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lunes, 10 de septiembre de 2012

Relato 6 de Teresa Salazar

Sintetizado

El local esta iluminado sólo por luces parpadeantes y haces de láser en tonos neón. Sus caderas se agitan unas décimas de segundo por detrás de la música, sin llegar a acompasarse con el ritmo sincopado que sale de los altavoces. El ruido hace temblar el suelo bajo sus tacones. Ha bebido tres vasos de zumo de piña y ron de garrafón. El aire huele a sudor y azúcar artificial.

El brazo de él la agarra por la cintura. Ella siente su pecho contra la espalda desnuda. Su aliento es cálido y su cuerpo está empapado en sudor. Ella pega su cuerpo al de él. La falda de ella se mueve contra la parte delantera de los vaqueros de él. Él comienza a bajar la mano por la curva de su espalda y ella se da la vuelta en sus brazos. Él coloca una pierna entre las de ella, y ambos se mueven contra la música, entrepierna contra entrepierna. Él le aparta el pelo hacia un lado. Le besa el cuello. Él susurra algo en su oído. Ella asiente.

La coge de la muñeca y caminan entre la multitud de cuerpos en movimiento. En el pasillo frente al servicio de mujeres, una mujer apoyada en la pared con la falda arremangada hasta la cintura, tiene las piernas en torno al tórax de un hombre. Ella tiene el pelo rubio platino y las cejas marrones. Su boca roja está abierta, pero ninguno de los dos puede oír nada con el estruendo de la música.

Ella mira a la pareja cuando pasan junto a ellos en dirección al servicio de hombres.

La puerta se abre. El suelo está mojado bajo los tacones de ella. Él la lleva hasta uno de los urinarios. El cilindro del pestillo encaja con dificultad en el agujero taladrado en el marco de la puerta. Mientras ella echa el pestillo, él le levanta la falda.

— Espera — dice ella, girándose. Los codos de él están apoyados en la puerta a ambos lados de ella —. Mejor así.
— Vale. Claro — contesta él.

Se besan por primera vez. La boca de él sabe a tabaco.

Al otro lado de la puerta, la gente entra y sale en el servicio. Desde fuera les llega el ritmo de la música. Hace temblar el gozne de las puertas. Los oídos les pitan. Él baja la camiseta a la mujer y le aparta el sujetador a un lado. Ella levanta la pierna e intenta apoyar el talón en la puerta. El tacón resbala y él le agarra la pierna y la envuelve en torno a su cintura. Su mano sube por el muslo de ella bajo su falda para pellizcarle las nalgas.

— Espera, no hagas eso — ella lo empuja hacia atrás. Se agarra a su camiseta.
— Ya. Vale. ¿Qué pasa?
— Deja eso. Sólo métemela — tiene que alzar la voz para oírse por encima del pitido de sus oídos.
— De acuerdo. Sí.

Él se baja la cremallera. Echa a un lado la ropa interior de ella. En el urinario de al lado, alguien tira de la cadena. A ella se le duerme la pierna. Él la agarra de la cintura. Diez marcas moradas comenzando a formarse bajo la camiseta. Él tiene los ojos cerrados y el entrecejo fruncido. Gruñe con cada empujón hacia delante. Ella le araña la espalda con uñas pintadas verde pistacho. El pestillo se le clava en el costado. A través del tabique llega el sonido de su canción favorita.

Cuando han terminado, ella se baja la falda y se coloca bien la camiseta. Él enciende un cigarrillo. Le pega una calada tras otra. Se lo ofrece a ella. Ella niega con la cabeza. Él le pega una última calada y lo tira al retrete. Ella intenta arreglarse el pelo.

Él intenta volver a besarla. Ella le deja. Su perilla le raspa la cara. Sus manos son suaves y cálidas en sus mejillas.

— Escucha — dije ella cuando se separan —. ¿Quieres mi número?
— Claro — él asiente.
— ¿Seguro? No me digas que lo quieres si no me vas a llamar.
— Te llamaré. De verdad.

Él se saca el móvil del bolsillo. Ella va a dictarle su número, pero él le pregunta su nombre. Se presentan. Se besan en las mejillas y luego en la boca. Él apoya una mano en su nuca y la otra en su cintura. Él baja la mano. Ella se aparta.

— ¿Qué pasa? — pregunta él.
— Nada. Yo. Nada — ella se gira para quitar el pestillo, pero no lo consigue.

Él la aparta al lado suavemente y lo quita. Ella sale del urinario. Un hombre lavándose las manos silba al verla.

— ¿Qué pasa? — repite él.
— Nada. Me tengo que ir.

Él avanza un paso para besarla. Ella ya se ha dado la vuelta para irse. Sale del servicio. La pareja que había contra la pared ha desaparecido. Ella sale del pasillo, mira hacia atrás y se mete entre la multitud. Gente baila a su alrededor. De los altavoces surge el canto de una mujer, alterado por los sintetizadores hasta que sólo es una nota intermitente a cuyo ritmo todos bailan. Ella sale de allí.



Diana echa dos cucharadas de azúcar a su café. Todavía le pitan los oídos. Anoche no se desmaquilló. Ha dejado marcas de máscara de pestañas en la funda de su almohada y en el contorno de sus ojos. El pelo le cae sobre la cara mientras remueve su café. Coge una galleta integral de la caja sobre la mesa de la cocina. Le pega un mordisco y la mastica. Ayer dejó la caja de galletas abierta y las galletas están blandas. Se la traga con un sorbo de café. Le añade otra cucharada de azúcar al café y lo remueve. Pasos vienen del pasillo. Ella guarda la azucarera en el armarito y lo cierra.

— ¿A qué hora llegaste anoche? — dice su madre, entrando en la cocina. Ya se ha alisado el pelo esta mañana. Tiene los ojos delineados con lápiz marrón.
— No lo sé — Diana remueve su café — A las tres, creo.
— ¿No cogerías el coche, no?
— No, no — ella pega los brazos al cuerpo, el vaso de café entre las manos —, Vine en el autobús nocturno.
— A ver cuando te echas un novio con coche. No está la cosa para ir por ahí sola — su madre rebusca en el armarito hasta que encuentra una barrita de cereales —. ¿No le habrás puesto azúcar a eso, no?
— No, no — Diana niega con la cabeza.
— Diana, no me mientas.
— Le he puesto sacarina. De verdad — insiste.

Su madre suspira y mete la barrita de cereales en el bolso.

— Haz lo que quieras — cierra la cremallera de su bolso.
— Mamá.
— No, de verdad, haz lo que quieras — dice, dándose la vuelta para mirar a su hija —. No sé para qué te pago el gimnasio si luego vas y te atiborras de porquerías. ¿Te estás comiendo las galletas que te compré?
— Que sí.
— Sí, claro.
— Mamá — ella levanta la galleta mordida — Me las estoy comiendo. ¿Ves?
— Eso y todo lo que te ponen por delante — contesta, sus tacones golpeando el suelo mientras se aleja por el pasillo hasta su dormitorio.

Diana se agarra al borde inferior de la camiseta de su pijama y lo empuja hacia abajo, sobre su estómago. Su madre regresa llevando un pañuelo de seda en la mano.

— ¿Vas a ir al gimnasio hoy? — pregunta mientras se lo anuda en torno al cuello.
— Sí, mamá.
— Anda, ven aquí y arréglame el pelo — Diana se levanta y le ordena el cabello —. Dile a tu monitor que te haga hacer más bicicleta. Se te está poniendo un culo enorme.
— Vale, mamá — Diana deshace el nudo del pañuelo y lo vuelve a hacer.
— Y cartucheras. Has salido a la madre de tu padre — se pasa las manos por el pañuelo —. ¿Qué tal estoy?
— Muy guapa.

Ella le coloca el pelo a su hija detrás de las orejas. Le toca la cara. La mira.

— Y desmaquíllate, que ya sabes que te salen granos si no — dice, antes de besarle la mejilla y salir de la cocina.
— Vale.
— Y si llama tu padre, dile que necesito que me firme esos papeles cuanto antes — Diana oye a su madre quitar el cerrojo de la puerta de la entrada.
— Se lo diré — contesta, alzando la voz para que la oiga, pero escucha la puerta de la entrada cerrarse antes de que haya terminado la frase.

Diana vuelve a sentarse. Coge el vaso de café. Lo deja sobre la mesa, a un lado. Apoya los brazos en la mesa. Coge la galleta. Le pega un mordisco. La mastica. Traga.

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