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viernes, 20 de abril de 2012

-Relato 1 de Nunila Rabadán



El abuelo la lía

Queridos primos el abuelo se encuentra bien. Sus enfermeros… no tanto.

Hace ya un mes que acompañé al abuelo a la residencia. Recordareis la conversación con el abuelo tras el incidente, cuando decidió dar una fiesta para sus amigos bomberos en la cocina después de quemar las cortinas mientras intentaba preparar una tortilla de patatas a la dos de la mañana. Siento que os sintierais ofendidos cuando dijo que si alguien le iba a limpiar el culo, lo mínimo sería pagar por ello en el momento, y no que este esperase a su muerte para cobrar. Cosas suyas, ya sabéis.
Como os iba diciendo acompañé al abuelo el día de la mudanza. Fui con él y la directora, una mujer bajita y huesuda con una constante mueca de desaprobación en la cara, a visitar las instalaciones del centro. Nos enseñaron la piscina, el jardín, la sala de actividades, el comedor…lo típico. Seriamente llegué a sopesar en mudarme yo también allí si mi casero volvía a subirme el alquiler. Cuatro comidas al día, gimnasio incluido, servicios de quiromasaje, podología, peluquería…no estaban mal la verdad, aunque para ser sincero las chicas no eran muy allá. Pero pensándolo mejor, y revisando mi curriculum sentimental no puedo ponerme demasiado exquisito. Descarté esta idea de momento al acordarme de que mi vecino podría ser el abuelo. Prefería a la cacatúa del cuarto al abuelo (el animal por supuesto, la dueña más que a una cacatúa recuerda a un perro pachón). Por lo menos esta descansa de vez en cuando, generalmente de cuatro a cinco de la mañana, pero ya es más de lo que lo hace él, quien cuando no le da por ponerse a inventar nuevas recetas a altas horas de la madrugada, recuerda sus tiempos de corneta en la banda municipal.
Pensaba quedarme con el abuelo hasta bien entrada la tarde, cuando ya se hubiese aclimatado un poco al lugar. Razoné, que se sentiría sólo e incluso podría llorar, al igual que los niños pequeños el primer día de clase. Y he de admitirlo, disfrutaba un poco con esta idea. Me veía como el fiel caballero de armadura blanca que salva a la indefensa doncella de un fiero dragón, aunque en este caso la doncella tuviese más vello facial que el caballero y menos dientes. Iluso de mí. Al salir de nuevo al jardín el abuelo se giró hacia mí y me preguntó que qué seguía haciendo allí  “no me extraña que no vendas ningún cuadro, siempre andas perdiendo el tiempo en vez de intentar plagiar a uno de esos pintores con talento”. Pude ver perfectamente como la doncella sazonaba a gusto al caballero e invitaba al dragón a merendar junto a ella.
Tras unos veinte minutos donde criticó mi pelo, mi forma de vestir y mi carente utilidad para realizar cualquier tarea física, la directora pareció razonar que ya era hora de que acabara el primer round y llamó a un par de ancianos, residentes en el centro para que charlasen con él.
Los señores incautamente se acercaron hasta nosotros, e intercambiamos los saludos rutinarios. El que parecía más amable de ambos se llamaba Eusebio, un hombre enjuto y alegre que podía verse que había trabajado toda su vida en el campo. Le contó al abuelo que aquello estaba muy bien, que incluso si lo pedías te dejaban un hueco en el jardín para que cultivases lo que quisieras. Insistió en mostrarnos sus patatas. Mientras nos dirigíamos hasta allí le comenté al abuelo quedamente, intentando mostrarme positivo, que ya había hecho nuevos amigos y que si quería todavía estábamos a tiempo de cambiar su habitación individual por una compartida. Ese día no daba una. Me miró con una de esas caras suyas que te hace cuestionarte porque se te ocurrió a la edad de dos años empezar a hablar, y me preguntó que si era tonto, “uno no se hace amigo de nadie por una conversación de 20 segundos. Según tu teoría soy amigo del alma del conductor del autobús”. Además a él no le interesaban los viejos, esta afirmación me dejó algo trastornado pues estos hombres parecían unos quince años más jóvenes que él.

La semana siguiente durante mi primera visita, me extrañó el atuendo con el que vi ataviado al abuelo. Él, hombre de ciudad, llevaba puesta una boina. Para ser exactos, más que puesta la llevaba incrustada. No quise comentarle que parecía pequeña para su cabeza porque sabía cuál sería su respuesta, recordándome cuando a los siete años me acompañó a la sección de adultos para comprarme un sombrero porque en la de niños no había de mi talla.
Tras saludar al abuelo Bernardo, este decidió continuar con su rutina. Yo, que no sabía qué hacer, le seguí. Se dirigió a una mesa del salón de juegos, la más grande, colocada al lado de uno de los ventanales. Unos hombres le esperaban allí, entre ellos se encontraba Eusebio, que parecía alegrarse de verme más que mi propio abuelo. Según me contó “era la hora de la partida”.
El resto de los ancianos dedican estas horas a descansar o a participar en uno de esos talleres que realizaba el centro. Sin embargo ellos, capitaneados como no por el abuelo, se han negado en participar en actividades inútiles, y prefieren gastar el tiempo en otras más útiles como jugar a las cartas.
Esa vez, sentí como si me hubiese convertido en uno de esos reporteros de documentales. Las enfermeras, cautelosas, saben que no deben acercarse a los machos alfa mientras dure el ritual del “chinchón”.
 Tras varias partidas bebiendo cerveza del tiempo (la única bebida aceptada socialmente por aquí) donde me desvalijaron veinte euros estos tahúres de la tercera edad, un enfermero, que seguramente sería nuevo, se nos acercó con intención de darles sus medicinas. Con tan mala pata que se dirigió al abuelo refiriéndose como “abuelo”, y este, indignado le contesto que “el no era su abuelo, tenía perfectamente controlado cuantos inútiles tenía por nietos y en las cercanías sólo se encontraba este” añadió señalándome.
¿Veis como no reserva ese carácter suyo tan agradable únicamente para la familia?
He de admitirlo, por mucho que diga, este nuevo microcosmos me tiene fascinado. Me sorprende la vitalidad con la que se encuentra ahora el abuelo Bernardo. Parece más joven cada vez que voy a verle. El otro día en una de mis visitas semanales pude ver al abuelo en acción. Según él, tiene a todas las enfermeras enamoradas. Y no vayáis a creer que se refiere a las señoras más mayores. No. Son las enfermeras jóvenes las que dice, se pelean por bañarle y se aprovechan de él. Él, como buen caballero se deja querer, aunque por supuesto tiene sus preferencias “Solo me interesan de los 25 a los 30 años. Antes de los 25 son unas niñatas, y después de los 30 unas viejas”.
Pero todo lo que os he contado apenas tiene importancia si lo comparamos con lo que me encontré allí la última vez.
Al entrar me sorprendió no ver a ningún residente ni visitante en el jardín como de costumbre. Tampoco se veía nadie en el porche ni en la entrada. Empecé a preocuparme cuando me di cuenta de que no se escuchaba ninguno de los ruidos característicos del lugar. Nadie en los pasillos, ni por ningún lado. Me  dirigí al salón y allí lo vi. Alguien había despejado la habitación de las mesas. Los ancianos y sus familiares se agolpaban todos en el centro mirando atentamente hacía un mismo lugar. Sentí un escalofrío. Al aproximarme pude ver una pancarta que colgaba del techo donde ponía “Sindicato de Ciudadanos de la Tercera Edad”.
Allí, debajo de la pancarta había una mesa alargada donde se encontraban tres ancianos. El del centro dirigía un decurso apasionado al entregado público que parecía estar oyendo a  Enrique V dirigiéndose sus tropas. Como habréis supuesto era el abuelo. Me acerqué al grupo y le pregunté a una joven que qué ocurría. Esta me contó la magnífica idea de “Don Bernardo”, crear un sindicato para los ancianos para que pudiesen hacer valer sus derechos ante la dirección. La joven parecía encantada. Aunque me dijo que no sabía si su abuelo se uniría. Me indicó que era Don Cesar, uno de los amigos de la partida del abuelo, y el único que faltaba en la mesa del mitin, al que yo suelo referirme como el Coronel. Parece ser que por una vez acerté con el mote pues era militar, y este hecho es el que le presupone más problema para entrar a formar parte del sindicato.
Más tarde el abuelo me contó que esto iba a suponer una revolución y que ya está en contacto con gente de otras residencias para crear allí también sindicatos de la tercera edad.

Me despido ya. He quedado con la nieta del Coronel para ver el mitin que ha organizado el abuelo y no quiero llegar tarde.

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