Coñac
Pelayo
se despierta todos los días a las 6 de la mañana, por sí solo, antes de que los
gallos anuncien el alba. Se levanta y va a la letrina del corral. Después se
lava la cara en una palangana que llena previamente con una jarra preparada el
día anterior, y finalmente se viste.
Pelayo
es un niño de 13 años, imberbe, con la piel clara y el pelo moreno oscuro.
Conserva la mirada inocente y la alegría propia de su edad, pero a ratos, una
mueca de preocupación se transluce en su cara, como un pensamiento sombrío que
se hubiese fugado.
Y
todo por culpa de la maldita guerra, guerra civil que le llaman, entre
Republinales y Nacionacanos. Lo cierto es que el frente entre los dos bandos
lleva casi tres años parado a pocos kilómetros de Los Perales, su pueblo, que
para él supone casi todo el mundo conocido; y
a Pelayo le cuesta recordar cómo era la vida antes de la guerra, pero
añora a sus primos, que están en Villa del Arroyo, al otro lado del frente, en
el Nacionacano.
—¡Buenos
días Pelayin!— le saluda su madre cuando entra en la cocina, que está amasando harina
para hacer pan.
—Buenos
días mamá— le contesta Pelayo malhumorado por el diminutivo de Pelayin, que le
contraria en su orgullo de niño que pretende sentirse mayor—.Hoy tocan patatas,
¿no?
—Sí.
Pelayo
coge un saco pequeño de patatas y lo abre sobre otra mesa de la cocina. Toma un
cuchillo, repasa su corte con la piedra de afilar y comienza a pelar patatas
con habilidad. Pelayo odia pelar patatas. Pelayo odia pelar patatas más que
ninguna otra tarea. Y eso que, como sus padres regentan una posada, a veces le
toca limpiar las letrinas y algún que otro vomito. Pero pelar patatas le
resulta sumamente aburrido. Y sobre todo odia la guerra civil, porque por culpa
de la maldita guerra, a él le toca pelar patatas. Pasa cerca de dos horas
pelando patatas, y después desayuna pan con un chorreón de aceite y una
naranja.
—¡Hasta
luego mamá!—se despide cogiendo la maleta de cuero gastado para ir al colegio.
—¡Hasta
luego mi niño!
Durante
el recreo, Pelayo y Pepe (su mejor amigo), juegan a tirar piedras a una lata.
Ambos se sitúan a 20 pasos de distancia, y lanzan una piedra cada uno. Puesto
que ninguno acierta a tirar la lata, apoyada en el murete exterior que delimita
el patio del colegio, se acercan dos pasos hasta la lata y repiten los
lanzamientos. Cuando están a dieciséis pasos, Pelayo tira primero, y la piedra
pasa a menos de un palmo de la lata. A continuación, Pepe hace lo propio, pero
su proyectil pasa mucho más lejos de la diana de hojalata.
—¡No
le darías ni a medio paso!— una voz se burla a sus espaldas, y varias
carcajadas la suceden.
Pepe
se vuelve, apretando otra piedra en la mano y los ojos inyectados en rabia. En
frente, a pocos pasos, Antonio, Carlitos y Orejotas se ríen en actitud
desafiante.
—¡Pues a lo mejor te doy a ti en la nariz!
¡Que es imposible fallar!—replica Pepe iracundo a Antonio, que ostenta una nariz
de bastas proporciones, y era quien se había burlado.
— ¡A
ver si te atreves!—le reta Antonio.
—¡Dejadnos
en paz! ¡No tenéis otra cosa mejor que hacer que venir a molestar!—dice Pelayo.
—No
te molestaríamos si no te juntases con el hijo de un Nacionacano— le contesta Orejotas.
Mientras
Pepe grita que su padre no es un Nacionacano, su puñodescribe un arco hacia
atrás, cogiendo velocidad para proyectar la piedra que contiene en su interior,
pero Pelayo, que esperaba la reacción furiosa de su amigo, le sujeta el brazo
con fuerza.
“No
quiero acabar otra vez en pelea, sería la segunda en este mes”—se dice Pelayo—.
“No me importa que mi padre me dé de un par de azotes, pero no quiero volver a
hacer llorar a mi madre”.
Por
fin, Pepe baja el brazo y se vuelve, alejándose para volver a entrar en clase.
Pelayo le sigue, pero sin hablarle, porque sabe que el orgullo le sangra a
borbotones, y poco puede hacer.
A
sus espaldas, Pelayo escucha las carcajadas y cacareos impunes de Antonio,
Carlitos y Orejotas.
El
edificio de la Posada “Las Flores” había sido construido por el abuelo de
Pelayo, unos cuarenta años atrás: robusto, de dos plantas y con gruesos muros
de piedra afianzados por masilla de construir. Una de las mejores casas del
pueblo.Sus padres, cuando decidieron utilizarlo como posada, hicieron seis pequeñas
habitaciones en la planta superior, y en la inferior dejaron la cocina y un
salón comedor. También construyeron una casita en la parte trasera, con dos
habitaciones, entre el corral y el huerto, donde duermen Pelayo y sus padres.
El
salón comedor está presidido por una larga barra con taburetes, para la gente
que viene a beber, y varias mesas para quien quiera tomar un plato de los
guisos de María Rosa, la madre de Pelayo.Pelayo suele atender detrás de la
barra cuando oscurece, y lo cierto es que le encanta, porque así escucha
historias de mayores.
—¡Chaval!,
relléname el vaso de moscatel— le dice Juan Jesús, un hombre de rostro arrugado
que frecuenta el bar, y está sentado en un taburete en la barra.
¡Ahora
mismo!— contesta Pelayo mientras coge la botella y se sube a una de las cajas
de madera que tiene repartidas a los pies de la barra, para alcanzar a servirle—.
¡Aquí tiene!
>>¿Usted
también señor?—se dirige al otro hombre que acompaña a Juan Jesús, cuyo nombre
no recuerda.
—¡Claro!—
le contesta.
Pelayo
sigue fregando platos en la pila, mientras escucha discretamente la
conversación de los dos únicos clientes, quejándose de como los militares están
requisando ganado cada vez con mayor frecuencia.
Tras
un chirrido de la puerta de la entrada, cuatro hombres uniformados entran
saludando con gesto marcial al grito de “Viva la Republinación”.
—Los
dos hombres sentados en la barra contestan “Viva” con aparente entusiasmo.
Pelayo
susurra un “viva” medio paralizado con la mirada perdida en los fusiles al
hombro de cada hombre uniformado.
—¡Que
pasa chaval! ¿Se te ha comido la lengua el gato?— le increpa el primero de
ellos.
—No
señor— contesta con la cabeza agachada.
¡Ponnos
algo de beber!— dice otro. Los otros dos bromean entre ellos en otro idioma que
Pelayo no reconoce.
—Ahora
mismo señor.
—
Buenas noches señores, ¿que desean tomar?— dice Bernardo haciendo su aparición
por la puerta de la cocina.
>>Pelayo,
sigue tú con los platos, que ya atiendo yo a estos soldados.
La
llegada de su padre tranquiliza a Pelayo, que está acostumbrado a ver
militares, perono a tratar con ellos.
—Viva
la Republinación— repite el soldado con la voz temblorosa por el alcohol.
—¡Viva!—
corea todo el mundo.
De
repente, uno de los soldados extranjeros tropieza y cae al suelo, ebrio. Sus
compañeros rompen en carcajadas, y el otro extranjero, riendo más que nadie,
trata de ayudarle a levantarse, pero también acaba con sus huesos en el suelo.
“Así
nos va en la guerra”—piensa Pelayo, que al igual que su padre y los dos
ganaderos de la barra, tratan de buscar algún nimio quehacer para no mirar la
esperpéntica escena que protagoniza el cuarteto de militares borrachos.
Cuando
por fin cesan las carcajadas, los dos extranjeros consiguen ponerse en pie con
ayuda de los otros dos, recogen sus fusiles desparramados por el suelo y se
vuelven hacia la barra.
—¿Qué
desean tomar?— pregunta el padre de Pelayo que ya tiene alineados cuatro vasos
en el mostrador.
—Cuatro
coñacs— contesta el cabecilla mostrando torpemente cuatro dedos de su mano.
Bernardo
toma la botella de coñac a sus espaldas, casi sin mirar, se la muestra a los
soldados y comienza a servir.
Cuando
está terminando de llenar el primer vaso, el otro soldado le interrumpe:—¿No
tienes nada mejorcito?
—Veré
a ver— contesta Bernardo, que se vuelve a mirar las estanterías a su espalda,
repletas de botellas de vino y licores. Las mira detenidamente durante un rato,
pero finalmente se vuelve y les contesta: —Lo siento, este es el único coñac
que tengo—.
—¡Ah!
¿Siiii?, pues yo estoy viendo una allí arriba— le dice el cabecilla señalando
con la mano hacia el estante superior.
— Déjeme
ver— contesta el padre de Pelayo, que tiene que subirse a una de las cajas de
su hijo y ponerse de puntillas para verla.
>>Pues
no se veía desde aquí>> añade Bernardo ayudándose de una escalerita de
mano para coger la botella de coñac.
—¿No
será que no querías darnos ese coñac a nosotros?— pregunta amenazador el
cabecilla a la vez que eructa.
—No
señor— contesta Bernardo.
—
Este estaba guardándole el coñac bueno a los Nacionacanos— añade el otro
soldado.
—De
verdad, desde dentro de la barra era imposible ver la botella— insiste
Bernardo.
Aunque
su padre parece mantener la calma, a Pelayo le asusta el tono de los soldados,
que parecen descontrolados (los dos extranjeros se han sentado en unas sillas y
se han quedado dormidos).
—¿Qué
te parece compañero?— le dice un soldado a otro.
—Que
es amigo de los Nacionacanos— le contesta el otro.
—Siento
haberles ofendido señores, pero ha sido un error, y en esta casa siempre hemos
apoyado a la causa Republinal— se excusa Bernardo—. Como disculpa, a esta
botella invita la casa.
—Parece
que estás intentando sobornar al Glorioso Ejército de la Republinación— le
contesta el cabecilla, descolgando el fusil del hombro y apuntando a Bernardo.
A Bernardo
se le abren los ojos como platos, no dice nada, no gesticula nada.
A
Pelayo se le detiene el mundo, el corazón deja de latirle, el aliento se le
congela en la boca, los músculos se le contraen petrificados, la imagen del
fusil apuntando a su padre queda paralizada en su retina, y el sonido al
quitarle el seguro se graba en sus tímpanos. Un segundo que parece un siglo. A
partir de ahí, para Pelayo todo ocurre ralentizado, como en una pesadilla: el
otro soldado que también enristra el fusil, el olor de su propia orina que le
resbala caliente por la pierna, los extranjeros que se levantan y contemplan la
escena confusos, las palabras que se le atragantan en la boca, y la
conversación le llega lejana como un eco:
—Me
parece que vamos a ir a dar un paseíllo.
—No
por favor, que está aquí mi hijo.
—No
te preocupes, si quieres nos lo llevamos a él también de paseo.
—¡Por
favor¡
—¡Sal!
—¡Por
favor no!
Pelayo
está tendido en su cama, bocarriba, escudriñando la oscuridad como forma de
contener el terror que le domina. Las escenas del bar desfilan amenazadoras por
su mente: como agarraban a su padre para sacarlo fuera, él lloraba abrazado a
su pierna, uno de los extranjeros lo separa y lo sujeta, otro hombre uniformado
que Pelayo había visto hablando con su padre anteriormente entra en el bar, el
hombre pide que lo suelten, discuten los soldados entre ellos, los soldados que
se marchan llevándose la botella de coñac y dejando a su padre sentado en una
silla, magullado, pero sano y salvo.
Pelayo
sigue aún tan asustado que no es capaz de alegrarse porque su padre sigue vivo.
Todavía predomina el miedo de perder a su admirado padre.
Trata
de distraerse repasando mentalmente la maleta: tres calzoncillos, tres pares de
calcetines, una camisa, un sombrero de paja, la pastilla de jabón, unos
pantalones, la chaqueta de invierno,… Pelayo tiene la sensación de que se le
olvida algo. Su madre le ha dicho que mañana por la mañana abandonan el pueblo,
que se marchan a Los Alamillos, el pueblo de su primo. Lo decidieron hace
varias semanas, porque la cosa cada vez se está poniendo más violenta en el pueblo.
Han hecho los preparativos en secreto, pero hasta hoy no ha podido venir su
primo, con un coche alquilado.
Si
no estuviera tan asustado, Pelayo estaría triste de abandonar Los Perales para
siempre, pero ahora le resultaba indiferente. Tan solo tenía la inquietud de
que se le estaba olvidando algo: tres calzoncillos, tres pares de calcetines,
una camisa, un sombrero de paja, la pastilla de jabón…
AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHH
Un
grito se estremece en la noche. Pelayo salta de la cama como un resorte.
AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAHHHHHHHHHHHHHHHH
Pelayo
no sabe de donde viene el grito, pero cree reconocer la voz de su madre debajo
del alarido. Sale corriendo de la habitación, atraviesa el patio, en
calzoncillos, y se dirige a la habitación de sus padres.
AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAHHHHHHHH
En
cuanto pone la mano en el picaporte de la puerta, un tercer grito desgarra el
silencio.
“Es
mama”, se dice Pelayo.
Entra
en la habitación. Su padre está tirado en el suelo, con los ojos cerrados y el
rostro pálido mirando hacia arriba. Su madre está de rodillas junto a él,
llorándole, dándole palmadas en la cara para que despierte, gritando. Un enorme
charco blancuzco se extiende por el suelo, y en medio del charco hay un vaso
roto en varios pedazos.
Pelayo
pasa casi una hora cavando un agujero en el corral, con Pedro, el primo de su
madre, suficientemente grande para enterrar el cuerpo de su padre, mientras da
vueltas en la cabeza a todo lo acontecido en las últimas horas:“Su madre había visto como, mientras tomaba
un vaso de leche, se le borraba la expresión de la cara, su cuerpo perdía
consistencia hasta chocar contra el suelo, y su alma abandonaba el cuerpo para
siempre. El médico, despertado por Pelayo en mitad de la noche, había dicho que
se trataba de un infarto. Trató de reanimarle, pero fue inútil”.
Colocan
el cuerpo de Bernardo en la zanja, con delicadeza pero sin ceremonias. Le han
puesto el traje de los domingos y unos geranios en el pecho. Bernardo piensa,
por un instante, en el cariño con que su madre cuidaba esos geranios, que
decoraban la entrada a la posada. No hace ni una hora que ha amanecido, y algún
gallo retrasado todavía continúa con su quiquiriquí. Por lo demás, solo se escuchan
los sollozos de su madre. Solo Pelayo, su madre y Pedro están para darle un
último adiós, silencioso, a Bernardo, el posadero de Los Perales, padre,
marido, hermano y amigo; muerto de un infarto, por un susto de muerte.
Después
de unos minutos, Pedro y Pelayo cubren la zanja con tierra, colocan una cruz
improvisada con dos palos y más geranios. No se detienen mucho más de lo imprescindible.
Cargan el coche, un 600 de color beige antiguo, y salen del pueblo, antes de
que la noticia de la muerte de Bernardo llene la posada de gente.
El
coche se aleja por un camino de tierra, convulsionándose con cada bache y con
cada piedra. Una nube de polvo amarillento, asfixiante, se cuela por las
ventanas; pero hace demasiado calor para tener las ventanillas subidas. Pelayo
por fin recuerda con enfado qué le faltaba por echar en su maleta, la navaja
que le había regalado su padre: “Un hombre siempre debe llevar su propia
navaja”, le había dicho por su doce cumpleaños. Un lagrimón le recorre la
mejilla derecha. Se vuelve hacia la ventana de atrás, para que no le vean
llorar. A lo lejos, Los Perales se han convertido en un puñado de diminutas
casas blancas rodeadas de olivares. Pelayo contempla como se va difuminando
cada vez más esa imagen, como queda atrás su pueblo, su padre, su amigo Pepe,
su navaja,… toda su vida. Un bache le hace botar y golpearse la cabeza con el
techo del 600. “Todo menos la guerra”— se dice a sí mismo.
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