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domingo, 9 de septiembre de 2012

Relato 4 de Teresa Salazar

De etiqueta

La casa estaba sumida en el caos de maquillaje y tacones que precede a cualquier fiesta a la que va a tener que asistir una mujer. Con las cremalleras de los vestidos a medio subir y el estuche de maquillaje en equilibrio sobre el lavabo, Max y su hermana se disputaban el espejo del servicio. Marilyn juntó los labios recién pintados y le lanza un beso a su reflejo.

— ¿No decías que la boda de la prima te daba igual? — Marilyn cogió un trozo de papel higiénico del rollo y lo usó para difuminar el color del lápiz de labios. Había nacido cuando sus padres estaban teniendo una obsesión pasajera con Marilyn Monroe. Todos sus intentos porque sus amigos y familiares acortaran su nombre a "Mari" habían sido infructuosos.
— Y me da igual. Pero si haga lo que haga me voy a pasar cuatro horas sentada, mientras familiares a los que no he visto en la vida me juzgan, ¿para qué ir hecha un adefesio? — Max volvió a retocarse el contorno de los ojos con el delineador para hacer la línea más gruesa. Ella había tenido la desgracia de haber sido bautizada 'Maximiliana'. Marilyn no podía sentirse resentida con ella por haber conseguido que a ella sí le acortaran el nombre.
— Yo, personalmente, me alegro de que vayas a hacer un esfuerzo por integrarte — Marilyn guardó sus cosas en el neceser —. ¿Cuántas oportunidades tenemos de ver a toda la familia unida?
— Pocas, afortunadamente.
— Vamos, no seas así — Marilyn le pasó un brazo por los hombros —. ¿Te acuerdas de esos veranos en el camping con los primos?
— Sí. Sí que me acuerdo — admitió Max con reticencia.
— Esas tardes en la piscina. Esas partidas de burro — Marilyn suspiró, su mente llena de recuerdos.
— Esas peleas cuando perdías.
— Serás mala — dijo Marilyn, riendo —. ¿Me subes la cremallera?
— Date la vuelta — Max le puso la tapa al delineador y lo dejó sobre el lavabo. Luego comenzó a subirle la cremallera al vestido de su hermana.
— Oye, hazme un favor. Intenta hablar con la gente, ¿vale? — le pidió —. Algunas de esas personas tienen ochenta años. Puede que sea la última oportunidad que tengas de verlos.
— Vale, vale. Lo intentaré. Pero no prometo nada. — se apresuró a añadir, antes de que su hermana mayor pudiera pensar que era simpática. Terminó de subirle la cremallera y retrocedió un paso.
— Muchas gracias — su hermana le pellizcó la mejilla.
— Quita, que me estropeas el maquillaje.


Max se preguntaba si su hermana había sabido algo que ella, no. Tras una larga ceremonia y un viaje de una hora en el coche de sus padres, hasta el lugar donde se celebraría el convite, había llegado a la sala donde se realizaría la comida, para descubrir que su mesa tenía la edad media más alta de todo el salón. La habían sentado con las tía abuelas del novio, en vez de con su familia. Había pedido ayuda a su hermana. "Marilyn, tienes que sacarme de aquí," había dicho. Sólo había obtenido un abrazo del que se había zafado inmediatamente, y la promesa de que en cuanto acabara la comida saldrían de allí.

— Que estropicio — doña Concha miró tristemente a la mesa principal.
— ¿Y dices que la madre ha sido la que le ha arreglado el pelo? — doña Aurora acercó más su silla a la de Concha, pero esto no hizo que la otra bajara el volumen de su voz.
— Eso he oído. Mucho cóctel de gambas y mucho grupo de música, pero la familia está sin un duro.
— ¡Uy, no me digas!
— ¿Y las gambas? — doña Concha esperó a estar segura de tener la atención de la mesa —. Congeladas.
— Qué vergüenza.
— ¿Estás comiendo, niña? — dijo doña Joaquina, que era consciente de que a sus noventa y dos años podía permitirse llamar niña a una mujer de veinticuatro.
— Sí, sí — Max hizo como si masticara.
— Anda, cómete eso también, que estás muy flaca — Doña Joaquina cogió su propio plato y con un tenedor empujó su ensalada hasta al plato de Max.
— No, no, no se preocupe, estoy bien. Quiero dejar sitio para el segundo plato — Max se forzó a sonreír.
— Tonterías, estás creciendo.
— Pues ya le podría crecer la falda — Concha se aseguró de susurrar lo bastante alto como para que Max la oyera desde el otro lado de la mesa.
— Estoy bien, gracias — repitió Max, más alto.
— Pues yo he oído que los padres de ella han pedido una hipoteca para pagar la boda — dijo Aurora, desplegando un abanico.
— No me extraña. Dicen que el padre tiene una frutería, fíjate tú — doña Concha soltó una risita aguda. Tenía opiniones muy duras sobre las personas que tenían tiendas de barrio. Había sido hija y esposa de banqueros, y tenía la secreta sospecha de que los tenderos eran tenderos porque no eran lo bastante inteligentes para hacer un trabajo más difícil y que les reportara más dinero.
— No me extraña. Menudos pobretones. Si lo que me sorprende es que no vendan fruta desde una furgoneta — doña Aurora le guiñó un ojo a la otra.
— No te estás comiendo la ensalada — insistió Joaquina.
— Es que... no me siento muy bien — mintió Max.
— ¿Qué tienes? ¿Te duele el estómago? Te voy a pedir una manzanilla — Joaquina estaba convencida de que todas las enfermedades podrían curarse con una infusión de manzanilla —. ¡Camarero! ¡Camarero!
— Y dime, chica — dijo Concha, dirgiéndose a Max. La chica mira a su alrededor, con la esperanza de que en realidad estuviera hablándole a alguien que estaba detrás suya —. Sí, sí, te hablo a ti. ¿Tú sabes lo que ganan tus tíos al año?
— No ha surgido en ninguna conversación — Max deseó con todas sus fuerzas que las miradas mataran.
— No debe ser más de unos quince mil euros al año — Aurora se relamía de gusto de sólo pensarlo.
— Ya, pero como es todo en negro... — doña Concha sonrió maliciosamente —. Y además, ya sabes como son los de las fruterías. Que si te truco la balanza, que si te meto cualquier porquería de mala calidad en la bolsa...

Max se levantó de golpe y golpeó la mano con el puño. El ruido quedó disimulado por el estrépito de doscientas personas en distintos grados de embriaguez celebrando una boda familiar, pero fue suficiente para hacer que sus compañeras de mesa le prestaran atención.

— No le permito que hable así de mi familia.
— ¿Disculpa? — Concha la miró de arriba a abajo.
— Puede que mi familia sea más pobre. Puede que veraneemos en campings en vez de en hoteles, y puede que a veces nos peleemos, y puede no seamos perfectos, pero lo que sí somos es una cosa — con las palmas de las manos en la mesa, echó el cuerpo adelante y miró acusadora a las mujeres —. Honrados — Max recogió su bolso y se lo colgó de un hombro —.Muchas gracias por todo, doña Joaquina, pero mi familia me reclama.

Y con esas palabras, Max cogió su silla, la levantó como pudo y se fue a buscar un hueco libre en una de las mesas de su familia.

— ¿Y a esa que le pasa? — doña Aurora se subió las gafas por el puente de la nariz.
— Déjalo, Aurora — dijo doña Concha — Con algunas personas, es mejor no hablar.

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