De
nuevo se oían gritos. Como siempre procedían del cuarto piso. La madre y la
hija volvían a discutir.
¾
¿Por
qué eres siempre tan desagradable?
¾
¿Qué
he hecho ahora?
¾
Le
has cerrado la puerta al vecino en sus narices.
¾
¿Qué
hablas?
¾
Te
he visto yo misma.
¾
Es
mayor, seguro que no me ha visto, además tarda mucho en andar y yo tenía prisa.
¾
Es
mayor y cojea. ¿Como puede una hija mía ser tan maleducada e insensible?
La
hija salió del piso dando un portazo. Al bajar las escaleras se detuvo al oír el
ruido amortiguado de un bastón al golpear contra las losas de la entrada. Era el
vecino. Iba cargada con bolsas, pero ella esperó en lo alto de la escalera para
que no la viese. Cuando por fin vio que se había metido en el ascensor observo
que algo se le había caído. Se trataba de un cuaderno. Bajó de un salto
rápidamente y lo cogió
Como todos siempre me supuse
conocedor de las grandes verdades del universo. Yo, afirmaba para mí mismo,
entendía… No. No entendía, sabía, que la vida era mucho más sencilla de cómo
nos la pintan. Las cosas sí que eran blancas o negras, ciertamente había algunos
matices grises, pero eran los de menos. Al bueno se le reconocía fácilmente al
igual que al malo. Las personas alegres sonreían y las tristes lloraban.
Era como un niño. Con
treinta años, pero un niño.
Cuando la vi, ni siquiera me
llamó la atención. Era una de esas chicas gorditas y bajas con gafas, de las
que hay tantas y en las que nunca nos fijamos. Una más. De las que presuponemos
son agradables al trato, pero nunca interesantes. De las que escriben
sentimientos en hojas de papel, y se ofrecen a ayudarte siempre a cambio de
apenas unas palabras amables, porque tienen conocimiento de que nunca podrán
enfrentarse a esas diosas de cuerpos esculturales que las rodean allá por dónde
van.
Yo y mi estúpida
arrogancia.
Ella no era así. Era mayor
que las demás. No físicamente, pero algo dentro de ella era mayor. No es como
algunas personas que se autodefinen poseedoras de un “alma antigua”, esa
afirmación siempre me ha parecido banal. Tal vez, no fuera madurez lo que
encontré en su mirada. Tal vez, únicamente vi que hacía tiempo algo se había
roto. Ahora sólo quedaba aquel joven cuerpo donde debiera estar una muchacha
como las demás. Si la vida hubiese sido distinta, tal vez ella también hubiese
sido una de esas diosas.
Me sorprendió que nadie
antes que yo lo hubiese notado. Sí, en su boca siempre brillaba una sonrisa,
nunca se enfadaba y convertía en comedia cualquier situación. Pero sus ojos.
Aquellos intensos y grandes ojos, que no destacaban por su color. Aquellos ojos
marrones y corrientes encerraban una soledad que me angustiaban.
Un tiempo después, vi en su
casa una foto de cuando era pequeña, de esas que nos hacían a todos en el
colegio. Allí, entre sus compañeros no me resultó difícil encontrarla. Apenas
tendría cinco años, pero allí estaban ya. Aquellos tristes ojos marrones
conocedores del destino que le aguardaban, o quién sabe, de lo que ya había
comenzado.
Su semblante mantenía
siempre la misma expresión amable y divertida. Únicamente variaba en soledad,
o cuando algún adulto sentenciaba que la
vida era fácil o cualquier otra estupidez. Entonces podía verse en sus ojos un
brillo de superioridad e envidia. La superioridad de alguien que en poco tiempo
ha conocido una tragedia mayor de la que aquel adulto tan seguro de sí mismo
jamás llegará a conocer. Envidia por eso mismo, por una vida donde lo más
crítico sea la muerte de una mascota o el no poder comprarse el último capricho
que se desea.
La
muchacha cerró el libro, se levanto y se dirigió a la cocina donde se
encontraba su madre.
¾
Mama
¿Quedan pastas de las que has preparado?
¾
Sí.
Están en la despensa.
¾
Voy
a coger unas cuantas y llevárselas a la vecina ¿te parece?
¾
¿Estás
segura?
¾
Sí.
Hay algo que quiero devolverle.
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