insoportable, con aquella cajera escuálida de pelos violeta que no paraba de charlar con la clientela, mientras marcaba los productos sin ningún tipo de interés o prisa. El sudor emanaba por cada poro de mi piel en aquel calor sofocante, mientras que aquel hombre, delante nuestra en la cola, con sus 110 kilos de grasa, desprendía una pestilencia que se clavaba en las pituitarias y apenas dejaba respirar.

Ya estábamos pagando cuando a mi prima se le cerraron los párpados lentamente, … y con la misma suavidad, comenzaron a relajársele todos los músculos, para caer violentamente sobre las losetas. Solo Fran había reaccionado a tiempo, amortiguando con las manos el golpe en la cabeza; pero yo había quedado inmóvil durante unos segundos, estupefacto, y apenas pude balbucear cuando María ya estaba en el suelo.


Cuando mi prima despertó, la historia que nos contó nos dejó asustado “Lo último que recuerdo es un horrible calor. Después mi mente entró en un estado de relajación total, y enseguida me vi paseando por un prado verde. Bueno, mejor dicho, lo viví con mis 5 sentidos: escuchaba mis pulmones hincharse por la brisa marina, y el olor de la lavanda se quedaba fresco en la nariz, el césped cosquilleaba en mis pies descalzos, y paladeaba aún una infusión de hierbas y flores. Un cielo nuboso salpicado de gaviotas se divisaba sobre el acantilado, al final del prado, y hacia allí me dirigía”. Después de eso, nos asustamos, y no fuimos a las hogueras de San Juan.

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