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jueves, 13 de septiembre de 2012

Relato 3 de Daniel Morales Muñoz


Coñac
Pelayo se despierta todos los días a las 6 de la mañana, por sí solo, antes de que los gallos anuncien el alba. Se levanta y va a la letrina del corral. Después se lava la cara en una palangana que llena previamente con una jarra preparada el día anterior, y finalmente se viste.
Pelayo es un niño de 13 años, imberbe, con la piel clara y el pelo moreno oscuro. Conserva la mirada inocente y la alegría propia de su edad, pero a ratos, una mueca de preocupación se transluce en su cara, como un pensamiento sombrío que se hubiese fugado.
Y todo por culpa de la maldita guerra, guerra civil que le llaman, entre Republinales y Nacionacanos. Lo cierto es que el frente entre los dos bandos lleva casi tres años parado a pocos kilómetros de Los Perales, su pueblo, que para él supone casi todo el mundo conocido; y   a Pelayo le cuesta recordar cómo era la vida antes de la guerra, pero añora a sus primos, que están en Villa del Arroyo, al otro lado del frente, en el Nacionacano.
—¡Buenos días Pelayin!— le saluda su madre cuando entra en la cocina, que está amasando harina para hacer pan.
—Buenos días mamá— le contesta Pelayo malhumorado por el diminutivo de Pelayin, que le contraria en su orgullo de niño que pretende sentirse mayor—.Hoy tocan patatas, ¿no?
—Sí.
Pelayo coge un saco pequeño de patatas y lo abre sobre otra mesa de la cocina. Toma un cuchillo, repasa su corte con la piedra de afilar y comienza a pelar patatas con habilidad. Pelayo odia pelar patatas. Pelayo odia pelar patatas más que ninguna otra tarea. Y eso que, como sus padres regentan una posada, a veces le toca limpiar las letrinas y algún que otro vomito. Pero pelar patatas le resulta sumamente aburrido. Y sobre todo odia la guerra civil, porque por culpa de la maldita guerra, a él le toca pelar patatas. Pasa cerca de dos horas pelando patatas, y después desayuna pan con un chorreón de aceite y una naranja.
—¡Hasta luego mamá!—se despide cogiendo la maleta de cuero gastado para ir al colegio.
—¡Hasta luego mi niño!


Durante el recreo, Pelayo y Pepe (su mejor amigo), juegan a tirar piedras a una lata. Ambos se sitúan a 20 pasos de distancia, y lanzan una piedra cada uno. Puesto que ninguno acierta a tirar la lata, apoyada en el murete exterior que delimita el patio del colegio, se acercan dos pasos hasta la lata y repiten los lanzamientos. Cuando están a dieciséis pasos, Pelayo tira primero, y la piedra pasa a menos de un palmo de la lata. A continuación, Pepe hace lo propio, pero su proyectil pasa mucho más lejos de la diana de hojalata.
—¡No le darías ni a medio paso!— una voz se burla a sus espaldas, y varias carcajadas la suceden.
Pepe se vuelve, apretando otra piedra en la mano y los ojos inyectados en rabia. En frente, a pocos pasos, Antonio, Carlitos y Orejotas se ríen en actitud desafiante.
 —¡Pues a lo mejor te doy a ti en la nariz! ¡Que es imposible fallar!—replica Pepe iracundo a Antonio, que ostenta una nariz de bastas proporciones, y era quien se había burlado.
— ¡A ver si te atreves!—le reta Antonio.
—¡Dejadnos en paz! ¡No tenéis otra cosa mejor que hacer que venir a molestar!—dice Pelayo.
—No te molestaríamos si no te juntases con el hijo de un Nacionacano— le contesta Orejotas.
Mientras Pepe grita que su padre no es un Nacionacano, su puñodescribe un arco hacia atrás, cogiendo velocidad para proyectar la piedra que contiene en su interior, pero Pelayo, que esperaba la reacción furiosa de su amigo, le sujeta el brazo con fuerza.
“No quiero acabar otra vez en pelea, sería la segunda en este mes”—se dice Pelayo—. “No me importa que mi padre me dé de un par de azotes, pero no quiero volver a hacer llorar a mi madre”.
Por fin, Pepe baja el brazo y se vuelve, alejándose para volver a entrar en clase. Pelayo le sigue, pero sin hablarle, porque sabe que el orgullo le sangra a borbotones, y poco puede hacer.
A sus espaldas, Pelayo escucha las carcajadas y cacareos impunes de Antonio, Carlitos y Orejotas.

El edificio de la Posada “Las Flores” había sido construido por el abuelo de Pelayo, unos cuarenta años atrás: robusto, de dos plantas y con gruesos muros de piedra afianzados por masilla de construir. Una de las mejores casas del pueblo.Sus padres, cuando decidieron utilizarlo como posada, hicieron seis pequeñas habitaciones en la planta superior, y en la inferior dejaron la cocina y un salón comedor. También construyeron una casita en la parte trasera, con dos habitaciones, entre el corral y el huerto, donde duermen Pelayo y sus padres.
El salón comedor está presidido por una larga barra con taburetes, para la gente que viene a beber, y varias mesas para quien quiera tomar un plato de los guisos de María Rosa, la madre de Pelayo.Pelayo suele atender detrás de la barra cuando oscurece, y lo cierto es que le encanta, porque así escucha historias de mayores.
—¡Chaval!, relléname el vaso de moscatel— le dice Juan Jesús, un hombre de rostro arrugado que frecuenta el bar, y está sentado en un taburete en la barra.
¡Ahora mismo!— contesta Pelayo mientras coge la botella y se sube a una de las cajas de madera que tiene repartidas a los pies de la barra, para alcanzar a servirle—. ¡Aquí tiene!
>>¿Usted también señor?—se dirige al otro hombre que acompaña a Juan Jesús, cuyo nombre no recuerda.
—¡Claro!— le contesta.
Pelayo sigue fregando platos en la pila, mientras escucha discretamente la conversación de los dos únicos clientes, quejándose de como los militares están requisando ganado cada vez con mayor frecuencia.
Tras un chirrido de la puerta de la entrada, cuatro hombres uniformados entran saludando con gesto marcial al grito de “Viva la Republinación”.
—Los dos hombres sentados en la barra contestan “Viva” con aparente entusiasmo.
Pelayo susurra un “viva” medio paralizado con la mirada perdida en los fusiles al hombro de cada hombre uniformado.
—¡Que pasa chaval! ¿Se te ha comido la lengua el gato?— le increpa el primero de ellos.
—No señor— contesta con la cabeza agachada.
¡Ponnos algo de beber!— dice otro. Los otros dos bromean entre ellos en otro idioma que Pelayo no reconoce.
—Ahora mismo señor.
— Buenas noches señores, ¿que desean tomar?— dice Bernardo haciendo su aparición por la puerta de la cocina.
>>Pelayo, sigue tú con los platos, que ya atiendo yo a estos soldados.
La llegada de su padre tranquiliza a Pelayo, que está acostumbrado a ver militares, perono a tratar con ellos.
—Viva la Republinación— repite el soldado con la voz temblorosa por el alcohol.
—¡Viva!— corea todo el mundo.
De repente, uno de los soldados extranjeros tropieza y cae al suelo, ebrio. Sus compañeros rompen en carcajadas, y el otro extranjero, riendo más que nadie, trata de ayudarle a levantarse, pero también acaba con sus huesos en el suelo.
“Así nos va en la guerra”—piensa Pelayo, que al igual que su padre y los dos ganaderos de la barra, tratan de buscar algún nimio quehacer para no mirar la esperpéntica escena que protagoniza el cuarteto de militares borrachos.
Cuando por fin cesan las carcajadas, los dos extranjeros consiguen ponerse en pie con ayuda de los otros dos, recogen sus fusiles desparramados por el suelo y se vuelven hacia la barra.
—¿Qué desean tomar?— pregunta el padre de Pelayo que ya tiene alineados cuatro vasos en el mostrador.
—Cuatro coñacs— contesta el cabecilla mostrando torpemente cuatro dedos de su mano.
Bernardo toma la botella de coñac a sus espaldas, casi sin mirar, se la muestra a los soldados y comienza a servir.
Cuando está terminando de llenar el primer vaso, el otro soldado le interrumpe:—¿No tienes nada mejorcito?
—Veré a ver— contesta Bernardo, que se vuelve a mirar las estanterías a su espalda, repletas de botellas de vino y licores. Las mira detenidamente durante un rato, pero finalmente se vuelve y les contesta: —Lo siento, este es el único coñac que tengo—.
—¡Ah! ¿Siiii?, pues yo estoy viendo una allí arriba— le dice el cabecilla señalando con la mano hacia el estante superior.
— Déjeme ver— contesta el padre de Pelayo, que tiene que subirse a una de las cajas de su hijo y ponerse de puntillas para verla.
>>Pues no se veía desde aquí>> añade Bernardo ayudándose de una escalerita de mano para coger la botella de coñac.
—¿No será que no querías darnos ese coñac a nosotros?— pregunta amenazador el cabecilla a la vez que eructa.
—No señor— contesta Bernardo.
— Este estaba guardándole el coñac bueno a los Nacionacanos— añade el otro soldado.
—De verdad, desde dentro de la barra era imposible ver la botella— insiste Bernardo.
Aunque su padre parece mantener la calma, a Pelayo le asusta el tono de los soldados, que parecen descontrolados (los dos extranjeros se han sentado en unas sillas y se han quedado dormidos).
—¿Qué te parece compañero?— le dice un soldado a otro.
—Que es amigo de los Nacionacanos— le contesta el otro.
—Siento haberles ofendido señores, pero ha sido un error, y en esta casa siempre hemos apoyado a la causa Republinal— se excusa Bernardo—. Como disculpa, a esta botella invita la casa.
—Parece que estás intentando sobornar al Glorioso Ejército de la Republinación— le contesta el cabecilla, descolgando el fusil del hombro y apuntando a Bernardo.
A Bernardo se le abren los ojos como platos, no dice nada, no gesticula nada.
A Pelayo se le detiene el mundo, el corazón deja de latirle, el aliento se le congela en la boca, los músculos se le contraen petrificados, la imagen del fusil apuntando a su padre queda paralizada en su retina, y el sonido al quitarle el seguro se graba en sus tímpanos. Un segundo que parece un siglo. A partir de ahí, para Pelayo todo ocurre ralentizado, como en una pesadilla: el otro soldado que también enristra el fusil, el olor de su propia orina que le resbala caliente por la pierna, los extranjeros que se levantan y contemplan la escena confusos, las palabras que se le atragantan en la boca, y la conversación le llega lejana como un eco:
—Me parece que vamos a ir a dar un paseíllo.
—No por favor, que está aquí mi hijo.
—No te preocupes, si quieres nos lo llevamos a él también de paseo.
—¡Por favor¡
—¡Sal!
—¡Por favor no!

Pelayo está tendido en su cama, bocarriba, escudriñando la oscuridad como forma de contener el terror que le domina. Las escenas del bar desfilan amenazadoras por su mente: como agarraban a su padre para sacarlo fuera, él lloraba abrazado a su pierna, uno de los extranjeros lo separa y lo sujeta, otro hombre uniformado que Pelayo había visto hablando con su padre anteriormente entra en el bar, el hombre pide que lo suelten, discuten los soldados entre ellos, los soldados que se marchan llevándose la botella de coñac y dejando a su padre sentado en una silla, magullado, pero sano y salvo.
Pelayo sigue aún tan asustado que no es capaz de alegrarse porque su padre sigue vivo. Todavía predomina el miedo de perder a su admirado padre.
Trata de distraerse repasando mentalmente la maleta: tres calzoncillos, tres pares de calcetines, una camisa, un sombrero de paja, la pastilla de jabón, unos pantalones, la chaqueta de invierno,… Pelayo tiene la sensación de que se le olvida algo. Su madre le ha dicho que mañana por la mañana abandonan el pueblo, que se marchan a Los Alamillos, el pueblo de su primo. Lo decidieron hace varias semanas, porque la cosa cada vez se está poniendo más violenta en el pueblo. Han hecho los preparativos en secreto, pero hasta hoy no ha podido venir su primo, con un coche alquilado.
Si no estuviera tan asustado, Pelayo estaría triste de abandonar Los Perales para siempre, pero ahora le resultaba indiferente. Tan solo tenía la inquietud de que se le estaba olvidando algo: tres calzoncillos, tres pares de calcetines, una camisa, un sombrero de paja, la pastilla de jabón…
AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHH
Un grito se estremece en la noche. Pelayo salta de la cama como un resorte.
AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAHHHHHHHHHHHHHHHH
Pelayo no sabe de donde viene el grito, pero cree reconocer la voz de su madre debajo del alarido. Sale corriendo de la habitación, atraviesa el patio, en calzoncillos, y se dirige a la habitación de sus padres.
AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAHHHHHHHH
En cuanto pone la mano en el picaporte de la puerta, un tercer grito desgarra el silencio.
“Es mama”, se dice Pelayo.
Entra en la habitación. Su padre está tirado en el suelo, con los ojos cerrados y el rostro pálido mirando hacia arriba. Su madre está de rodillas junto a él, llorándole, dándole palmadas en la cara para que despierte, gritando. Un enorme charco blancuzco se extiende por el suelo, y en medio del charco hay un vaso roto en varios pedazos.

Pelayo pasa casi una hora cavando un agujero en el corral, con Pedro, el primo de su madre, suficientemente grande para enterrar el cuerpo de su padre, mientras da vueltas en la cabeza a todo lo acontecido en las últimas horas:“Su madre había visto como, mientras tomaba un vaso de leche, se le borraba la expresión de la cara, su cuerpo perdía consistencia hasta chocar contra el suelo, y su alma abandonaba el cuerpo para siempre. El médico, despertado por Pelayo en mitad de la noche, había dicho que se trataba de un infarto. Trató de reanimarle, pero fue inútil”.
Colocan el cuerpo de Bernardo en la zanja, con delicadeza pero sin ceremonias. Le han puesto el traje de los domingos y unos geranios en el pecho. Bernardo piensa, por un instante, en el cariño con que su madre cuidaba esos geranios, que decoraban la entrada a la posada. No hace ni una hora que ha amanecido, y algún gallo retrasado todavía continúa con su quiquiriquí. Por lo demás, solo se escuchan los sollozos de su madre. Solo Pelayo, su madre y Pedro están para darle un último adiós, silencioso, a Bernardo, el posadero de Los Perales, padre, marido, hermano y amigo; muerto de un infarto, por un susto de muerte.
Después de unos minutos, Pedro y Pelayo cubren la zanja con tierra, colocan una cruz improvisada con dos palos y más geranios. No se detienen mucho más de lo imprescindible. Cargan el coche, un 600 de color beige antiguo, y salen del pueblo, antes de que la noticia de la muerte de Bernardo llene la posada de gente.
El coche se aleja por un camino de tierra, convulsionándose con cada bache y con cada piedra. Una nube de polvo amarillento, asfixiante, se cuela por las ventanas; pero hace demasiado calor para tener las ventanillas subidas. Pelayo por fin recuerda con enfado qué le faltaba por echar en su maleta, la navaja que le había regalado su padre: “Un hombre siempre debe llevar su propia navaja”, le había dicho por su doce cumpleaños. Un lagrimón le recorre la mejilla derecha. Se vuelve hacia la ventana de atrás, para que no le vean llorar. A lo lejos, Los Perales se han convertido en un puñado de diminutas casas blancas rodeadas de olivares. Pelayo contempla como se va difuminando cada vez más esa imagen, como queda atrás su pueblo, su padre, su amigo Pepe, su navaja,… toda su vida. Un bache le hace botar y golpearse la cabeza con el techo del 600. “Todo menos la guerra”— se dice a sí mismo.





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