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jueves, 13 de septiembre de 2012

- Relato 8 de Carla G. Mairena


Por Carla G. Mairena.

A Nueva York y a su manera de hacer sonreír al mundo.



El día de la cita amaneció lloviendo, y Angie pensó en que era un mal presagio. Era pleno verano en Nueva York, y de todas las jornadas soleadas de la estación tenía que planear un nubarrón sobre su cabeza precisamente el veinticinco de Julio.
Tenía preparado un vestido de lino blanco que se había comprado para la ocasión, pero si se mojaba parecería más papel que tela, y de ninguna manera se pondría las sandalias descubiertas si no quería terminar con los pies calados. Pero no pensaba deprimirse porque sus perspectivas se torcieran, así que nada más desayunar, Angie rebuscó en su fondo de armario con frenesí, y después de ducharse, se enfundó en unos vaqueros, los únicos limpios que tenía, y en una camiseta blanca a rayas azules.
Eso de ir a lavar la ropa interior en una lavandería no suena muy bien” había dicho su madre cuando supo que no tendría lavadora en el apartamento nuevo. “Pero si es lo que hace todo el mundo en la ciudad” contestó ella entre dientes, odiando el tradicionalismo rural de su familia. Aún así, tuvo que darle la maldita razón a su madre. Se maldijo por no haber hecho la colada el día anterior y tener otra cosa más lustrosa para la entrevista.
Tratando de no pensar mucho en el tema de la ropa, se acercó al tocador de su dormitorio y empezó a maquillarse. Justo cuando estaba aplicándose máscara a las pestañas, un gato con la cola levantada paseó por delante de la cristalera, que daba a una escalera de incendios, y le provocó tal susto que dio un respingo y el pincel le dibujó un arañazo en plena cara. Con una sonrisa cínica, cogió un algodón para quitarse el rímel mientras miraba al gato, que había dejado caer las posaderas en el alféizar del exterior. “Tenía que ser negro”, pensó, emitiendo un gimoteo de resignación.
El gato se lamió una pata y se restregó con ella los morros, girando la cabeza para mirarla. Parecía sonreír cuando sus bigotes se tensaban. Angie se quedó observándolo, clavado sobre sus patas. Se abstrajo pensando en el día que le quedaba por delante.
Su mirada recorrió el dormitorio hasta posarse en la cama, en los dossiers de color negro que contenían parte de su corazón. Quizás estaba cometiendo una locura. A nadie en su sano juicio se le ocurriría perseguir durante un año a la discográfica más importante de Estados Unidos. Y Angie era una de esas personas afortunadas a las que se les concedía una cita como caída del cielo. No podía desaprovecharla porque creyera que el día estaba gafado.
Eran poco más de las nueve y media de la mañana cuando Angie se puso la gabardina, cogió su bolso y apretó contra el pecho los dossiers. Antes de salir del dormitorio miró por última vez la ventana. El gato negro seguía allí sentado, meneando el rabo de un lado a otro, observando las copiosas gotas que caían contra el metal de las escaleras. Al final, antes de abandonar su apartamento, dejó un cuenco de leche fresca en el suelo de la cocina.
Bajó a buen ritmo los siete pisos del edificio por las escaleras de madera vieja, que crujía bajo sus pisadas, y salió a Pineapple Street, que la recibió con una fresca brisa y con el inconfundible olor de pretzels recién hechos en el aire. En el cruce con Columbia Heights se detuvo en uno de los tenderetes ambulantes habituales de la ciudad para comprarse uno y acompañarlo con un café con leche. Y mientras esperaba que el dependiente le sirviera el café, miró a la izquierda para ver Manhattan al otro lado del río. El corazón de Nueva York, inconfundible por sus altos rascacielos, el brillo de los metales y las nubes que acariciaban sus cimas como si fueran de algodón era, sin duda, una de las mejores estampas que había visto nunca.
Sopló el café, y el aroma le llegó de vuelta hasta la nariz, haciéndola sonreír. Angie desayunó aprisa, mientras trotaba hasta el final de Columbia Heights para llegar a la entrada del puente de Brooklyn. La majestuosa estructura sobresalía por detrás de los edificios más bajos de la ciudad. Tenía ganas de atravesar el puente a pie, recorriendo tranquilamente sus casi dos kilómetros de longitud, pero aquel no era el día más indicado para seguir su vena aventurera. En realidad, si no encontraba un taxi en cinco minutos iba a llegar tarde a la cita más importante de su vida.
Oteó alrededor, preocupada. Parecía mentira que, en la Gran Manzana, conocida porque los taxis amarillos abarrotasen las calles, no hubiera ninguno a simple vista. Además, estaba prácticamente a la entrada del puente de Brooklyn, que era uno de los principales atractivos turísticos de Nueva York.
Angie no podía permitirse llegar tarde ese día. No sabía cuánto podía durar una reunión entre un responsable de discográfica y una aspirante a compositor, pero cinco minutos más o cinco minutos menos podían significar la victoria o la derrota. Así que necesitaba que uno de esos típicos taxis neoyorkinos se detuviera ante ella por arte de magia en los siguientes dos minutos o la desesperación se adueñaría de ella.
Y como si el conductor la hubiese escuchado, apareció uno de ellos girando una esquina. Angie estaba tan aliviada que sonrió y cruzó la calle para correr a su encuentro.
Lo que sucedió en el segundo que ella bajó un pie de la acera a la carretera le costó un buen susto. No había mirado a ambos lados antes de cruzar la calle y estuvo a punto de morir bajo las ruedas de una limusina negra que había frenado bruscamente a su izquierda. El morro del vehículo casi le rozaba la cintura cuando Angie se giró, presa del pánico y avergonzada por el claxon del conductor, que la miraba de malos modos por la luna delantera.
—¡Lo siento! —se disculpó, mirándole un instante para después mirar en derredor y darse cuenta de que el taxi había pasado de largo.
—¡No sé qué cómo aprendió usted a cruzar, pero lo normal es que los peatones crucen por los pasos de cebra! —le espetó el conductor de la limusina.
Angie le miró y vio que se había asomado a la ventanilla para hablar con ella. Sin moverse, volvió a murmurar una excusa, alicaída. Y lo peor es que no pasaba ningún otro taxi, y ya iba con retraso como para coger el metro.
—Lo siento, tenía prisa.
—¡Tiene un semáforo a sus espaldas, a diez pasos!
—Iba a coger un taxi —replicó ella entre dientes. Sacudió el bolso con fiereza—. Pero lo he perdido, así que ya da igual.
—Fabuloso. —El conductor puso los ojos en blanco, dándole a entender que sus motivos no le interesaban lo más mínimo—. Ahora si se aparta, podré seguir mi camino. Me pagan por conducir, ¿sabe?
Angie se ruborizó al darse cuenta que no se había movido y reculó sobre sus pasos para montarse en la acera, aún embotada por la impresión. La limusina volvió a ponerse en marcha y avanzó unos metros, pero el semáforo que antes había indicado el conductor se puso en rojo y se detuvo ante el paso de peatones. Ella suspiró, resignada, y mientras su cerebro maquinaba a toda prisa un plan mejor para llegar a Sony Entertainment en menos de media hora teniendo en cuenta sus posibilidades, echó a andar hacia el semáforo para cruzar la calle de manera adecuada.



Había momentos, a pesar de estar tocando el cielo y haber alcanzado la gloria, de haber realizado todos sus sueños y vivir en la perfección, en los que Keith deseaba desaparecer. Cuando estaba abajo, en la nada, no podía ver lo que existía más arriba, ahí, dónde había estado su abuelo y aún seguía parte de su entorno. La euforia de estar en lo más alto le había durado un suspiro. Se había dado cuenta, quizás demasiado tarde, de que estar en la cima no le facilitaba la vida tanto como creía: sólo la disfrazaba de mejor. Estar en las nubes y sentirse asquerosamente rico no le evitaba discutir con sus padres unas quince veces al día, ni le facilitaba que la chica con la que saliese fuera fiel, sincera y poco materialista, ni le libraba de dar explicaciones a los colegas de siempre cuando les fallaba porque una reunión que no le interesaba se anteponía a una fiesta.
Y eso que se decía que la vida de un joven empresario era tan fácil que rozaba la ridiculez. Quizás no tuviera que matarse a trabajar y el hecho de reembolsarse grandes cantidades de dinero estuviera muy bien, pero eso tampoco es que le hiciera feliz. Pero claro, ¿qué sabía el resto de la gente de él? Sólo conocían su apellido y así creían conocerlo al detalle.
Keith debía ser agradecido por las horas de colas, de frío y de hambre que pasaba medio mundo por sólo rozarle. También tenía que sonreír después de las ruedas de prensa, de los conciertos, y a la salida de los restaurantes, para que los periodistas no escribieran críticas que pudieran perjudicar a su carrera. Tenía que sonreír siempre sin sentirlo. Suspiró cuando la limusina dio un frenazo, esperando que no fuera alguna fan enloquecida queriendo acosarle. Se preguntó cuántas veces más tenía que levantarse por la mañana sin ganas de seguir con su vida, pasando por aquel tipo de anécdotas que ya no resultaban divertidas.
“¡Maldita sea, yo también soy una persona!” le había gritado alguna vez a sus padres, con los que apenas hablaba. Trabajaba con personas que sólo le veían como el jefe que podía mandarles a la calle de una patada –“Sí, señor. Como usted ordene, señor” Señor y tenía veinte años. No lo soportaba–. Incluso tenía socios que realmente no le aguantaban. Aquel día había tenido que ir hasta Brooklyn, poniendo todo de su parte, su voluntad y su tiempo, para que un amigo de su abuelo le hiciera perder el tiempo con un negocio que finalmente había cerrado con otra compañía.
Escuchó cómo James, el conductor de su limusina, discutía con una voz femenina y usó el codo para apoyar la cabeza cómodamente en el asiento. Cerró los ojos un momento, pensando en la tediosa reunión que tenía en media hora con algún compositor pomposo, que se pondría pesado para que comprara sus letras a pesar de lo malas, comerciales o infumables que serían. Abrió los ojos, suspirando. Sólo era un chico de veinte años encerrado en una jaula de cristal y deseando salir de la burbuja que le rodeaba, una burbuja asfixiante que se llamaba fama. “Me pregunto cómo sería ser desconocido un solo minuto” recordó la conversación que había tenido con su abuelo la tarde anterior “Debe ser gracioso”.
—Lo siento, tenía prisa.
La voz de una chica le llegó clara y bajó la ventanilla, curioso. Estuvo a punto de preguntarle a James si ocurría algo cuando vio que él parecía discutir acaloradamente con la dueña de la voz por la ventanilla delantera.
—¡Tiene un semáforo a sus espaldas, a diez pasos!
—Iba a coger un taxi. Pero lo he perdido, así que ya da igual.
—Fabuloso. —James metió la cabeza en la limusina y pareció terminar la conversación con ella—. Ahora si se aparta, podré seguir mi camino. Me pagan por conducir, ¿sabe?
La limusina volvió a arrancar, pero pocos segundos después se paró con suavidad en un semáforo. Él bajó la ventana del todo, queriendo disfrutar de la brisa, y entonces se fijó en la chica que había escuchado, que se había parado en mitad de la acera, con las manos en los bolsillos de su pantalón y parecía alicaída. En un reflejo de espontáneo altruismo, se dirigió a ella.
—La parada de taxis queda a unos doscientos metros de aquí, hacia el Este.



La chica volvió la cabeza hacia la limusina. Pensaba que le hablaría el conductor, pero la voz provenía de la ventanilla bajada de la limusina. El ocupante, al que no se le veía del todo la cara por el ángulo de visión, tenía la voz joven y masculina. Angie sonrió con resignación y se encogió de hombros.
—Genial. —murmuró para ella, pero queriendo ser cortés, miró la ventanilla y compuso su mejor sonrisa de simpatía—. Gracias, pero de todas formas ya no necesito coger uno. Siento lo de antes otra vez.
Volvió a echar a andar, pero entonces escuchó cómo se abría una puerta y se detuvo, curiosa. Lejos de creer que saldría de allí una especie de príncipe envuelto en túnicas de seda o algún famoso cantante de pintas góticas, resultaba que el ocupante de la limusina era un chico de lo más normal. De cabello castaño y revuelto, y enormes ojos color oliva que brillaban, tenía una expresión traviesa en el rostro, como la de un niño pequeño.
—¿A dónde quieres ir? —le preguntó con voz amable.
—Iba a Madison Avenue.
Tras una breve pausa de silencio, él suspiró.
—Bien, entonces puedes venir conmigo. Yo también me dirijo a esa zona.
Angie parpadeó, incrédula.
—¿Cómo?
—Necesitas llegar a Madison y pareces tener prisa, ¿no?
—Sí, pero…
—Hay espacio de sobra aquí dentro. Cuanto más tardes en subir, más perderás tú el tiempo y más me lo harás perder a mí.
El chico volvió al interior de la limusina, dejándola estupefacta. Angie reaccionó y tuvo la ridícula sensación de que había alguna cámara oculta a sus espaldas. ¿Qué posibilidad había de que una chica cualquiera saliera a la calle una mañana como otra más y el dueño de una limusina le ofreciera un paseo gratuito hasta su punto de destino?
Definitivamente, no.



Diez minutos después, Angie le miraba desde el sofá anexo con aprensión.
—Creo que nunca voy a poder pagarte el favor, pero muchísimas gracias.
—No tiene importancia. Ya te dije que había mucho espacio y vamos a la misma zona. —Keith estaba leyendo por encima una noticia interior del New York Tribune. “
Angie miró alrededor, sintiéndose como una estrella de cine allí sentada. Nunca había subido a un vehículo de ese calibre. Los asientos eran de cuero negro y olían a nuevo, y los cristales, opacos desde el exterior, brillaban, como si fuera una limusina recién salida de fábrica. Al fondo de las dos filas de asientos había un minibar rebosante de botellines, y sobre él, una pantalla de plasma que estaba encendida. La presentadora del telediario de la mañana de la CNN daba el parte de la última hora con el volumen mínimo.
Era impresionante. No quería parecer una pueblerina después de preguntarle cuánto costaba alquilar una limusina y recibir una respuesta inesperada. “No sé, ésta es mía y está pagada”.
Él llevaba unos jeans oscuros y una camisa blanca a rayas azules abrochada de manera despreocupada, como si realmente no le interesara mucho lo que pensaran de su aspecto.
Pero tenía una limusina, lo que no concordaba mucho con su rebelde aspecto.




—¿Quieres algo para desayunar?
—Oh, no, gracias—cruzaban el puente de Brooklyn tan rápido como permitía el tráfico. “Cuando nos graduemos, alquilaremos una limusina negra. Una clásica, como en las películas de comedia romántica” Su amiga Jane fantaseaba a menudo sobre los coches caros. Al final no habían ido en limusina al Prom. Se moriría de envidia si supiera que estaba paseando gratis dentro de una—. Acabo de tomarme un bollo y un café.
Él se sirvió un zumo. Luego se volvió hacia ella y quedaron frente a frente. Angie juntó aún más los tobillos, algo intranquila. Le incomodaba quedarse en silencio en un lugar tan reducido como un coche con alguien que no conocía de nada.
—No eres de Nueva York, ¿verdad? —dijo él.
—Natural de Nueva Jersey —respondió Angie—. Supongo que tú sí eres de aquí.
—Bueno, vivo aquí por negocios, pero tengo más residencias en las que preferiría estar ahora mismo —Keith lanzó una mirada de soslayo al cielo—. Nueva York tiene un clima que no me gusta para nada. 
—¿Y dónde querrías estar? —Angie había viajado tan poco por el mundo que no se imaginaba otro lugar más impresionante que Nueva York.
—En Miami, quizás. O relajándome en Europa, en las playas de Mykonos. Incluso me plantearía ir hasta Turquía. Cualquier sitio del mundo en el que el Sol asome un poco la cabeza sería fantástico.
—Vaya. —Angie se rió, impresionada— Seguro que todos esos lugares deben ser preciosos, pero aunque yo sólo he salido de Nueva Jersey para venir a Nueva York, estoy segura que aunque recorriera todo el globo terráqueo seguiría pensando que esta ciudad no tiene comparación posible.
—¿Qué tiene de especial Nueva York? Es una ciudad grande y turística, pero como cualquier otra.
—¡De eso nada! —discrepó ella, frunciendo el ceño—. Cada escritor, cada cantante y cada artista del mundo sueñan con venir a probar suerte aquí. Nueva York es arte en movimiento, de punta a punta de sus largas avenidas, desde lo más profundo del Bronx hasta la última calle de Queens. No hay ningún otro sitio del mundo que pueda ofrecer lo mismo que este lugar.
Keith, que la miraba fijamente, sonrió. Se había quedado totalmente impresionado con la pasión que se advertía en su voz. Y sus grandes ojos zafiros, que se hinchaban de orgullo, se clavaron como puñales en su alma.
—¿Quién eres?
—Angie, de Nueva Jersey —se presentó ella, levantando con energía una mano hacia él—. Y te agradezco muchísimo que me hayas salvado el pellejo hoy. ¿Y tú?
Él apretó su mano con elegancia.
—Yo soy Keith, el de la limusina —Angie volvió a reír ante su presentación, divertida—. ¿Y puedo saber qué busca Angie de Nueva Jersey en la mayor Manzana de Estados Unidos?
—Una oportunidad.
—¿Por eso vas a Madison Avenue hoy?
—Sí —Angie se mordió el labio inferior, sin poder contener la emoción—. Tengo una entrevista que puede cambiar mi vida. Soy una privilegiada por ello. Sony Entertainment me dio una cita hace tres meses. Llevo esperando este día con ansiedad desde entonces.
Keith, que había terminado el zumo, dejó el vaso de cristal dentro de un cajón del minibar y volvió a acomodarse cerca de ella.
—Así que vas a presentarle a Sony tus composiciones.
—Así es. —Angie apretó contra el regazo las carpetas que contenían los manuscritos, mil veces reescritos, repasados y corregidos para quedarse, finalmente, con las letras originales; las que de verdad daban vida a las canciones, cómo ella las había creado en su pensamiento— Sé que es difícil, pero tampoco creí nunca que llegaría hasta Nueva York ¡y aquí estoy!
—Pero si Nueva Jersey queda a dos pasos de aquí, como quien dice —dijo Keith, alzando las cejas con confusión.
—No todo el mundo tiene la opción de comprarse como medio de transporte una limusina —repuso ella con voz suave, bajando la mirada. 
Keith supo entrever en sus palabras que Angie venía de una familia humilde. Seguramente era la primera vez que salía fuera de casa. Además, aunque Nueva Jersey era una ciudad, era tan pequeña que el estilo de vida de sus habitantes era muy dispar de la de los neoyorkinos. Siempre había creído que el día que viajara a Nueva Jersey encontraría personajes más rurales e introvertidos; pero Angie había resultado una grata sorpresa.
En realidad, hacía mucho tiempo que Keith no encontraba a nadie tan interesante. Angie era fresca, dinámica, y hablaba con un desparpajo inusual a aquellas horas de la mañana. Vestía de manera sencilla, haciendo que unos sencillos vaqueros le quedaran como un guante y su melena cobriza, aunque alborotada y de aspecto indomable, le enmarcaba la cara de una manera muy atractiva. Pero lo que sin duda más le llamaba la atención era el fuego que brillaba en sus pupilas azules: la pasión, la perseverancia y la determinación.
—¿Por qué te llamaron Angie? —le preguntó Keith, curioso.
Te llamas Angie como la canción”. La respuesta de su madre a la misma impertinente pregunta de una niña de diez años.
—Por esa antigua canción de los Rolling Stones —respondió ella, poniendo los ojos en blanco. Keith no se movió un ápice, pero clavó su mirada en sus ojos—. Ya sabes, Angie.  Angie, Angie, when will those clouds all disappear? Angie, Angie, where will it lead us from here? tarareó la letra de la canción que tan bien se sabía, y después sonrió con cansancio—. Mis padres eran tan fanáticos de los Rolling Stones que decidieron hacerles un homenaje poniéndole a su única hija el nombre de una de sus canciones dedicadas a mujeres. Y era éste o Ruby Tuesday, así que en realidad no he salido tan mal parada.




Keith trató de no cambiar la expresión de su rostro cuando escuchó aquello. El Destino era cruel, sin duda. Había invitado a montar en su limusina a una chica que se llamaba Angie. Como la canción que Keith Richards había dedicado a su primera hija. Quizás no fuera la mejor manera de afrontar el día, con el que había amanecido tan decaído, pero aquella chica había aparecido de la nada para recordarle que aún quedaban personas por las que mecería la pena conservar la simpatía.
¿Y a ti te gustan? —le preguntó.
¿Los Rolling? —Angie torció la boca, disgustada—. Me perdí esa etapa, para mi desgracia. La mejor época de toda la historia de la música. Soy de una generación que apenas entiende de buena música. Si resurgieran ahora todos esos grandes grupos que gobernaron los setenta, la música se tomaría de otro modo. Y posiblemente yo no tendría tantos problemas para que una discográfica se digne a escuchar mis maquetas.
Lo que más raro resultaba de todo eso era que Angie no daba muestras de haberle reconocido. Su imagen no era del todo comercial, sólo los seguidores del estilo rock de las décadas de los setenta y los ochenta habían oído hablar de él. Aunque desde el lanzamiento de su primer disco, cuando los productores decidieron dar el mejor marketing posible al producto usando como campaña el apellido de su abuelo, había poca gente que no hubiera visto su imagen al menos alguna vez, en programas de música, en telediarios, incluso en portadas de revista. Angie no le miraba con alabanza, sino con la desconfianza propia de una desconocida. Como debía ser. Y eso, lejos de amilanarle, le llenó de esperanza.
¿Qué tipo de música escribes tú? —se interesó Keith, lanzando una mirada avispada a las carpetas—. ¿Puedo leer algo? Soy un buen crítico.
Angie dudó. No le gustaba enseñar sus letras a desconocidos por miedo a plagios, o lo que ella consideraba peor, una crítica tan mala que destruyera por completo su carrera y sus ilusiones respecto a ella. Necesitaba ir todo lo fuerte y segura que pudiera a la entrevista con Sony Entertainment para no flaquear ante el más que posible rechazo fulminante de sus canciones, y Keith podría resultar peligroso en ese punto.
Suspiró y le pasó uno de sus dossiers. El misterioso dueño de la limusina llamado Keith se había portado muy bien con ella como para negarle algo así.
Él le agradeció el gesto con una sonrisa deslumbrante y ojeó el documento que iba dentro de la carpeta. Escrito a mano con una letra elegante, hermosa y pulcra, había una canción que llevaba por título Balas. Le causó gracia porque hacía poco había leído una canción que también se llamaba así en alguna parte.
Un título muy peculiar —le dijo, animándola, y después empezó a leer los versos.
Y después del primer párrafo sintió que el estómago se le encogía. No sólo recordaba haber leído una canción con un título similar, sino que había leído la misma letra. Y entonces cayó en la cuenta de a quién llevaba sentada enfrente.
Angie era la compositora con la que tenía una cita. Por eso se dirigía a Madison Avenue, a la sede de Sony Entertainment en Nueva York para una cita a las diez de la mañana. Una cita con él, claro. Ella era la dueña de las canciones que había recibido por correo electrónico la noche anterior con una nota de su manager para que les echara un vistazo y decidiera si alguna le interesara, para quizás incluirla en la proyección del disco del año siguiente.
Sí, definitivamente, el Destino estaba siendo muy cruel con Keith aquel día.



Angie se dio cuenta de que Keith se había quedado muy pálido mientras leía una de sus mejores composiciones y todo en su interior se revolvió. Hasta el momento, sus mayores esperanzas estaban reflejadas en esa canción.
—¿Tan mala es?
—No, no, es muy buena. —respondió Keith, asintiendo con la cabeza. Realmente lo creía. Aquella letra le había gustado desde que la había leído, pero por costumbre, no solía aceptar canciones de compositores a la primera de cambio. Prefería reunirse con los autores y ver cómo eran. Ahora que sabía quién había creado Balas, le gustaba mucho más que antes. Alzó las cejas y fijó la mirada en Angie—. ¿De quién habla la canción?
—¿Tiene que hablar de alguien? —respondió ella con una media sonrisa.
Keith le devolvió la sonrisa de forma automática y bajó la mirada para volver a leerla, esa vez en voz alta.
—Porque desde que estás a mi lado, todo es diferente. No veía que lo sería junto a ti, y eso me está destruyendo. Me arrastras a un pozo tan profundo que la salida se hace cada vez más pequeña.
Angie sintió un escalofrío cuando la voz de Keith, bien modulada y con un toque ronco que sólo permanecía en las voces de aquellos grandes cantantes que habían dejado de serlo, recitó su canción. No sabía que pudiera encontrar más placer escuchando cómo recitaban la composición que componiéndola.
—El camino comienza a hacerse difícil, y no puedes ayudarme. Sólo sigues arrastrándome a la profundidad del poco que creaste. Porque eres como una bala. Concisa, brillante y directa como una bala. Y cuando llegas hasta mí, no hay manera de evitarte. Y después del impacto, dueles. —Keith lanzó un silbido de admiración— Vamos, no me digas que no tenías un motivo para escribir esto.
—Pero no tiene porqué referirse a una persona. Hablaba más bien de la fama.
Él pestañeó.
—¿Cómo?
Angie suspiró y miró por la ventana. La limusina había cogido velocidad atravesando Wall Street. Faltaba cada vez menos para llegar al punto de destino, de aquel pequeño trayecto y del viaje de su vida.
—Verás, Keith. Durante toda mi vida he estado viendo lo que ocurría con personas que perseguían la fama. He tenido amigos que han perseguido lo mismo que yo, y los que lo han conseguido no son más felices ahora. En realidad, su felicidad fue tan efímera que no pudieron disfrutarla antes de caer en una depresión, de tomar el camino de las drogas o aceptar subyugarse a alguien poderoso para sobrevivir. Incluso mi padre quiso probar suerte como director de cine, y sin salir de Nueva Jersey probó las mieles de la fama. Y fueron mieles muy amargas. Las personas desean lo inalcanzable precisamente porque lo es, no porque les guste. Eso es muy triste.
Angie le miró de reojo y se ruborizó. Por algún motivo, él la contemplaba como si se tratara de una escultura de oro, como si fuera lo más impresionante que había visto nunca. Se había quedado paralizado, con la carpeta sujeta entre las manos. Ella se miró las manos y fingió interesarse por sus uñas mientras seguía hablando. Lo más probable era que hablar con esa soltura de un mundo al cual Keith parecía pertenecer no fuera lo más correcto, pero quería dejarle claro el significado de su canción.
—Palabras como fama, riqueza o poder forman parte de los grandes sueños de mucha gente, pero son sueños platónicos. Es curioso, porque todos queremos alcanzar la gloria en un momento de nuestras vidas, pero una vez allí, sólo queremos abandonarla. Quizás por eso sólo quiero ser compositora, y no cantar mis propias creaciones. Yo no quiero que el disparo de esa responsabilidad me toque y no pueda salir de esa espiral oscura. No sé si te lo habrás planteado alguna vez, pero los grandes artistas de todo el mundo deben sentirse muy solos. Los medios de comunicación hablan de sus vidas como si fueran increíbles, pero a mí me parece que se limitan a sobrevivir en medio de una selva comercial de intereses. Al componer Balas quería reflejar todo eso y crear una canción que hablase de algo. De algo de verdad. Hace mucho tiempo que ese tipo de música desapareció del panorama.
Keith permanecía en silencio, y ella, incómoda, se cruzó de brazos.
—¿Y qué opinas tú de eso?
Él cerró el dossier con cuidado y se lo entregó con la misma suavidad que le respondió.
—Yo creo, Angie, que eres una persona muy extraña.
Ella rió, y su sonrisa sonó clara y limpia como el tañido de una campana. Fue entonces cuando Keith agradeció al socio que había perdido que hubiera tenido la descortesía de llamarle para desaprovechar su tiempo yendo de paseo en limusina a Brooklyn.




Angie apenas pudo reaccionar cuando la limusina se detuvo ante la sede de Sony Entertainment, justo diez minutos antes de la hora prevista para su entrevista. El último cuarto de hora de viaje había sido tan entretenido que, por un lado, deseó que hubiera sido más largo. Keith miró por la ventana y después a ella.
—Fin del viaje, señorita. Usted se queda aquí.
—Sí. —Angie se arrimó a la puerta y cogió el tirador, pero no lo accionó. Se colocó un mechón de cabello rebelde por detrás de la oreja y se volvió hacia él— Gracias por el paseo. Ha sido genial.
—Gracias a ti por aceptarlo.
Angie le miró con las mejillas arreboladas, como esperando algo. La detuvo justo antes de que bajase los pies a la acera, tocándole un brazo.
—¿Puedo verte después de tu entrevista para que me cuentes cómo ha ido?
—Seguramente irá muy mal y me encontrarás hecha un mar de lágrimas —le dijo ella, pero sus ojos claros se agitaban de emoción—. Si eso puedes soportarlo y no tienes nada mejor que hacer…
—Me apetecerá mucho verte después —aseguró Keith—. Estoy seguro de que te irá bien, Angie. Ve tranquila. ¿Nos vemos aquí mismo más tarde?
—Sí —Angie se mordió el labio de esa manera tan peculiar en ella—. Hasta luego.
La chica de Nueva Jersey no podía sospechar que, cuando salió de aquella limusina en dirección al edificio con el que soñaba entrar desde hacía tanto tiempo, ya había pasado con gran éxito la entrevista.




Angie revisó por última vez sus dossiers, mentalizándose de la situación, mientras esperaba en la sala de espera a que la recibieran. Al parecer, sus letras iban destinadas a una de las nuevas promesas de la compañía: el nieto del famoso componente de los Rolling Stones, Keith Richards. Cuando el nombre de Keith pasó por su mente, sonrió. Desde luego ella prefería a su Keith de la limusina, aunque éste no tuviera la descendencia de uno de los reyes del rock. Aunque la entrevista fuera un completo desastre, ya no le importaba tanto. El día había tenido su cenit absoluto la anterior media hora.  
Abrió la carpeta que contenía Balas y la leyó, recordando los labios de Keith al recitarla. Tocó con la mano el papel, deseando que su letra tuviera mucha suerte. Angie no quería triunfar a lo grande, ni siquiera le interesaba el dinero que pudiera reembolsarse; sólo quería que sus letras fueran interpretadas por alguien, que se transmitieran acompañadas de una gran voz. Eso era lo más importante de todo. Compartir sus sentimientos con todos aquellos que se sintieran identificados.
Así que esperaba que, en el caso de aceptar la composición, el cantante estuviera a la altura y la interpretara de la mejor manera posible. Que la sintiera cantándola igual que ella sintió que tenía que escribirla.
—Señorita Stones, la recibirán ahora —le dijo la secretaria del despacho al que estaba esperando.
Angie se levantó y la mujer la acompañó hasta el despacho. Temblando como un flan, traspasó la puerta y compuso la mejor de sus sonrisas para aquel que la recibiera.
Pero cuando vio a Keith, su Keith de la limusina, se quedó clavada en el sitio.
Él le sonrió de esa forma tan deslumbrante que parecía característica en él, y con las manos en los bolsillos, en actitud totalmente desenfadada, se volvió hacia su productor y vicepresidente de la compañía de Sony Entertainment en Nueva York, que miraba alegremente a Angie.
—Bueno, Keith, ésta es Angie Stones, la compositora de las canciones que estábamos mirando. Le he dicho que tiene mucho talento, pero lleva varios meses esperando una entrevista contigo. Ya le dije que no podíamos decir nada sin contar antes con tu opinión.
Keith la miró una vez más, y evitó reírse al ver que estaba colorada hasta las cejas.
—No hará falta que nos reunamos para discutir nada. Quiero comprar todas las canciones que ella nos ofrezca. Sus letras son geniales.
—Pero sólo nos ha mandado tres.
—Pues esas tres más las que ella quiera. Quiero que le hagáis un contrato de permanencia con Sony. Trabajará para mí para empezar.
El vicepresidente de la compañía le miraba con precaución, como un médico que examinaba a un paciente que se ha vuelto loco. Conocía a Keith prácticamente desde que era niño, y sabía que no decidía nada sin pensárselo bien. Y que cuando se le metía una idea en la cabeza, no había quién le hiciera cambiar de opinión.
—De acuerdo —suspiró George—. Si la señorita Stones está de acuerdo…
Angie estaba tan abrumada que no sabía qué decir. Se sentía avergonzada como nunca había estado en su vida. Sólo hacía diez minutos que estaba flirteando con sutilidad con un cantante famoso sin saber quién era. Iba a dar media vuelta para salir de allí, pero Keith dio unos pasos hacia ella y volvió a dejarla fuera de juego con su sonrisa.
—No me dijiste que te apellidabas Stones. ¿Qué te parece? Otro atributo más a los Rolling por parte de tu familia, ¿no? —bromeó él.
—A ti se te olvidó contarme que eras nieto de Keith Richards, y lo que es mucho peor, que eras mi futuro jefe —replicó Angie, completamente ofendida.
—Tienes razón, pero no quería que me tratases de otra forma por ser quién era. No todo el mundo se comporta tan natural como eres tú cuando está conmigo, Angie.
—Yo no hubiera cambiado contigo.
Él asintió. Sentía que había estropeado algo que ni había comenzado, y Angie le había gustado de verdad. Aún así, todo aquello había merecido la pena por verla feliz. Se aseguraría de que su sueño se hiciera realidad mientras él pudiera decidir en la compañía.
Entonces, la mano de Angie apareció suspendida en el aire, de la misma manera que se la había ofrecido un rato antes en la limusina.
—Soy Angie Stones, de Nueva Jersey, y nunca podré agradecerte todo lo que has hecho hoy por mí.
—Yo soy Keith Richards, de Inglaterra, y comparto nombre con mi abuelo al igual que tú compartes nombre con mi madre.
—¿Cómo?
—Soy hijo de Dandelion Richards. Dandelion Angela Richards. Y la mujer de la canción por la cual tus padres te llamaron así es ella.
Angie se echó a reír.
—¿Bromeas?
—No —él también se rió.
—No sabía que os conocíais —dijo George, acercándose a ellos.
—En realidad, tenía una cita con la señorita Stones. Una cita fuera de lo profesional, quiero decir —le explicó Keith, y la miró—. Me debe un gran favor.
Angie se dio cuenta de que fuera había empezado a llover, pero al contrario de lo que pensaba cuando había despertado aquella mañana, ningún nubarrón que planeara sobre la ciudad de Nueva York podía frenar los latidos furiosos que golpeaban de emoción su pecho.
—Pero tendremos que hablar de los arreglos de las canciones. No quiero que creas, ni por un segundo, que tu pomposo apellido va a permitirte hacer lo que te dé la gana con mis letras —le dijo ella, con voz seria, y después sonrió.
—Ni se me había pasado por la cabeza —respondió Keith.
Dejando a George preparando un contrato para la chica de Nueva Jersey, salieron del despacho y se dirigieron al ascensor. Esperaron, uno al lado del otro, que la cabina subiera diez pisos en un silencio intenso y dulce. Entonces ella le miró.
—Oye, Keith. ¿Crees que podrías preguntarle a tu abuelo la razón por la que compuso esa canción?
—¿Cuál?
—Angie. Siempre me ha dado curiosidad.
El chico asintió.
—Pues claro. Se lo preguntaré uno de estos días.
Entonces, Keith empezó a cantarla a media voz, y Angie pensó, mientras entraban en el ascensor, que no habría otra voz tan idónea como aquella para transmitir sus sueños al mundo. 

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