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martes, 17 de abril de 2012

-Relato 1º Jesús Carbajal


Estimado Profesor:



Permítame saludarle cordialmente y recordarle que, aunque haya decidido usted retirarse de la vida pública, y nuestra relación, siempre cordial, no haya sido tan prolongada en el tiempo como la que mantuvo con mi predecesor al frente de la editorial, el Sr. Molina, cuenta con toda mi admiración y respeto.

Me he tomado la licencia de escribirle personalmente, tras sopesarlo en profundidad  −a pesar de que, años atrás, el Sr. Molina me advirtió de que usted había pedido que no se le mandasen a este apartado de correos más que las notas de sus emolumentos, y los pocos documentos administrativos que requiriesen de su firma manuscrita−,  pues creo que debo advertirle de un asunto de su interés. La semana pasada acudió a la editorial un señor de avanzada edad preguntando por usted. Le expliqué sus reservas y deseos de privacidad, pero insistió. Se presentó como un alumno suyo de un taller de creación literaria. Esgrimió, para acreditarlo, un certificado amarillento donde constaba el citado taller impartido por usted y fechado unos treinta años atrás. Le confieso mi sorpresa ante el documento −conocía su faceta académica y sabía a ciencia cierta que estaba limitada a sus inicios, antes de alcanzar su elevado prestigio internacional como escritor−, sorpresa que le transmití  al desconocido. Aludí al tiempo pasado  desde aquel encuentro y deslicé cierta duda sobre el recuerdo que sobre aquel episodio pudiera albergar usted, en un intento de debilitar la determinación del extraño –sabe usted bien que no es ajeno a nuestro trabajo el “proteger” a nuestros artistas de todo tipo de tenaces seguidores, admiradores desinhibidos y algún que otro desequilibrado−, utilicé para ello los elementos presentes, como el Sr. Molina me había enseñado, señalando al individuo la cantidad creciente de cajas que una empresa de mensajería estaba amontonando en el vestíbulo de entrada a nuestra oficina e indicándole mediante gestos la ingente cantidad de trabajo que aquel envío conllevaba. Fue entonces que el desconocido comenzó a enumerar datos biográficos de usted que, sinceramente, muchos de nosotros en la editorial desconocíamos. Nos habló de sus vivencias en América, de sus conocimientos preclaros de la sociedad norteamericana de la época, de su carrera musical, apenas esbozada en nuestro dossier, de su tiempo pasado junto al maestro portugués, de un viaje a una ciudad húngara −que apenas recuerdo pronunciar y que a buen seguro no consta en nuestro dossier biográfico− con objeto de recoger un reconocimiento casual por haber citado la dichosa ciudad en una novela, enumeró a su vez obras suyas de juventud apenas conocidas –aquellas que a pesar del interés que mostró el Sr. Molina por reditarlas usted desestimó− editadas por instituciones y asociaciones de escasa relevancia.
Le confieso que ante aquel diluvio de datos barajé dos opciones: que me encontraba frente a uno de esos desequilibrados que cité previamente, o que realmente era una persona de cierta relevancia en su vida pasada. Opté por la segunda, de lo que me arrepiento, e inquirí por los motivos de su búsqueda después de explicarle, ahora sí, con más detalle, su rechazo expreso a mantener contacto con cualquiera que preguntase por usted. No pareció sorprendido y sin pausa comenzó a contarme una historia que paso a resumirle:
Tras asistir al taller literario que usted impartió nuestro hombre procedió progresivamente a vender de forma apresurada todas sus posesiones. Una vez hecho esto, y recogido unos ahorros de moderada cuantía, abandonó su ciudad retirándose a una zona montañosa donde alquiló durante años una modesta, según sus palabras, casa de campo. Para prolongar su manutención aceptó trabajo como guarda de un camping que sólo abría en verano, por lo que durante el invierno, otoño y buena parte de la primavera permanecía ocioso, salvo en los meses previos al verano donde procedía al acondicionamiento de las parcelas –disculpe mi dispersión y la falta de discriminación entre los superfluo y lo verdaderamente importante pero, entiéndame, no todos tenemos ese talento que sólo los grandes literatos como usted poseen−. Pues bien, su periodo de guarda se prolongó durante ventiocho años. Años en los que conoció varias mujeres, ninguna perdurable, y trabó las escasas amistades que su retirada labor le permitió, aprendió a cultivar una pequeña huerta y practicó la caza menor con mayor o menor éxito. Aquí el discurso del extraño se hizo menos lineal, probablemente ante mi gesto estudiado de impaciencia –en buena parte real, puesto que las cajas del vestíbulo alcanzaban casi al techo y no paraban de llegar−, y volvió a centrarse en usted. Detalló cómo tras el taller le envió por correo su novela, la primera y más querida. Abundó sobre las consecuencias que en él tuvo su respuesta haciendo suyo, de usted me refiero, la parábola del tirador de arco que tras lanzar su primera flecha le pregunta al entrenador si llegará a ser olímpico. Estas palabras hallaron resonancia en su mente y motivaron la venta de sus propiedades y su retirada a la montaña antes mencionada. El trabajo en el camping le permitía dedicarse por completo a lo que él llamó “su carrera de fondo”. Dedicó los primeros cinco años a investigar cual sería el motivo de su obra, su “cosmos” lo llamó. Durante este tiempo investigó en la naturaleza que le rodeaba determinando que las umbelas, dentro de las variadas inflorescencias que le rodeaban, serían objeto de tratamiento esencial en su desarrollo como escritor, puesto que había notado una correspondencia entre la ambición y anhelos del hombre contemporáneo con los intentos por superarse de los ramilletes de florecillas que las forman. Sobre esta base cimentó su “opus magnum”, dedicando los veinte años posteriores a pulirla, limando todo exceso barroco que pudiera desvirtuarla, siguiendo estrictamente sus consejos. Y ahora, había bajado de la Montaña, y recalcó extrañamente esta palabra, para rencontrarse con usted,pues tenía algo que entregarle, y de ahí la perentoriedad de su búsqueda…

Viendo que la luz caía cada vez más baja a través de los ventanales opté por una solución drástica. Recordé al Sr. Molina y decidí atajar. Adopté un tono íntimo de camaradería y le confesé que usted ya no mostraba interés por la cosa literaria, que había usted renunciado al arte, que poco a poco se había distanciado de la alta literatura para dedicarse a la promoción inmobiliaria, diversificando así la inversión de las cuantiosas ganancias que sus últimas novelas, aquellas en las que decidió usted virar hacia el relato histórico novelado, le habían reportado. Le dije con forzada, aunque sincera no crea usted, lástima que llevábamos años rechazando intentos de encuentro, entrevistas, invitaciones como ponente a conferencias, incluso algún que otro investidura de Doctor por lejanas universidades. Imagínese usted, le susurré, ni a las admiradoras atiende, aludiendo a su condición de hombre para fortalecer el entendimiento.
Craso error todo ello. ¡No supe ver que tenía delante a un perfeccionista! Un fanático de la literatura, un stajanovista de la narración… Y por eso le escribo. Porque antes de abandonar la editorial, rompiendo con el portazo el cristal labrado y con letras doradas que el Sr. Molina hizo colocar en la entrada, el individuo, totalmente fuera de sí, con los ojos inyectados y la faz crispada, juró que le encontraría. No voy a describir aquí los insultos y barbaridades que profirió contra usted. Y no quiero asustarle, pero si lo que pretende hacerle a usted es similar a lo que se hizo en su mano derecha, la misma que escribió su opus, con un cuchillo de cristal de la puerta del Sr. Molina, espero que esta carta llegue pronto, y que con la misma prontitud la recoja usted del apartado de correos, pues aunque nosotros, y le he insistido al Sr. Molina, desconocemos su paradero, sabe usted de la calaña de algunos “compañeros” de la profesión editorial que gustosamente podrían darle pistas al respecto.

Mientras tanto, me dedicaré a desempacar las cincuenta y dos cajas acumuladas durante toda la mañana, y buena parte de la tarde que he compartido con este señor, en el vestíbulo y pasillos de la editorial, tras comprobar que todas ellas tienen un mismo remitente, el caballero en cuestión, y que corresponden a su “opus magnum”. Si todas ellas presentan el grado de humedad y deterioro del papel que tiene la primera, prácticamente serán ilegibles, pues al hecho de ser manuscritas con una caligrafía indescifrable, se añaden  las presumibles decenas de años de almacenamiento en la montaña, que no han ayudado a su conservación.

Siempre suyo.

2 comentarios:

  1. El problema del relato es que está hecho para uno o varios lectores concretos que podrían disfrutar por matices conocidos, pero para el lector general el relato trata de un aviso sin demasiada trascendencia. Teniendo esos mimbres habría que haber buscado cómo convertirlo en algo ejemplar. Algo del tipo: "Comprendí a ese hombre y su trabajo por un consejo que usted le dio hace años y fíjese lo que ha hecho con su vida. Los profesores tenéisq ue ser conscientes de que lo que decís puede penetrar muy profundamente...", etc. Y hacer del relato algo global. Pero en principio parece un chiflado al que no hay que hacerle mucho caso.

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  2. A mí me ha parecido divertidísimo y creo que sí tiene ese valor ejemplar, no creo que haya que decirlo expresamente, la "conseja" se deduce del texto. Supongo que se podrá pulir un poco pero el relato es muy aprovechable para las futuras obras completas de Jesús. Enhorabuena.

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