Habían quedado en la cafetería de siempre, salvo que
ella llegó media hora antes porque había salido temprano del trabajo. Cuando
Rob entró en el local, fue directo a la mesa que ocupaban por costumbre. Elsa le
esperaba, con su tradicional chocolate caliente a medias, el plato bajo la taza
con alguna mancha de su adorable torpeza y las migas de un cruasán recién
comido.
—Hola —la saludó con un beso en la
mejilla. Luego se sentó a su lado y levantó la mano para llamar la atención del
camarero—.
¿Qué tal hoy?
—Como todos los días. ¿Y tú?
—Sin novedad. Esa oficina está cada vez más
aburrida.
Ella jugueteó con el anillo de compromiso que
llevaba en el dedo anular, mano derecha. Era un rubí muy brillante que simbolizaba
el compromiso entre la pareja. De eso hacía ya dos años. La boda no llegaba,
aunque no había ningún problema aparente más que las ocupaciones de unos y
otros, la falta de tiempo, la pesadez de la organización de una ceremonia para
varios cientos de invitados que ni conocían. Se lo tomaban bien, con calma.
Llevaban juntos diez años y no había
necesidad de apresurarse en una cuestión tan simple. Para Elsa y Rob, el
matrimonio estaba sobrevalorado y se trataba de un mero trámite burocrático.
Nada de romanticismo por el medio.
—¿Hace mucho que llegaste? —Rob se deshizo de la
bufanda de lana que tenía alrededor del cuello. Era un invierno duro.
—Sí. He estado aquí, ojeando el periódico —Elsa
pasó las páginas del diario con desinterés. Ya lo había leído de arriba abajo—.
¿Sabes? En la mesa de la izquierda —la señaló. Estaba vacía, con los restos
latentes de que hacía pocos minutos había estado ocupada— había una pareja de
nuestra edad y estaban hablando tal alto que toda la cafetería nos enterábamos
de sus problemas.
—Esa clase de gente ruidosa, ¿no?
—Sí.
—Ha debido de ser desagradable —Rob sonrió al
camarero cuando le trajo un cortado.
—No tanto. A mí me pareció interesante en
algunos aspectos. Verás, no parecían ese tipo de gente. Iban bien vestidos, él
muy apuesto y ella una joven atractiva. Empezaron a discutir de repente. Bueno,
más bien, la mujer hablaba y su acompañante hacía como que escuchaba.
Rob asintió con desinterés. Absolutamente igual
que aquel hombre que no parecía valorar demasiado la suerte que tenía.
—Entonces era una discusión de enamorados. Qué
típico —comentó Rob.
—Ella parecía dolida —repuso Elsa—. “Nunca me
escuchas” decía sin parar.
—Una cafetería no es el lugar más apropiado para
discutir ese tipo de cosas. ¿No pueden hacerlo en su casa?
Elsa se encogió de hombros. Su pareja notó algo
extraño en su comportamiento. Elsa no solía sonreír, pero siempre le dedicaba
una sonrisa cuando llegaba al café. Tampoco era divertida, más bien seria; pero
era como si estuviera enfadada o dolida.
—¿Ocurre algo?
—Lo que ha pasado me ha hecho pensar en algunas
cosas.
—Solo fue una discusión de un par de
desconocidos —objetó él.
—Sí, pero me he sentido identificada.
Rob bebió café y después la miró con atención.
—A ver, ¿qué podrías encontrar interesante en
una conversación así para que digas que te sientes identificada? Tú y yo no
tenemos problemas.
—No sé
porqué, solo me vi reflejada en ello. Él empezó a decir “Nunca estás contenta
con nada. Todo está bien pero te empeñas en buscar dificultades”. “Eso no es
cierto, lo que pasa que es más sencillo afirmar algo así que escuchar lo que
quiero decirte” —le respondió ella—. “Claro que son todo problemas. Llevamos
teniendo problemas mucho tiempo y estás tan ciego que eres incapaz de verlo”.
Curiosamente, después de algo tan gordo, él seguía sin inmutarse. Cualquier
otro hombre sabría que ella estaba a punto de dejarle, ¿verdad, Rob?
—No lo sé, Elsa.
—Eso mismo le dijo él. “No sé lo que quieres
decir. Nunca sé por dónde quieres ir” le dijo el chico, mirándola con enfado.
—Tampoco era el lugar más apropiado.
—“No es lo más apropiado” —dijo Elsa—. Eso
también lo dijo. ¿Sabes lo que dijo ella? “Nunca habrá lugar apropiado si ni
siquiera hablamos en nuestra propia casa”. Ella sonaba muy enfadada, en serio.
—A saber porqué —Rob le cogió el periódico y
empezó a ojearlo.
—Luego empezó a hablar de niños. “Yo quiero
tenerlos. Los quiero ya” —decía ella—. “Se nos está pasando el tiempo entre las
manos y un día nos daremos cuenta de que ya se ha hecho tarde”. Él empezó a
hablar de sus obligaciones. Demasiado trabajo y tan poco tiempo para formar una
familia. “¿Cuál es el sentido de esto, entonces? —ella le bombardeaba a
preguntas. Era tan intensa—. “¿Es que no me quieres?”. No me preguntes porqué,
pero yo le hubiera preguntado lo mismo.
—No hace falta tener hijos para demostrar que se
ama a otra persona, Elsa. Nosotros aún no tenemos familia.
—Ella quería tener, de eso no cabe duda. Algo no
funcionaba con él.
—No te debería de importar lo que pase con una
pareja de desconocidos —repuso Rob—. ¿Qué más da?
—Él dijo: “No puedo centrar mi vida en darte
hijos”, pero yo creo que más bien quiso decir “No puedo centrar mi vida en ti”.
Y creo que ella lo entendió de la misma manera. Se le apagó la mirada y se
quedó callada un buen rato. Tanto tiempo que él se comió un cruasán más grande
que el mío.
—¿Y ya está? —preguntó Rob. La historia había
conseguido llamar su atención.
Elsa seguía jugueteando con su anillo de
compromiso, sintiendo que el oro le asfixiaba el dedo y que el rubí pesaba una
tonelada. Después de unos diez minutos en silencio, las palabras se escaparon
por su garganta sin ninguna opción.
—¿Sabes lo que ella le dijo? “Deberíamos
terminar aquí”. Y acto seguido, se levantó, se quitó el anillo de compromiso y
lo tiró sobre la mesa —Elsa suspiró—. Y ahí sigue.
Rob se fijó en la mesa. Vio una pequeña alianza
de oro brillando a la luz de la lámpara que caía cenital sobre el lugar. No
había persona en la cafetería que no pensara en el anillo maldito.
—¿Ha dejado ahí el anillo?
—Tal cual.
—¿Y él no lo ha recogido?
—¿Por qué habría de hacerlo? Ya no es nada suyo.
Al principio pensé que ella se había vuelto loca y que no podía romper así una
relación de… ¿años? Supongo que tantos como nosotros. Es como levantarse un día
y pensar “hoy voy a romper con todo y al traste con las consecuencias”. Solía
pensar que la gente que actuaba así eran pobres desgraciados con vidas sin
rumbo. Eso creía el primer minuto sobre ella, pero después…
—Después, ¿qué?
—¿Sabes lo que pienso realmente de ella? Que ha
sido muy valiente.
Elsa siguió girando el anillo, y Rob atisbó un
ademán de quitárselo del dedo. Vio duda bailar en sus ojos azules, pero después,
ella se recompuso y se olvidó del anillo.
—¿Elsa?
—¿Sí?
—¿Va todo bien?
—Sí, cariño —le puso la mano sobre el brazo,
como siempre que quería un poco de su atención—. ¿Has terminado el café?
¿Podemos irnos? Empieza a hacer frío y tengo ganas de volver a casa.
Como en los últimos diez años, saldrían de allí
y repetirían una rutina cómoda de la que ninguno escaparía. Una espiral viciosa
de conformidad que se alargaría durante décadas y durante las cuales Elsa
repasaría a menudo esa anécdota en su mente. Y se preguntaría donde había
dejado su valentía.
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