Estimado Profesor:
Permítame
saludarle cordialmente y recordarle que, aunque haya decidido usted retirarse
de la vida pública, y nuestra relación, siempre cordial, no haya sido tan
prolongada en el tiempo como la que mantuvo con mi predecesor al frente de la
editorial, el Sr. Molina, cuenta con toda mi admiración y respeto.
Me he tomado la
licencia de escribirle personalmente, tras sopesarlo en profundidad −a pesar de que, años atrás, el Sr. Molina me
advirtió de que usted había pedido que no se le mandasen a este apartado de
correos más que las notas de sus emolumentos, y los pocos documentos
administrativos que requiriesen de su firma manuscrita−, pues creo que debo advertirle de un asunto de
su interés. La semana pasada acudió a la editorial un señor de avanzada edad
preguntando por usted. Le expliqué sus reservas y deseos de privacidad, pero
insistió. Se presentó como un alumno suyo de un taller de creación literaria.
Esgrimió, para acreditarlo, un certificado amarillento donde constaba el citado
taller impartido por usted y fechado unos treinta años atrás. Le confieso mi sorpresa
ante el documento −conocía su faceta académica y sabía a ciencia cierta que
estaba limitada a sus inicios, antes de alcanzar su elevado prestigio
internacional como escritor−, sorpresa que le transmití al desconocido. Aludí al tiempo pasado desde aquel encuentro y deslicé cierta duda
sobre el recuerdo que sobre aquel episodio pudiera albergar usted, en un
intento de debilitar la determinación del extraño –sabe usted bien que no es
ajeno a nuestro trabajo el “proteger” a nuestros artistas de todo tipo de
tenaces seguidores, admiradores desinhibidos y algún que otro desequilibrado−,
utilicé para ello los elementos presentes, como el Sr. Molina me había
enseñado, señalando al individuo la cantidad creciente de cajas que una empresa
de mensajería estaba amontonando en el vestíbulo de entrada a nuestra oficina e
indicándole mediante gestos la ingente cantidad de trabajo que aquel envío
conllevaba. Fue entonces que el desconocido comenzó a enumerar datos
biográficos de usted que, sinceramente, muchos de nosotros en la editorial
desconocíamos. Nos habló de sus vivencias en América, de sus conocimientos
preclaros de la sociedad norteamericana de la época, de su carrera musical,
apenas esbozada en nuestro dossier, de su tiempo pasado junto al maestro
portugués, de un viaje a una ciudad húngara −que apenas recuerdo pronunciar y
que a buen seguro no consta en nuestro dossier biográfico− con objeto de
recoger un reconocimiento casual por haber citado la dichosa ciudad en una
novela, enumeró a su vez obras suyas de juventud apenas conocidas –aquellas que
a pesar del interés que mostró el Sr. Molina por reditarlas usted desestimó−
editadas por instituciones y asociaciones de escasa relevancia.
Le confieso que
ante aquel diluvio de datos barajé dos opciones: que me encontraba frente a uno
de esos desequilibrados que cité previamente, o que realmente era una persona
de cierta relevancia en su vida pasada. Opté por la segunda, de lo que me
arrepiento, e inquirí por los motivos de su búsqueda después de explicarle,
ahora sí, con más detalle, su rechazo expreso a mantener contacto con
cualquiera que preguntase por usted. No pareció sorprendido y sin pausa comenzó
a contarme una historia que paso a resumirle:
Tras asistir al
taller literario que usted impartió nuestro hombre procedió progresivamente a
vender de forma apresurada todas sus posesiones. Una vez hecho esto, y recogido
unos ahorros de moderada cuantía, abandonó su ciudad retirándose a una zona
montañosa donde alquiló durante años una modesta, según sus palabras, casa de
campo. Para prolongar su manutención aceptó trabajo como guarda de un camping
que sólo abría en verano, por lo que durante el invierno, otoño y buena parte
de la primavera permanecía ocioso, salvo en los meses previos al verano donde
procedía al acondicionamiento de las parcelas –disculpe mi dispersión y la
falta de discriminación entre los superfluo y lo verdaderamente importante
pero, entiéndame, no todos tenemos ese talento que sólo los grandes literatos
como usted poseen−. Pues bien, su periodo de guarda se prolongó durante
ventiocho años. Años en los que conoció varias mujeres, ninguna perdurable, y
trabó las escasas amistades que su retirada labor le permitió, aprendió a cultivar
una pequeña huerta y practicó la caza menor con mayor o menor éxito. Aquí el
discurso del extraño se hizo menos lineal, probablemente ante mi gesto
estudiado de impaciencia –en buena parte real, puesto que las cajas del
vestíbulo alcanzaban casi al techo y no paraban de llegar−, y volvió a
centrarse en usted. Detalló cómo tras el taller le envió por correo su novela,
la primera y más querida. Abundó sobre las consecuencias que en él tuvo su
respuesta haciendo suyo, de usted me refiero, la parábola del tirador de arco
que tras lanzar su primera flecha le pregunta al entrenador si llegará a ser
olímpico. Estas palabras hallaron resonancia en su mente y motivaron la venta
de sus propiedades y su retirada a la montaña antes mencionada. El trabajo en
el camping le permitía dedicarse por completo a lo que él llamó “su carrera de
fondo”. Dedicó los primeros cinco años a investigar cual sería el motivo de su
obra, su “cosmos” lo llamó. Durante este tiempo investigó en la naturaleza que
le rodeaba determinando que las umbelas, dentro de las variadas inflorescencias
que le rodeaban, serían objeto de tratamiento esencial en su desarrollo como
escritor, puesto que había notado una correspondencia entre la ambición y
anhelos del hombre contemporáneo con los intentos por superarse de los
ramilletes de florecillas que las forman. Sobre esta base cimentó su “opus
magnum”, dedicando los veinte años posteriores a pulirla, limando todo exceso
barroco que pudiera desvirtuarla, siguiendo estrictamente sus consejos. Y ahora,
había bajado de la Montaña, y recalcó extrañamente esta palabra, para
rencontrarse con usted,pues tenía algo que entregarle, y de ahí la perentoriedad
de su búsqueda…
Viendo que la
luz caía cada vez más baja a través de los ventanales opté por una solución
drástica. Recordé al Sr. Molina y decidí atajar. Adopté un tono íntimo de
camaradería y le confesé que usted ya no mostraba interés por la cosa
literaria, que había usted renunciado al arte, que poco a poco se había
distanciado de la alta literatura para dedicarse a la promoción inmobiliaria,
diversificando así la inversión de las cuantiosas ganancias que sus últimas
novelas, aquellas en las que decidió usted virar hacia el relato histórico
novelado, le habían reportado. Le dije con forzada, aunque sincera no crea
usted, lástima que llevábamos años rechazando intentos de encuentro,
entrevistas, invitaciones como ponente a conferencias, incluso algún que otro
investidura de Doctor por lejanas universidades. Imagínese usted, le susurré,
ni a las admiradoras atiende, aludiendo a su condición de hombre para
fortalecer el entendimiento.
Craso error todo
ello. ¡No supe ver que tenía delante a un perfeccionista! Un fanático de la
literatura, un stajanovista de la narración… Y por eso le escribo. Porque antes
de abandonar la editorial, rompiendo con el portazo el cristal labrado y con
letras doradas que el Sr. Molina hizo colocar en la entrada, el individuo,
totalmente fuera de sí, con los ojos inyectados y la faz crispada, juró que le
encontraría. No voy a describir aquí los insultos y barbaridades que profirió
contra usted. Y no quiero asustarle, pero si lo que pretende hacerle a usted es
similar a lo que se hizo en su mano derecha, la misma que escribió su opus, con
un cuchillo de cristal de la puerta del Sr. Molina, espero que esta carta
llegue pronto, y que con la misma prontitud la recoja usted del apartado de
correos, pues aunque nosotros, y le he insistido al Sr. Molina, desconocemos su
paradero, sabe usted de la calaña de algunos “compañeros” de la profesión
editorial que gustosamente podrían darle pistas al respecto.
Mientras tanto,
me dedicaré a desempacar las cincuenta y dos cajas acumuladas durante toda la
mañana, y buena parte de la tarde que he compartido con este señor, en el
vestíbulo y pasillos de la editorial, tras comprobar que todas ellas tienen un
mismo remitente, el caballero en cuestión, y que corresponden a su “opus
magnum”. Si todas ellas presentan el grado de humedad y deterioro del papel que
tiene la primera, prácticamente serán ilegibles, pues al hecho de ser
manuscritas con una caligrafía indescifrable, se añaden las presumibles decenas de años
de almacenamiento en la montaña, que no han ayudado a su conservación.
Siempre suyo.
El problema del relato es que está hecho para uno o varios lectores concretos que podrían disfrutar por matices conocidos, pero para el lector general el relato trata de un aviso sin demasiada trascendencia. Teniendo esos mimbres habría que haber buscado cómo convertirlo en algo ejemplar. Algo del tipo: "Comprendí a ese hombre y su trabajo por un consejo que usted le dio hace años y fíjese lo que ha hecho con su vida. Los profesores tenéisq ue ser conscientes de que lo que decís puede penetrar muy profundamente...", etc. Y hacer del relato algo global. Pero en principio parece un chiflado al que no hay que hacerle mucho caso.
ResponderEliminarA mí me ha parecido divertidísimo y creo que sí tiene ese valor ejemplar, no creo que haya que decirlo expresamente, la "conseja" se deduce del texto. Supongo que se podrá pulir un poco pero el relato es muy aprovechable para las futuras obras completas de Jesús. Enhorabuena.
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