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viernes, 14 de septiembre de 2012

Relato 2 de Nunila Rabadán


Una habitación con dos puertas



Odio los circos. Odio a los niños. Y sobretodo odio a esos niños que por encima de todo quieren hacer dinero. Aquel día unos niños me habían perseguido durante horas para atraparme y venderme al circo, porque otro crio más mayor les había dicho que alimentaban a las fieras con los animales que vagabundeaban por las calles en cada ciudad que visitaban y pagaban un buen dinero a quien se los proporcionase.

Si generalmente soy reacio a acercarme a la gente, a partir de ese día cruzo de acera rápidamente si veo que alguien se encamina hacia donde estoy, y aunque este mal decirlo, especialmente si me parece que la figura que lo hace mide menos de un metro cincuenta. No es que tenga nada contra las personas bajitas, realmente desde mi perspectiva ni si quiera lo son, resultan todas inmensas, pero hay que entenderme, no es que haya muchos chavales que midan más de eso sin haber llegado ya a la adolescencia y cambiado su afición de atormentar animales por la de atormentar chicas.

Se trataban de unos mocosos especialmente persistentes y para librarme de ellos no tuve más remedio que salir del barrio. Me dirigí entonces a las afueras y llegué a una de esas zonas residenciales con casitas adosadas idénticas, que recuerdan a inmensos vasitos de petit suisse.

Todo estaba calmado, pero sospechaba que tal vez no hubiese sido una buena idea aventurarme hasta allí. Sí, el número de personas en ese barrio era menor, pero nadie en su sano juicio se iría a vivir a esa zona aislada del mundo sino fuese porque por lo menos contaba con una de esas criaturas insoportables, y para aquel que lo dude, no, no me refiero a un perro.

Mis malos augurios se vieron pronto hechos realidad cuando vi a toda una de esas jaurías con un balón a menos de diez metros.

El instinto de supervivencia se apoderó de mí, y me colé en el jardín más próximo. Tampoco aquel era un lugar seguro y decidí ir hasta el tejado de la casa. Recé porque se tratara del hogar de un loco y no de una familia con hijos, para mi infortunio pronto descubrí que no era así, al ver un par de juguetes perdidos cerca de donde me encontraba.

Cuando me dirigía a la siguiente casa, con la esperanza de encontrar alguna que estuviese vacía un súbito impulso se apoderó de mí, y me hizo volver. ¿Cómo sería la gente que vivía en aquel lugar? ¿Sería distinta a la de mi antiguo barrio?

Con estás preguntas en mente me asomé a una de las ventanas del piso superior. El interior me sorprendió. Era la habitación más aséptica que jamás había visto. No había ningún adorno en las paredes. Ni cuadros, posters ni ningún tipo de adorno. Únicamente una balda  alta que contenía un par de libros. Los muebles eran igual de anodinos, una cama individual, sin cabecero, un pequeño armario, una mesa y una silla. ¿Quién viviría ahí? La respuesta la obtuve al poco de esperar. Una niña de unos nueve años entró tranquilamente en la habitación. El pelo corto y oscuro, y unas grandes gafas de pasta que le cubrían la mayor parte de la cara. La vi dirigirse decidida hacia una de las paredes, sentarse en el suelo y pegar la oreja contra ella.

La observé durante días. Cuando llegaba del colegio no hacia otra cosa. Se sentaba y pegaba la oreja contra esa pared, siempre en el mismo punto. Así pasaba toda la tarde hasta que la avisaban para cenar.

Si al principio fueron sus actos los que me llamaron la atención, más tarde me di cuenta que había personas que tenían un actitud aun más extraña. Sus padres no se preocupaban por ella en toda la tarde, con tal de que no molestase no les importaba lo que hiciese. Ningún niño del barrio llamaba a su puerta para que saliese a jugar. Era un ser extraño en ese mundo. Semejante a un fantasma. Pero aun. Porque todos sabían que existía, pero nadie la veía.

Se convirtió en mi rutina ser el único en observarla. En prestar testimonio de que existía esa niña. De que el mundo tuviese conocimiento de que existía, aunque únicamente fuese el mundo gatuno el  que lo sabía. Y concretamente un solo gato que además era ya por entonces muy viejo.

Poco a poco ella a su vez también empezó a aceptarme en su mundo y comenzó a hablar conmigo y a alimentarme.

El tiempo transcurrió, y llegó su cumpleaños. Me sorprendí cuando me contó lo que les había pedido a sus padres. Una puerta. Una puerta azul de madera. Tal vez la petición sonara aun más inverosímil para ellos cuando les dijo que la quería para colocarla en aquel punto de la pared donde siempre se sentaba. No quería que abriesen un agujero para poder salir o entrar, eso era demasiado ordinario, ella simplemente quería que la colocasen, igual que se coloca un cuadro.

Al final sus padres acabaron accediendo. Era más fácil eso que seguir hablando con ella.

Nuestra rutina cambió a partir de entonces. Ya no llegaba y se sentaba a escuchar que ocurría tras la pared, ahora se pasaba horas escribiendo hojas y más hojas, que posteriormente metía en un sobre e introducía bajo la puerta azul.


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Antes de la llegada de su segundo cumpleaños, la vi insistir durante días a sus padres para que le regalasen una aldaba para la puerta azul.

¾    No es una puerta de verdad.
¾    Claro que lo es. Es una puerta. No guarda ninguna diferencia con las demás de la casa.
¾    Sí que las guarda. Que no da a ningún lado.
¾    Eso no es relevante. Es una puerta. Y una puerta necesita una forma de indicar que quieres entrar. Entrar directamente sería de mala educación.
Vi como está discusión continuaba durante días. Sus padres no se dieron cuenta pero poco a poco los fue convenciendo hasta que su padre, un hombre práctico le preguntó un día.
¾    ¿Y porque una aldaba y no un timbre? Es más moderno y eficaz. Se escucha mucho mejor.
¾    Los timbres tienen tonos irritantes y agudos. Las aldabas tienen clase. Su tono grave dan más seriedad a las visitas.

No hubo más que hablar. Cuando llegó su cumpleaños la volvieron a acompañar hasta la tienda donde escogió un llamador de metal negro que más tarde su padre atornilló.


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Solía tumbarme en su ventana y ella siempre me hablaba. Me convertí en su único amigo. Me narraba las aventuras que viviría cuando se fuese, se iría como el viento, sin avisar. Yo pensaba que para eso faltaba mucho y que cuando tuviese edad para hacerlo yo ya rondaría las calles del cielo.

Me contaba que no importaba que sus padres no la quisieran. Que sus profesores no la vieran o que sus compañeros la detestaran. Nada de eso importaba. Realmente era mejor así, de esa forma podría desaparecer algún día por aquella puerta.

Lo único que siempre lamentaba era dejarme a mí. ¿Quién se ocuparía entonces de un viejo gato como yo?

El tiempo siguió transcurriendo y cada vez hablaba menos del tema. La infantil idea de desparecer tras la puerta se difuminaba como un sueño tras despertar. Pero su mirada se volvía cada que pasaba más triste. Como si el tiempo, cruel señor de la realidad, le robase cada día una parte de sus fantasías. Me apenaba ver como su transformación había comenzado. Como algún día sería un ser sin imaginación como sus padres y vecinos.

Eso no ocurrió.

No hubo señales. Ninguna pelea ni discusión. Simplemente un día, desapareció.

No la vi irse. Nadie la vio. Sin una última frase. Sólo se supo que había entrado en aquella vacía habitación con dos puertas un día y que nunca más salió.

Un tiempo después, sus padres tiraron la puerta azul cuando remodelaron la habitación. Siempre me he preguntado como  a los seres humanos les puede resultar tan fácil borrar así de su vida a alguien. Es una especie realmente cruel o simplemente, será que no tienen memoria. Tienen suerte. Yo todavía la recuerdo.

Lo curioso es que cuando quitaron la puerta, no encontraron tras ella ninguna de las cartas que este observador mudo había visto como introducía por debajo. No había más que polvo y yeso.

Ella se fue sin despedirse. Pero ya me había dicho que nunca lo hacía. Entonces me había parecido bien. Los gatos nunca nos despedimos.

Tal vez, ella también fuese un poco gato.

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