Una
habitación con dos puertas
Odio los circos. Odio a los
niños. Y sobretodo odio a esos niños que por encima de todo quieren hacer
dinero. Aquel día unos niños me habían perseguido durante horas para atraparme
y venderme al circo, porque otro crio más mayor les había dicho que alimentaban
a las fieras con los animales que vagabundeaban por las calles en cada ciudad
que visitaban y pagaban un buen dinero a quien se los proporcionase.
Si generalmente soy reacio a
acercarme a la gente, a partir de ese día cruzo de acera rápidamente si veo que
alguien se encamina hacia donde estoy, y aunque este mal decirlo, especialmente
si me parece que la figura que lo hace mide menos de un metro cincuenta. No es
que tenga nada contra las personas bajitas, realmente desde mi perspectiva ni
si quiera lo son, resultan todas inmensas, pero hay que entenderme, no es que
haya muchos chavales que midan más de eso sin haber llegado ya a la
adolescencia y cambiado su afición de atormentar animales por la de atormentar
chicas.
Se trataban de unos mocosos
especialmente persistentes y para librarme de ellos no tuve más remedio que
salir del barrio. Me dirigí entonces a las afueras y llegué a una de esas zonas
residenciales con casitas adosadas idénticas, que recuerdan a inmensos vasitos
de petit suisse.
Todo estaba calmado, pero
sospechaba que tal vez no hubiese sido una buena idea aventurarme hasta allí.
Sí, el número de personas en ese barrio era menor, pero nadie en su sano juicio
se iría a vivir a esa zona aislada del mundo sino fuese porque por lo menos
contaba con una de esas criaturas insoportables, y para aquel que lo dude, no,
no me refiero a un perro.
Mis malos augurios se vieron
pronto hechos realidad cuando vi a toda una de esas jaurías con un balón a
menos de diez metros.
El instinto de supervivencia
se apoderó de mí, y me colé en el jardín más próximo. Tampoco aquel era un
lugar seguro y decidí ir hasta el tejado de la casa. Recé porque se tratara del
hogar de un loco y no de una familia con hijos, para mi infortunio pronto descubrí
que no era así, al ver un par de juguetes perdidos cerca de donde me
encontraba.
Cuando me dirigía a la
siguiente casa, con la esperanza de encontrar alguna que estuviese vacía un
súbito impulso se apoderó de mí, y me hizo volver. ¿Cómo sería la gente que
vivía en aquel lugar? ¿Sería distinta a la de mi antiguo barrio?
Con estás preguntas en mente
me asomé a una de las ventanas del piso superior. El interior me sorprendió.
Era la habitación más aséptica que jamás había visto. No había ningún adorno en
las paredes. Ni cuadros, posters ni ningún tipo de adorno. Únicamente una
balda alta que contenía un par de
libros. Los muebles eran igual de anodinos, una cama individual, sin cabecero,
un pequeño armario, una mesa y una silla. ¿Quién viviría ahí? La respuesta la
obtuve al poco de esperar. Una niña de unos nueve años entró tranquilamente en
la habitación. El pelo corto y oscuro, y unas grandes gafas de pasta que le cubrían
la mayor parte de la cara. La vi dirigirse decidida hacia una de las paredes, sentarse
en el suelo y pegar la oreja contra ella.
La observé durante días.
Cuando llegaba del colegio no hacia otra cosa. Se sentaba y pegaba la oreja
contra esa pared, siempre en el mismo punto. Así pasaba toda la tarde hasta que
la avisaban para cenar.
Si al principio fueron sus
actos los que me llamaron la atención, más tarde me di cuenta que había
personas que tenían un actitud aun más extraña. Sus padres no se preocupaban
por ella en toda la tarde, con tal de que no molestase no les importaba lo que
hiciese. Ningún niño del barrio llamaba a su puerta para que saliese a jugar.
Era un ser extraño en ese mundo. Semejante a un fantasma. Pero aun. Porque todos
sabían que existía, pero nadie la veía.
Se convirtió en mi rutina ser
el único en observarla. En prestar testimonio de que existía esa niña. De que
el mundo tuviese conocimiento de que existía, aunque únicamente fuese el mundo gatuno
el que lo sabía. Y concretamente un solo
gato que además era ya por entonces muy viejo.
Poco a poco ella a su vez
también empezó a aceptarme en su mundo y comenzó a hablar conmigo y a
alimentarme.
El tiempo transcurrió, y llegó
su cumpleaños. Me sorprendí cuando me contó lo que les había pedido a sus
padres. Una puerta. Una puerta azul de madera. Tal vez la petición sonara aun
más inverosímil para ellos cuando les dijo que la quería para colocarla en
aquel punto de la pared donde siempre se sentaba. No quería que abriesen un
agujero para poder salir o entrar, eso era demasiado ordinario, ella simplemente
quería que la colocasen, igual que se coloca un cuadro.
Al final sus padres acabaron
accediendo. Era más fácil eso que seguir hablando con ella.
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Antes de la llegada de su segundo
cumpleaños, la vi insistir durante días a sus padres para que le regalasen una
aldaba para la puerta azul.
¾
No es una puerta de verdad.
¾
Claro que lo es. Es una puerta. No guarda
ninguna diferencia con las demás de la casa.
¾
Sí que las guarda. Que no da a ningún lado.
¾
Eso no es relevante. Es una puerta. Y una
puerta necesita una forma de indicar que quieres entrar. Entrar directamente
sería de mala educación.
Vi como está discusión continuaba
durante días. Sus padres no se dieron cuenta pero poco a poco los fue
convenciendo hasta que su padre, un hombre práctico le preguntó un día.
¾
¿Y porque una aldaba y no un timbre? Es más
moderno y eficaz. Se escucha mucho mejor.
¾
Los timbres tienen tonos irritantes y agudos.
Las aldabas tienen clase. Su tono grave dan más seriedad a las visitas.
No hubo más que hablar.
Cuando llegó su cumpleaños la volvieron a acompañar hasta la tienda donde
escogió un llamador de metal negro que más tarde su padre atornilló.
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Solía tumbarme en su ventana
y ella siempre me hablaba. Me convertí en su único amigo. Me narraba las
aventuras que viviría cuando se fuese, se iría como el viento, sin avisar. Yo
pensaba que para eso faltaba mucho y que cuando tuviese edad para hacerlo yo ya
rondaría las calles del cielo.
Me contaba que no importaba
que sus padres no la quisieran. Que sus profesores no la vieran o que sus
compañeros la detestaran. Nada de eso importaba. Realmente era mejor así, de
esa forma podría desaparecer algún día por aquella puerta.
Lo único que siempre lamentaba
era dejarme a mí. ¿Quién se ocuparía entonces de un viejo gato como yo?
El tiempo siguió
transcurriendo y cada vez hablaba menos del tema. La infantil idea de
desparecer tras la puerta se difuminaba como un sueño tras despertar. Pero su
mirada se volvía cada que pasaba más triste. Como si el tiempo, cruel señor de
la realidad, le robase cada día una parte de sus fantasías. Me apenaba ver como
su transformación había comenzado. Como algún día sería un ser sin imaginación
como sus padres y vecinos.
Eso no ocurrió.
No hubo señales. Ninguna
pelea ni discusión. Simplemente un día, desapareció.
No la vi irse. Nadie la vio.
Sin una última frase. Sólo se supo que había entrado en aquella vacía
habitación con dos puertas un día y que nunca más salió.
Un tiempo después, sus
padres tiraron la puerta azul cuando remodelaron la habitación. Siempre me he
preguntado como a los seres humanos les
puede resultar tan fácil borrar así de su vida a alguien. Es una especie
realmente cruel o simplemente, será que no tienen memoria. Tienen suerte. Yo
todavía la recuerdo.
Lo curioso es que cuando quitaron
la puerta, no encontraron tras ella ninguna de las cartas que este observador
mudo había visto como introducía por debajo. No había más que polvo y yeso.
Ella se fue sin despedirse.
Pero ya me había dicho que nunca lo hacía. Entonces me había parecido bien. Los
gatos nunca nos despedimos.
Tal vez, ella también fuese
un poco gato.
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