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domingo, 9 de septiembre de 2012

Relato 2 de Teresa Salazar

Mano de santo, cola de lagarto, sebo de culebra

Cuando la conocí tomaba siete medicinas al día entre jarabes, píldoras, pastillas, cremas y polvos efervescentes. Tenía cuatro médicos de cabecera: uno general, otro para lo del estómago, otro para lo de la alergia y un último para lo de la espalda, aunque, sorprendentemente, no tenía a ningún profesional que le tratara lo de la cabeza. La primera vez que la vi arrastraba su carrito de la limpieza por la oficina, empuñando la fregona como empuña su pistola un policía que se sabe rodeado. Me miró por debajo de unas cejas pintadas a lápiz y me preguntó si tenía un caramelo.

Me explicó que no lo quería por gusto, sino porque tenía problemas de azúcar, pero no, no diabetes, bueno, no oficialmente, que ya se sabe lo que pasa con los médicos, te hacen mil pruebas, te dicen que estás bien y a los dos días va y te da un patatús y te mueres, que dime tú por qué me dan estos mareos si estoy tan bien, si puede saberse, y yo le contesté que no, que no tenía caramelos, pero que si quería se podía venirse con los compañeros a tomarse un café. Ella me dijo que sí.

Desde entonces empezó a venirse con nosotros, aunque nadie sabía muy bien porqué, por que ella café, lo que se dice café, no bebía, que le daba arritmia. Tampoco tomaba leche ni chocolate ni pastelería por lo de la lactosa, que yo creo que algo de la intolerancia esa que dicen en la tele tengo, ni té porque eso a mí me parece muy raro, como mucho deme una manzanilla, pero que no esté muy caliente, pero no le eches hielo, hijo, que eso es malísimo para la garganta.

Tenía con los médicos la clase de relación que te esperas de una telenovela barata o una tragedia antigua, ahora te quiero, ahora no, ni contigo ni sin ti. No había semana en la que no me contara que iba dejado de ir a un médico u otro. Al principio yo solía darle la enhorabuena, pensando que había tenido alguna mejoría, pero pronto descubrí que no, que de mejoría nada, que los que pasaba era que el médico era un inútil y había tenido que cambiarlo por otro. En realidad, a ella tanto le daba un doctor que otro. Para ella eran intercambiables, todos igualmente incompetentes. Se le podría haber presentado Hipócrates ataviado en su túnica de gala y ella habría criticado sus maneras, sus conocimientos, su corona de laurel y su forma de conjugar el verbo 'therapeia'. En su afán coleccionista, a menudo nos preguntaba a qué médicos íbamos. Nosotros nos hacíamos los tontos, no deseándole a nuestros doctores una paciente como Puri.

Considerando el tiempo que se pasaba en salas de espera (Que vaya tela, niña, tres cuartos de hora esperando, llego a estar mala de verdad y me muero allí mismo, imagínate que me hubiese dado un soplo o un qué se yo.), no estaba demasiado interesada en lo que le decían los médicos: Ella sola se bastaba para diagnosticarse, y lo hacía a razón de tres enfermedades a la semana, la cual más rara y poco común que la anterior. Me contaba que a menudo iba a consulta con recortes de artículos de periódico o incluso con textos de medicina, esperando una confirmación de sus sospechas que nunca llegaba.

Era increíble con qué facilidad podía leerse farragosos tratados de medicina en busca de una respuesta, ella que no tenía estudios y bizqueaba al leer. Doña Puri tenía un talento especial para lo que encontrar enfermedades se refería, y esto quedó confirmado cuando pasó lo que nos habíamos estado temiendo en la oficina. Una tarde, cuando salía de trabajar, Doña Puri me contó que a base de mucho ahorrar, se había comprado un ordenador.

No bien le hube terminado de configurar el internet cuando se puso a buscar síntomas en el buscador por defecto del Explorer. Ella, que nunca había usado más teclado que el de una maquina de escribir antigua que, según me dijo, había pertenecido a su abuelo, ella, que le decías ratón y se subía a la silla, no tardó en encontrar un enciclopedia médica en internet con notas de la clínica Mayo y un foro de consulta con profesionales de la medicina.

A partir de ese momento, sus médicos estuvieron perdidos. Cada dos por tres me pedía que me pasara por su casa para cambiarle la tinta a la impresora, anda, niña, si es un momento. Yo no sabía decirle que no a ella, con sus ojos hundidos, su cuerpo flaco, sus pañuelos bordados y manos varicosas.

Cada vez que pasaba por sus casa me encontraba junto a la impresora una pila de papeles impresos por ambas caras, que no está la cosa para derrochar, llenos de ristras de síntomas disconexos y diagnósticos igualmente sin sentido. Para cuando quise darme cuenta me pasaba los viernes en su salón, entre figuritas de Lladró de rostros tan blancos como el de ella y fotos de boda con marcos de plata. La primera vez que me pilló mirando una de las fotos sacó un álbum, y nos pasamos la tarde hablando de su nieta, que tenía mi edad y nunca la visitaba, pero es que estaba muy ocupada, la pobre, y encima se había casado con ese animal, que ya lo había dicho ella, aquel hombre no era trigo limpio.

Unas semanas después me dijo que había encontrado la solución de todos sus problemas. De sus bolso se sacó una hoja impresa directamente desde una página web. La hoja detallaba cómo mediante una mezcla de zumo de limón, miel y varias hierbas con nombres compuestos, uno podía recuperar la salud. Medicina natural, me decía ella. Tanta medicina y tanto potingue raro cuando la salud estaba en la naturaleza, remedios caseros de toda la vida, como debía ser. Yo la felicité por sus descubrimiento y me pregunté a dónde llevaría aquello.

La respuesta llegó poco después, cuando me pidió ayuda para encargar por internet unas capsulas homeopáticas de arándano que, según me dijo, eran mano de santo. Después de eso quiso que le encargara unas esencias naturales para hacerse unos masajes que le sirvieran para drenar la linfa, y luego que le ayudara a encontrar unas bayas que no eran habichuelas mágicas pero bien podrían haberlo sido, por la lista de males que decían remediar. A la sexta vez que vino a pedirme ayuda ya me sabía de memoria el número de su tarjeta de crédito de tanto escribirlo, y a la décima le abrí una cuenta de paypal y le enseñé cómo usarla.

Con su nueva independencia, se dedicó de lleno a la búsqueda de la panacea. Llevaba los bolsillos llenos de piedras de brillantes colores para equilibrar sus chakras y de su cuello colgaban amuletos para prevenir el mal de ojo. La acompañé a pisos destartalados donde señoritas que no hablaban el idioma le clavaban agujas por todo el cuerpo y quemaban hierbas a su alrededor para mejorar el flujo de su chi. Se apuntó a cursos que prometían crecimiento espiritual y la curación del cuerpo.

Pasó el tiempo, y cada vez me pedía menos ayuda. Dejó de venir a desayunar con nosotros y cuando me la cruzaba en los pasillos siempre estaba leyendo algún pliego de papel, algún folleto amarillo fosforito. Al fin, un día, al salir del trabajo, me dijo que se marchaba. El gurú espiritual al que iba aquella semana le había revelado que lo que siempre había pensado que eran cataratas era en realidad una capacidad innata para percibir las auras de las personas, y habiendo quedado muy impresionado con su talento, la había invitado a una conferencia en Estados Unidos para hablar de sus experiencias. Le deseé mucha suerte y le pedí que me escribiese.

Como prometió, una semana después me envió una postal. Con su letra redonda de cuaderno de caligrafía me contó que había abandonado a su gurú porque habían discutido sobre el significado que tenía un aura de color malva. Pero no pasaba nada, se apresuraba a decirme, porque alguien en la conferencia le había recomendado que fuera con ella a una reserva india, unos ancianos la habían informado de que tenía espíritu de águila y la habían hecho miembro honorario de la tribu.

De América pasó a África, donde aprendió a fabricar amuletos a base de semillas y troncos. Luego se fue a China, convencida de que sus anteriores acupunturistas no habían sido muy buenas, y más tarde al Tíbet, dónde pasó varias semanas en un monasterio buscando la iluminación. Y así, como una pelota ping pong perdida, continuó viajando de punto a punto del globo terráqueo.

Todavía me llegan postales de Doña Puri. Me cuenta que ha tomado extraños brebajes para arreglarse lo del estómago, buscado el remedio de su alergia en selvas amazónicas, subido montañas para encontrar un remedio para su espalda doblada. Me cuenta que nada le ha funcionado de momento, pero no pasa nada, porque le han hablado de otro templo, de otro ermitaño, de otra fuente de sabiduría ancestral que será mano de santo, esta vez sí que sí, ya verás.

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