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viernes, 14 de septiembre de 2012

Relato 7 de Nunila Rabadán


De nuevo se oían gritos. Como siempre procedían del cuarto piso. La madre y la hija volvían a discutir.
¾    ¿Por qué eres siempre tan desagradable?
¾    ¿Qué he hecho ahora?
¾    Le has cerrado la puerta al vecino en sus narices.
¾    ¿Qué hablas?
¾    Te he visto yo misma.
¾    Es mayor, seguro que no me ha visto, además tarda mucho en andar y yo tenía prisa.
¾    Es mayor y cojea. ¿Como puede una hija mía ser tan maleducada e insensible?


La hija salió del piso dando un portazo. Al bajar las escaleras se detuvo al oír el ruido amortiguado de un bastón al golpear contra las losas de la entrada. Era el vecino. Iba cargada con bolsas, pero ella esperó en lo alto de la escalera para que no la viese. Cuando por fin vio que se había metido en el ascensor observo que algo se le había caído. Se trataba de un cuaderno. Bajó de un salto rápidamente y lo cogió

Como todos siempre me supuse conocedor de las grandes verdades del universo. Yo, afirmaba para mí mismo, entendía… No. No entendía, sabía, que la vida era mucho más sencilla de cómo nos la pintan. Las cosas sí que eran blancas o negras, ciertamente había algunos matices grises, pero eran los de menos. Al bueno se le reconocía fácilmente al igual que al malo. Las personas alegres sonreían y las tristes lloraban.
Era como un niño. Con treinta años, pero un niño.
Cuando la vi, ni siquiera me llamó la atención. Era una de esas chicas gorditas y bajas con gafas, de las que hay tantas y en las que nunca nos fijamos. Una más. De las que presuponemos son agradables al trato, pero nunca interesantes. De las que escriben sentimientos en hojas de papel, y se ofrecen a ayudarte siempre a cambio de apenas unas palabras amables, porque tienen conocimiento de que nunca podrán enfrentarse a esas diosas de cuerpos esculturales que las rodean allá por dónde van.
Yo y mi estúpida arrogancia.  
Ella no era así. Era mayor que las demás. No físicamente, pero algo dentro de ella era mayor. No es como algunas personas que se autodefinen poseedoras de un “alma antigua”, esa afirmación siempre me ha parecido banal. Tal vez, no fuera madurez lo que encontré en su mirada. Tal vez, únicamente vi que hacía tiempo algo se había roto. Ahora sólo quedaba aquel joven cuerpo donde debiera estar una muchacha como las demás. Si la vida hubiese sido distinta, tal vez ella también hubiese sido una de esas diosas.
Me sorprendió que nadie antes que yo lo hubiese notado. Sí, en su boca siempre brillaba una sonrisa, nunca se enfadaba y convertía en comedia cualquier situación. Pero sus ojos. Aquellos intensos y grandes ojos, que no destacaban por su color. Aquellos ojos marrones y corrientes encerraban una soledad que me angustiaban.
Un tiempo después, vi en su casa una foto de cuando era pequeña, de esas que nos hacían a todos en el colegio. Allí, entre sus compañeros no me resultó difícil encontrarla. Apenas tendría cinco años, pero allí estaban ya. Aquellos tristes ojos marrones conocedores del destino que le aguardaban, o quién sabe, de lo que ya había comenzado.
Su semblante mantenía siempre la misma expresión amable y divertida. Únicamente variaba en soledad, o  cuando algún adulto sentenciaba que la vida era fácil o cualquier otra estupidez. Entonces podía verse en sus ojos un brillo de superioridad e envidia. La superioridad de alguien que en poco tiempo ha conocido una tragedia mayor de la que aquel adulto tan seguro de sí mismo jamás llegará a conocer. Envidia por eso mismo, por una vida donde lo más crítico sea la muerte de una mascota o el no poder comprarse el último capricho que se desea.
La muchacha cerró el libro, se levanto y se dirigió a la cocina donde se encontraba su madre.
¾    Mama ¿Quedan pastas de las que has preparado?
¾    Sí. Están en la despensa.
¾    Voy a coger unas cuantas y llevárselas a la vecina ¿te parece?
¾    ¿Estás segura?
¾    Sí. Hay algo que quiero devolverle.

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