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jueves, 13 de septiembre de 2012

- Relato 7 de Carla G. Mairena


Habían quedado en la cafetería de siempre, salvo que ella llegó media hora antes porque había salido temprano del trabajo. Cuando Rob entró en el local, fue directo a la mesa que ocupaban por costumbre. Elsa le esperaba, con su tradicional chocolate caliente a medias, el plato bajo la taza con alguna mancha de su adorable torpeza y las migas de un cruasán recién comido.
—Hola —la saludó con un beso en la mejilla. Luego se sentó a su lado y levantó la mano para llamar la atención del camarero—. ¿Qué tal hoy?
—Como todos los días. ¿Y tú?
—Sin novedad. Esa oficina está cada vez más aburrida.
Ella jugueteó con el anillo de compromiso que llevaba en el dedo anular, mano derecha. Era un rubí muy brillante que simbolizaba el compromiso entre la pareja. De eso hacía ya dos años. La boda no llegaba, aunque no había ningún problema aparente más que las ocupaciones de unos y otros, la falta de tiempo, la pesadez de la organización de una ceremonia para varios cientos de invitados que ni conocían. Se lo tomaban bien, con calma. Llevaban juntos diez años y no había  necesidad de apresurarse en una cuestión tan simple. Para Elsa y Rob, el matrimonio estaba sobrevalorado y se trataba de un mero trámite burocrático. Nada de romanticismo por el medio.
—¿Hace mucho que llegaste? —Rob se deshizo de la bufanda de lana que tenía alrededor del cuello. Era un invierno duro.
—Sí. He estado aquí, ojeando el periódico —Elsa pasó las páginas del diario con desinterés. Ya lo había leído de arriba abajo—. ¿Sabes? En la mesa de la izquierda —la señaló. Estaba vacía, con los restos latentes de que hacía pocos minutos había estado ocupada— había una pareja de nuestra edad y estaban hablando tal alto que toda la cafetería nos enterábamos de sus problemas.
—Esa clase de gente ruidosa, ¿no?
—Sí.
—Ha debido de ser desagradable —Rob sonrió al camarero cuando le trajo un cortado.
—No tanto. A mí me pareció interesante en algunos aspectos. Verás, no parecían ese tipo de gente. Iban bien vestidos, él muy apuesto y ella una joven atractiva. Empezaron a discutir de repente. Bueno, más bien, la mujer hablaba y su acompañante hacía como que escuchaba.
Rob asintió con desinterés. Absolutamente igual que aquel hombre que no parecía valorar demasiado la suerte que tenía.
—Entonces era una discusión de enamorados. Qué típico —comentó Rob.
—Ella parecía dolida —repuso Elsa—. “Nunca me escuchas” decía sin parar.
—Una cafetería no es el lugar más apropiado para discutir ese tipo de cosas. ¿No pueden hacerlo en su casa?
Elsa se encogió de hombros. Su pareja notó algo extraño en su comportamiento. Elsa no solía sonreír, pero siempre le dedicaba una sonrisa cuando llegaba al café. Tampoco era divertida, más bien seria; pero era como si estuviera enfadada o dolida. 
—¿Ocurre algo?
—Lo que ha pasado me ha hecho pensar en algunas cosas.
—Solo fue una discusión de un par de desconocidos —objetó él.
—Sí, pero me he sentido identificada.
Rob bebió café y después la miró con atención.
—A ver, ¿qué podrías encontrar interesante en una conversación así para que digas que te sientes identificada? Tú y yo no tenemos problemas.
 —No sé porqué, solo me vi reflejada en ello. Él empezó a decir “Nunca estás contenta con nada. Todo está bien pero te empeñas en buscar dificultades”. “Eso no es cierto, lo que pasa que es más sencillo afirmar algo así que escuchar lo que quiero decirte” —le respondió ella—. “Claro que son todo problemas. Llevamos teniendo problemas mucho tiempo y estás tan ciego que eres incapaz de verlo”. Curiosamente, después de algo tan gordo, él seguía sin inmutarse. Cualquier otro hombre sabría que ella estaba a punto de dejarle, ¿verdad, Rob?
—No lo sé, Elsa.
—Eso mismo le dijo él. “No sé lo que quieres decir. Nunca sé por dónde quieres ir” le dijo el chico, mirándola con enfado.
—Tampoco era el lugar más apropiado.
—“No es lo más apropiado” —dijo Elsa—. Eso también lo dijo. ¿Sabes lo que dijo ella? “Nunca habrá lugar apropiado si ni siquiera hablamos en nuestra propia casa”. Ella sonaba muy enfadada, en serio.
—A saber porqué —Rob le cogió el periódico y empezó a ojearlo.
—Luego empezó a hablar de niños. “Yo quiero tenerlos. Los quiero ya” —decía ella—. “Se nos está pasando el tiempo entre las manos y un día nos daremos cuenta de que ya se ha hecho tarde”. Él empezó a hablar de sus obligaciones. Demasiado trabajo y tan poco tiempo para formar una familia. “¿Cuál es el sentido de esto, entonces? —ella le bombardeaba a preguntas. Era tan intensa—. “¿Es que no me quieres?”. No me preguntes porqué, pero yo le hubiera preguntado lo mismo.
—No hace falta tener hijos para demostrar que se ama a otra persona, Elsa. Nosotros aún no tenemos familia.
—Ella quería tener, de eso no cabe duda. Algo no funcionaba con él.
—No te debería de importar lo que pase con una pareja de desconocidos —repuso Rob—. ¿Qué más da?
—Él dijo: “No puedo centrar mi vida en darte hijos”, pero yo creo que más bien quiso decir “No puedo centrar mi vida en ti”. Y creo que ella lo entendió de la misma manera. Se le apagó la mirada y se quedó callada un buen rato. Tanto tiempo que él se comió un cruasán más grande que el mío.
—¿Y ya está? —preguntó Rob. La historia había conseguido llamar su atención.

Elsa seguía jugueteando con su anillo de compromiso, sintiendo que el oro le asfixiaba el dedo y que el rubí pesaba una tonelada. Después de unos diez minutos en silencio, las palabras se escaparon por su garganta sin ninguna opción.
—¿Sabes lo que ella le dijo? “Deberíamos terminar aquí”. Y acto seguido, se levantó, se quitó el anillo de compromiso y lo tiró sobre la mesa —Elsa suspiró—. Y ahí sigue.
Rob se fijó en la mesa. Vio una pequeña alianza de oro brillando a la luz de la lámpara que caía cenital sobre el lugar. No había persona en la cafetería que no pensara en el anillo maldito.
—¿Ha dejado ahí el anillo?
—Tal cual.
—¿Y él no lo ha recogido?
—¿Por qué habría de hacerlo? Ya no es nada suyo. Al principio pensé que ella se había vuelto loca y que no podía romper así una relación de… ¿años? Supongo que tantos como nosotros. Es como levantarse un día y pensar “hoy voy a romper con todo y al traste con las consecuencias”. Solía pensar que la gente que actuaba así eran pobres desgraciados con vidas sin rumbo. Eso creía el primer minuto sobre ella, pero después…
—Después, ¿qué?
—¿Sabes lo que pienso realmente de ella? Que ha sido muy valiente.
Elsa siguió girando el anillo, y Rob atisbó un ademán de quitárselo del dedo. Vio duda bailar en sus ojos azules, pero después, ella se recompuso y se olvidó del anillo.
—¿Elsa?
—¿Sí?
—¿Va todo bien?
—Sí, cariño —le puso la mano sobre el brazo, como siempre que quería un poco de su atención—. ¿Has terminado el café? ¿Podemos irnos? Empieza a hacer frío y tengo ganas de volver a casa.
Como en los últimos diez años, saldrían de allí y repetirían una rutina cómoda de la que ninguno escaparía. Una espiral viciosa de conformidad que se alargaría durante décadas y durante las cuales Elsa repasaría a menudo esa anécdota en su mente. Y se preguntaría donde había dejado su valentía.

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