Mano de santo, cola de
lagarto, sebo de culebra
Cuando la conocí tomaba siete
medicinas al día entre jarabes, píldoras, pastillas, cremas y
polvos efervescentes. Tenía cuatro médicos de cabecera: uno
general, otro para lo del estómago, otro para lo de la alergia y un
último para lo de la espalda, aunque, sorprendentemente, no tenía a
ningún profesional que le tratara lo de la cabeza. La primera vez
que la vi arrastraba su carrito de la limpieza por la oficina,
empuñando la fregona como empuña su pistola un policía que se sabe
rodeado. Me miró por debajo de unas cejas pintadas a lápiz y me
preguntó si tenía un caramelo.
Me explicó
que no lo quería por gusto, sino porque tenía problemas de azúcar,
pero no, no diabetes, bueno, no oficialmente, que ya se sabe lo que
pasa con los médicos, te hacen mil pruebas, te dicen que estás bien
y a los dos días va y te da un patatús y te mueres, que dime tú
por qué me dan estos mareos si estoy tan bien, si puede saberse, y
yo le contesté que no, que no tenía caramelos, pero que si quería
se podía venirse con los compañeros a tomarse un café. Ella me
dijo que sí.
Desde entonces empezó a venirse con nosotros, aunque nadie sabía muy bien porqué, por que ella café, lo que se dice café, no bebía, que le daba arritmia. Tampoco tomaba leche ni chocolate ni pastelería por lo de la lactosa, que yo creo que algo de la intolerancia esa que dicen en la tele tengo, ni té porque eso a mí me parece muy raro, como mucho deme una manzanilla, pero que no esté muy caliente, pero no le eches hielo, hijo, que eso es malísimo para la garganta.
Tenía con los médicos la clase de relación que te esperas de una telenovela barata o una tragedia antigua, ahora te quiero, ahora no, ni contigo ni sin ti. No había semana en la que no me contara que iba dejado de ir a un médico u otro. Al principio yo solía darle la enhorabuena, pensando que había tenido alguna mejoría, pero pronto descubrí que no, que de mejoría nada, que los que pasaba era que el médico era un inútil y había tenido que cambiarlo por otro. En realidad, a ella tanto le daba un doctor que otro. Para ella eran intercambiables, todos igualmente incompetentes. Se le podría haber presentado Hipócrates ataviado en su túnica de gala y ella habría criticado sus maneras, sus conocimientos, su corona de laurel y su forma de conjugar el verbo 'therapeia'. En su afán coleccionista, a menudo nos preguntaba a qué médicos íbamos. Nosotros nos hacíamos los tontos, no deseándole a nuestros doctores una paciente como Puri.
Considerando el tiempo que se pasaba en salas de espera (Que vaya tela, niña, tres cuartos de hora esperando, llego a estar mala de verdad y me muero allí mismo, imagínate que me hubiese dado un soplo o un qué se yo.), no estaba demasiado interesada en lo que le decían los médicos: Ella sola se bastaba para diagnosticarse, y lo hacía a razón de tres enfermedades a la semana, la cual más rara y poco común que la anterior. Me contaba que a menudo iba a consulta con recortes de artículos de periódico o incluso con textos de medicina, esperando una confirmación de sus sospechas que nunca llegaba.
Era increíble con qué facilidad podía leerse farragosos tratados de medicina en busca de una respuesta, ella que no tenía estudios y bizqueaba al leer. Doña Puri tenía un talento especial para lo que encontrar enfermedades se refería, y esto quedó confirmado cuando pasó lo que nos habíamos estado temiendo en la oficina. Una tarde, cuando salía de trabajar, Doña Puri me contó que a base de mucho ahorrar, se había comprado un ordenador.
Desde entonces empezó a venirse con nosotros, aunque nadie sabía muy bien porqué, por que ella café, lo que se dice café, no bebía, que le daba arritmia. Tampoco tomaba leche ni chocolate ni pastelería por lo de la lactosa, que yo creo que algo de la intolerancia esa que dicen en la tele tengo, ni té porque eso a mí me parece muy raro, como mucho deme una manzanilla, pero que no esté muy caliente, pero no le eches hielo, hijo, que eso es malísimo para la garganta.
Tenía con los médicos la clase de relación que te esperas de una telenovela barata o una tragedia antigua, ahora te quiero, ahora no, ni contigo ni sin ti. No había semana en la que no me contara que iba dejado de ir a un médico u otro. Al principio yo solía darle la enhorabuena, pensando que había tenido alguna mejoría, pero pronto descubrí que no, que de mejoría nada, que los que pasaba era que el médico era un inútil y había tenido que cambiarlo por otro. En realidad, a ella tanto le daba un doctor que otro. Para ella eran intercambiables, todos igualmente incompetentes. Se le podría haber presentado Hipócrates ataviado en su túnica de gala y ella habría criticado sus maneras, sus conocimientos, su corona de laurel y su forma de conjugar el verbo 'therapeia'. En su afán coleccionista, a menudo nos preguntaba a qué médicos íbamos. Nosotros nos hacíamos los tontos, no deseándole a nuestros doctores una paciente como Puri.
Considerando el tiempo que se pasaba en salas de espera (Que vaya tela, niña, tres cuartos de hora esperando, llego a estar mala de verdad y me muero allí mismo, imagínate que me hubiese dado un soplo o un qué se yo.), no estaba demasiado interesada en lo que le decían los médicos: Ella sola se bastaba para diagnosticarse, y lo hacía a razón de tres enfermedades a la semana, la cual más rara y poco común que la anterior. Me contaba que a menudo iba a consulta con recortes de artículos de periódico o incluso con textos de medicina, esperando una confirmación de sus sospechas que nunca llegaba.
Era increíble con qué facilidad podía leerse farragosos tratados de medicina en busca de una respuesta, ella que no tenía estudios y bizqueaba al leer. Doña Puri tenía un talento especial para lo que encontrar enfermedades se refería, y esto quedó confirmado cuando pasó lo que nos habíamos estado temiendo en la oficina. Una tarde, cuando salía de trabajar, Doña Puri me contó que a base de mucho ahorrar, se había comprado un ordenador.
No bien le hube terminado de
configurar el internet cuando se puso a buscar síntomas en el
buscador por defecto del Explorer. Ella, que nunca había usado más
teclado que el de una maquina de escribir antigua que, según me
dijo, había pertenecido a su abuelo, ella, que le decías ratón y
se subía a la silla, no tardó en encontrar un enciclopedia médica
en internet con notas de la clínica Mayo y un foro de consulta con
profesionales de la medicina.
A partir de ese momento, sus médicos estuvieron perdidos. Cada dos por tres me pedía que me pasara por su casa para cambiarle la tinta a la impresora, anda, niña, si es un momento. Yo no sabía decirle que no a ella, con sus ojos hundidos, su cuerpo flaco, sus pañuelos bordados y manos varicosas.
A partir de ese momento, sus médicos estuvieron perdidos. Cada dos por tres me pedía que me pasara por su casa para cambiarle la tinta a la impresora, anda, niña, si es un momento. Yo no sabía decirle que no a ella, con sus ojos hundidos, su cuerpo flaco, sus pañuelos bordados y manos varicosas.
Cada vez que pasaba por sus casa me
encontraba junto a la impresora una pila de papeles impresos por
ambas caras, que no está la cosa para derrochar, llenos de ristras
de síntomas disconexos y diagnósticos igualmente sin sentido. Para
cuando quise darme cuenta me pasaba los viernes en su salón, entre
figuritas de Lladró de rostros tan blancos como el de ella y fotos
de boda con marcos de plata. La primera vez que me pilló mirando una
de las fotos sacó un álbum, y nos pasamos la tarde hablando de su
nieta, que tenía mi edad y nunca la visitaba, pero es que estaba muy
ocupada, la pobre, y encima se había casado con ese animal, que ya
lo había dicho ella, aquel hombre no era trigo limpio.
Unas semanas después me dijo que
había encontrado la solución de todos sus problemas. De sus bolso
se sacó una hoja impresa directamente desde una página web. La hoja
detallaba cómo mediante una mezcla de zumo de limón, miel y varias
hierbas con nombres compuestos, uno podía recuperar la salud.
Medicina natural, me decía ella. Tanta medicina y tanto potingue
raro cuando la salud estaba en la naturaleza, remedios caseros de
toda la vida, como debía ser. Yo la felicité por sus descubrimiento
y me pregunté a dónde llevaría aquello.
La respuesta llegó poco después,
cuando me pidió ayuda para encargar por internet unas capsulas
homeopáticas de arándano que, según me dijo, eran mano de santo.
Después de eso quiso que le encargara unas esencias naturales para
hacerse unos masajes que le sirvieran para drenar la linfa, y luego
que le ayudara a encontrar unas bayas que no eran habichuelas mágicas
pero bien podrían haberlo sido, por la lista de males que decían
remediar. A la sexta vez que vino a pedirme ayuda ya me sabía de
memoria el número de su tarjeta de crédito de tanto escribirlo, y a
la décima le abrí una cuenta de paypal y le enseñé cómo usarla.
Con su nueva independencia, se dedicó
de lleno a la búsqueda de la panacea. Llevaba los bolsillos llenos
de piedras de brillantes colores para equilibrar sus chakras y de su
cuello colgaban amuletos para prevenir el mal de ojo. La acompañé a
pisos destartalados donde señoritas que no hablaban el idioma le
clavaban agujas por todo el cuerpo y quemaban hierbas a su alrededor
para mejorar el flujo de su chi. Se apuntó a cursos que prometían
crecimiento espiritual y la curación del cuerpo.
Pasó el tiempo, y cada vez me pedía
menos ayuda. Dejó de venir a desayunar con nosotros y cuando me la
cruzaba en los pasillos siempre estaba leyendo algún pliego de
papel, algún folleto amarillo fosforito. Al fin, un día, al salir
del trabajo, me dijo que se marchaba. El gurú espiritual al que iba
aquella semana le había revelado que lo que siempre había pensado
que eran cataratas era en realidad una capacidad innata para percibir
las auras de las personas, y habiendo quedado muy impresionado con su
talento, la había invitado a una conferencia en Estados Unidos para
hablar de sus experiencias. Le deseé mucha suerte y le pedí que me
escribiese.
Como prometió, una semana después me
envió una postal. Con su letra redonda de cuaderno de caligrafía me
contó que había abandonado a su gurú porque habían discutido
sobre el significado que tenía un aura de color malva. Pero no
pasaba nada, se apresuraba a decirme, porque alguien en la
conferencia le había recomendado que fuera con ella a una reserva
india, unos ancianos la habían informado de que tenía espíritu de
águila y la habían hecho miembro honorario de la tribu.
De América pasó a África, donde
aprendió a fabricar amuletos a base de semillas y troncos. Luego se
fue a China, convencida de que sus anteriores acupunturistas no
habían sido muy buenas, y más tarde al Tíbet, dónde pasó varias
semanas en un monasterio buscando la iluminación. Y así, como una
pelota ping pong perdida, continuó viajando de punto a punto del
globo terráqueo.
Todavía me llegan postales de Doña
Puri. Me cuenta que ha tomado extraños brebajes para arreglarse lo
del estómago, buscado el remedio de su alergia en selvas amazónicas,
subido montañas para encontrar un remedio para su espalda doblada.
Me cuenta que nada le ha funcionado de momento, pero no pasa nada,
porque le han hablado de otro templo, de otro ermitaño, de otra
fuente de sabiduría ancestral que será mano de santo, esta vez sí
que sí, ya verás.
No hay comentarios:
Publicar un comentario