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viernes, 20 de abril de 2012

- Relato 1. Pablo Martínez Otín



EL TIEMPO QUE NOS RESTA.


Señor Rubén;

Le escribe Pablo Martínez, de cuerpo y espíritu presente en desconocido paradero. Evidentemente no soy yo el que desconoce el lugar, pues me hayo muy seguro de donde me encuentro en este preciso instante y en todos los instantes que a éste han precedido también.  En realidad estoy irreconociblemente lúcido y lo suficientemente despierto para distinguir mi alrededor. Créame pues, que podría si me conviniese, darle datos precisos sobre el lugar desde el que le escribo y si no lo hago, es porque no me gustaría de modo alguno facilitar datos a las autoridades sobre mi actual ubicación. 

Me consta por los periódicos que aún siguen tras mi pista y no me cabe la menor duda de que una persona ejemplar como usted, se encargará de hacer llegar la presente carta a la policía lo más inmediatamente posible; pondrá a disposición policial todos los datos que puedan aligerar la tarea de búsqueda. Pero para nada piense que ello me enfurece ni lo considero traición, señor Rubén, usted sabe el profundo respeto que hacia su persona profeso y tengo claro que todo lo que haga es por la lógica preocupación que mi huida le produjo. No tengo duda de que sus intenciones miran por mi bien, pero de nuevo crea mis palabras cuando digo que mi recuperación es asombrosa y no puedo encontrarme en mejor situación de la que ahora estoy.
De hecho, espero que le alegre saber (porque estoy seguro que en el fondo por mí se alegra) que por alguna razón que yo asocio con el aire no viciado que ahora respiro, he ido notando como las facultades mentales propias de una persona sana se instalaban en mí y me recobraban, hasta el punto de llegar a considerar inoportuna del todo su medicación. Ayer tiré el último frasco de píldoras, aunque hacía tiempo ya que decidí dejar de ingerirlas en realidad. Desde entonces la mandíbula no se me adormece como solía ocurrir y en general mi cuerpo se siente mucho más ligero y relajado, como desatado de carga. También han desaparecido aquellas desagradables ronchas que se acumulaban en mi espalda y mi pecho y ni siquiera tengo la sensación de ardor cutáneo que le comenté en alguna otra ocasión. Lo único que ahora me molesta para la escritura, es la pesadez con la que mis párpados caen sobre mis ojos, como si quieran cerrar a la fuerza mi campo de visión e interponerse entre usted y un servidor, pero supongo que es el mínimo precio a pagar por haber burlado a la más alta de todas las naturalezas humanas.

Dicho esto, me perdonará  que no le escriba de una manera más inmediata (me refiero más inmediata que una carta) o que le llame directamente al teléfono de su despacho, pero no creo que me dejase entonces contarle la fantástica historia que quiero relatar, no al menos de la forma tan detalla y rigurosa que se me antoja. Además de que cualquier otra opción podría poner en evidencia mi paradero y con ello posiblemente mi inteligencia. Le escribo por tanto, en la clandestinidad y no ya como paciente, si no como amigo (si usted me lo permite) que aunque sin ninguna obligación, quiere poner en conocimiento suyo los motivos que lo llevaron a la fuga. 
Quiero que tenga presente ante todo, señor Rubén, que siempre he sido un hombre sencillo y de bien como usted sabe. Quizás arrastrado a veces por las particularidades de mi estado mental que en ocasiones se torna delicado y al que ya hemos ido abordando en las terapias, de las que aunque no lo crea, guardo buen recuerdo y son de las pocas cosas que echo en falta ahora estando en libertad. Pero en resumen; hombre de bien y de aspiraciones mundanas, de trato amable con los demás internos. Digo esto, porque como he leído, se me tacha en prensa de loco y de peligroso maniaco. Ponen junto a la información fotos mías en las que no salgo favorecido siquiera. Confieso que tengo cierto miedo a ser descubierto por la calle y no saber cómo reaccionar. De momento  no he tenido que enfrentarme a esa desagradable situación y he encontrado mis propias técnicas (que tampoco puedo revelarle por motivos obvios) para pasar desapercibido. De todos modos, la opinión de los demás sobre mi persona me tiene sin cuidado realmente y como he dicho, el motivo de esta carta no es limpiar mi imagen si no relatarle a usted, el único que se ha interesado por mí en toda mi reclusión en el centro, por qué salí de allí de esa manera. Bien, sin más preámbulos ni prólogos, le diré que la razón tiene que ver con la muerte. No con la muerte como concepto a filosofar (que ya lo hicimos ampliamente en alguna de nuestras terapias) más bien me refiero la muerte en persona. La mismísima muerte que vino a visitarme.

La noche de mi huida, mi nuevo compañero de habitación -aquel pelirrojo no muy alto-, gritaba como si la vida le fuese en ello, y yo como estoy acostumbrado a ese tipo de escenas, conseguí quedarme dormido relativamente pronto. Serían alrededor de las 21 horas.
Sumido ya en el sueño, recuerdo como mi mente divagaba oníricamente entre prados y sombras de árboles, eucaliptos en este caso. Altísimos eucaliptos que ante mí se abrían con todo lujo de detalles y finas ramas que proyectaban sobra hacia donde yo me hallaba, casi podía oler su aroma. Usted sabe tengo una capacidad innata para recordar siempre las imágenes de mis sueños y de forma clara recuerdo las de aquella noche.
Entonces una intensa claridad me desveló invadiendo mi cerebro a través de mis ojos aún cerrados; cómo si me apuntasen con una linterna directamente a los párpados o como mirar al sol sin abrir los ojos. Me despejé y decidí observar a mi alrededor. Habrían pasado pocas horas desde que me quedé dormido, porque mi cuerpo no se encontraba descansado (claro que en el centro nunca me notaba descansado del todo). El que si dormía era mi compañero por fin y toda la habitación parecía en calma aunque extrañamente iluminada por un resplandor blanquecino inusual. No tanto resplandor como nebulosa blanquecina. Me recordaba a aquellas veces siendo pequeño, cuando recién salía de la piscina, miraba el verde intenso de la hierba que quedaba difuminado como con un filtro de color blanco por el cloro del agua. Esta vez era parecido, pero sin escozor aparente en los ojos.
Como la cena esa noche se había retrasado hasta las 20:15 horas, la ingesta de medicamentos también la habíamos realizado tarde y toda la cantidad de agua que acababa de beber para bajar las pastillas, estaba luchando ya contra mi vejiga. Caminé sin prestar más atención a la blanca nebulosa y atravesé la habitación hasta el retrete compartido. Hice pis. La orina como ya sabe usted, saliendo más amarillenta de lo normal a causa de los fármacos. Cuando acabé, di las sacudidas finales y me ajusté el pantalón a la cintura. Entonces, cuando me giré para regresar a la cama, la vi. Justo enfrente mía. Créame señor Rubén que uno reconoce la muerte cuando la ve.
Y eso que en general, no se parece nada a cómo nos la cuentan. Al menos no mi muerte, porque no estoy seguro de que sea la misma para todos. Supongo que al ritmo que crece la población, la muerte originaria habrá tenido que ir delegando funciones en allegados  para poder dar abasto. En concreto, la muerte que a mí se me presentó, gozaba de una figura larga y definida; nada de huesos y calaveras corroídas. Algo así como un ente semi-humano y paliducho, con un rostro indefinido; no era miedo lo que daba, pero si imponía respeto por cómo se presentaba. En el lugar donde se mantenía erguida, la neblina de la habitación se hacía más espesa y cubría por completo desde sus pies hasta casi la cintura, rodeando el resto de su cuerpo como con intención de enmarcar la estampa. Aún así, entre toda la espesura, aquella criatura resplandecía y se dejaba ver, majestuosa a su manera, amenazante pero no violenta.  Algo que parecía como una fina manta, también de color blanco hueso, cubría alguna de las partes de su cuerpo;  a decir verdad, más que una manta o una capa, se asimilaba a algún tipo de vestido hecho con látex o algún material por el estilo, que se pegaba a sus extremidades y embutía y aprisionaba la anatomía de aquel ser. Como le he dicho, por lo que a su rostro se refiere, era indefinido. Parecía que las facciones no se habían atrevido a emerger de la palidez de su cara. No podía saber que expresión sostenía y lo único de lo que podía estar seguro, por la posición de la cabeza, era que me estaba mirando y que no apartaba su campo de visión de mí en momento alguno.

-          Martínez Ferrer, Pablo. – Dijo. Era como la voz del señor Manuel, cuando nos llamaba a los internos de planta por megafonía.

En ese momento, yo estaba muy nervioso como se puede imaginar y tampoco acertaba a ver a través de la niebla si mi compañero había despertado, pero supuse que no al no oír ningún grito. No podía pues, pedir ayuda de ninguna de las formas.
La muerte me miraba entre tanto, como esperando una respuesta, pero ya sabe usted que en situaciones extrañas me bloqueo y de mi boca no sale ni una palabra. Ni siquiera balbuceos, me quedo absolutamente mudo.
Estuvimos un rato sin decir ni mu ninguno de los dos, algo realmente tenso. Finalmente la muerte, como el presentador de tele concurso que mantiene la expectación hasta el final, decidió pronunciarse y explicarme, con su voz mega fónica, el porqué de su presencia ante mí. No recuerdo las palabras exactas señor Rubén, pero aquello no pintaba bien. Había muerto (yo, evidentemente) y ahora, el más allá venía a reclamarme para engrosar las listas de la eternidad. Poca vuelta de hoja había ante eso. Lo de mi fallecimiento resultó ser  consecuencia de algún problema relacionado con el corazón, pero no me dio muchos más datos. Debía ser una muerte poco experimentada o en prácticas, porque la explicación de ningún modo me dejó satisfecho. Forcé mi garganta y mis intestinos todo lo que pude, hasta que conseguí emitir algún sonido aceptablemente humano. La verdad es que la idea de morir me aterraba. Siempre le he dicho en terapia, que he considerado tener una vida plena dentro de mis posibilidades y que (¿cuántas veces le habré repetido esto?) a pesar de estar recluido en el centro mental, mis niveles de satisfacción eran altos, pues no le pedía más a la vida. Eso le he dicho siempre señor Rubén, pero  parece que uno ante el final se ablanda y no queda más remedio que aceptar lo que tu más baja cobardía te está pidiendo. No voy a transcribir todas mis súplicas en esta carta por salvaguardar el amor propio, pero tenga por seguro que rogué por mi vida durante más tiempo del que me gustaría reconocer. Di argumentos de todas las clases y me sorprendió ver como la muerte, lejos de ser una criatura fría, atendía a mis alegatos de manera muy humana, si es que puede ser aplicado el término en este caso. Sorprendentemente, me escuchaba de forma paciente y hasta creí ver como dejaba vagamente, casi imperceptible, caer su cabeza hacia adelante en gesto de comprensión y afirmación. No acierto a decirle si fueron mis lágrimas o el charco de orina, más amarillenta de lo normal, que se formó a mis pies tras los primeros veinte minutos de súplicas. Pero el caso, es que algo, de alguna manera, dio resultado.
 En ese momento de acercamiento hacia mis instintos humanos, me hallaba yo intentando acertar con alguna mueca en el rostro indefinido de la muerte, algún testigo mudo de compasión. Y muecas no aparecieron, pero surgió algo igualmente valido.
¿Quiere que le diga cuál es mi opinión? Incluso ante la más implacable de las fatalidades humanas, ante la muerte, yo era un hombre privado de sus facultades. Mi rostro y mi cuerpo no son más que la suma de los años de encierro en la institución (usted sabe cuántos) y supongo que falto de lo más preciado que poseen las personas, su libertad, hasta cierto punto puede considerarse que no he vivido, o que no he vivido lo suficiente al menos. Menuda muerte la que persigue a los que no han exprimido su vida.
Ante la bruma cada vez más intensa que se había ido formando mientras mis lloriqueos continuaban, la figura de la muerte iba desapareciendo casi por completo, haciendo parecer que me encontraba solo sin ningún interlocutor infrahumano que me escuchara, de la misma forma que hablan los chicos de la primera planta, solos con la pared. Pero de pronto la voz mortuoria de micrófono barato, volvió a aparecer de las tinieblas por última vez. Algo así como: 

-          Tu muerte se aplazará el tiempo de una noche. Ese es tu tiempo. Cuando tras la noche, cierres los ojos para dormir, no volverás a abrirlos. Ese será el final y no habrá más tiempos. 

Todavía estaba yo paralizado, sintiendo todos y cada uno de mis huesos, todas y cada una de las venas que transportaban sangre de un lado al otro de mi cuerpo. No sé, debe ser que con el miedo a la muerte empiezas a valorarte en todo tu contenido.
Cuando el humo blanco, la niebla, empezó a desvanecerse, por fin pude ver de un lado a otro de la habitación. Ni que decir que las palpitaciones exageradas de mi corazón, podrían haber despertado perfectamente a mi compañero pelirrojo, que seguía en su cama, olvidado ya de sus gritos y pataleos, dormido plácidamente como si nada hubiese ocurrido. Como si la muerte no hubiese venido a buscarme mientras orinaba. 

Me sequé el sudor de la cara con la misma camisa del pijama y caminé hacia mi cama. Nunca había recibido ningún favor de nadie y menos un favor desde el más allá. Supongo que en una escala de favores, aquello estaba en la posición más alta de lo que a una persona le puede ser concedido; una noche más antes de dejarlo todo. Tiempo en definitiva, era lo que se me regalaba. Y señor Rubén, tiempo es lo único que los humanos necesitamos, con tiempo creamos y destruimos y somos capaces de escribir, recitar, saltar, comprender, charlar, descifrar, viajar, investigar y un montón más de infinitivos de lo que somos capaces. Incluso de dejar pasar el tiempo somos capaces. He vivido toda mi vida esperando mi recuperación y planeando un mañana, pero desde luego que hay veces, en que hace falta que la muerte entre en tu habitación mientras tu compañero duerme, para recordarte que planear es de imbéciles. Los planes no se cumplen señor. 

Sentado pues, encima de mi colchón con las piernas colgando sobre el suelo, comencé a trazar mi plan de fuga. Pasé gran parte de la noche buscando la forma más eficiente de salir sin ser descubierto y conseguí no desconcentrarme en ningún momento, pues tenía claro que mi vida estaba fuera de las puertas del centro.
Del plan de escape en sí, no puedo darle muchos detalles por los motivos que ya le he comentado. No quiero hacer partícipe a la policía de mis actividades delictivas, en la medida que ello no me conviene. De todas formas, puedo decirle que intenté causar el menor desorden posible y que mi salida no condicionase la de otros internos. Hasta ahí en donde puedo contarle. Espero que por lo demás, mi explicación le haya servido para comprender  mi inusual comportamiento.

No crea que no me percato de que a estas alturas de la narración, usted se habrá planteado la veracidad de la misma. Entiendo de verdad que le cueste imaginarme rogando de rodillas delante de un ser aparecido desde la nada, con las intenciones que solo la muerte puede traer. Comprendo que una formación férrea como la suya exija poner atención y examinar todos los supuestos que se le plantean antes de darlos como ciertos y que, la historia que aquí le presento, puede suscitarle ciertas dudas sobre su autenticidad. Pero una vez más, apelo a la confianza que usted pueda prestar a mi palabra y le ruego que tenga en cuenta que si le he escrito, solo ha sido con la voluntad de explicarle mis razones de una forma fidedigna y de la manera lo más detallada que me ha sido posible, para que con ello, no guarde usted un mal recuerdo de mí, ni piense que ha malgastado el tiempo tratando conmigo. Yo por mi parte, estoy muy agradecido por la ayuda que me ha prestado durante toda esta etapa. Para usted, mi más sincero agradecimiento.

En cuanto a mí, sí los cálculos no me fallan, hace ya tres semanas (día arriba día abajo) que conseguí escapar del centro. Todo ese tiempo hace que me escondo de la justicia y como supondrá, si sigo en pie es gracias a mi falta de sueño. Los párpados se me cierran señor Rubén y mis ojos se hunden en un mar de ojeras crónicas, pero sigo despierto, sigo vivo. Mi noche aún no ha acabado. Estoy viviendo mi libertad de espaldas a la muerte y cada vez que cierro los ojos puedo verla, rodeada por la bruma rellenando su blanco atuendo. No se preocupe por mí, por fin estoy viviendo como si no hubiese mañana.



Le manda saludos cordiales, su amigo,
Pablo Martínez Ferrer.

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