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miércoles, 18 de abril de 2012

Relato Nº1 de Guillermo Muñoz Pedrosa

Carta de una prisionera a un emperador.
A lord Velcegor I de Aracnia, hijo de la diosa reina Aracne, soberano del imperio y señor de los elfos oscuros:
En la lúgubre oscuridad de mi celda, sin el menor atisbo de lo que ocurre o pudiese ocurrir en el mundo exterior y a la espera de mi destino, decido dedicaros a vos, mi señor, estas palabras escritas como última voluntad exigida por alguien que no tiene mucho tiempo.
Llevo mucho tiempo encerrada aquí abajo, perdiendo la noción del tiempo, sin rumbo y teniendo muy presente los cargos de los que se me acusan y el destino que me espera por ellos, por ello pido a los dioses, en especial a la diosa Aileen, señora de la piedad y del amor supremo, que se apiade de mi alma.
Se los cargos de los que se me acusan, entre ellos, robo, atraco a mano armada y homicidio, y he afirmado con decisión no arrepentirme de ellos, aún sabiendo la condena a la que me llevan y que ando esperando mientras dejo estas palabras en mi celda para su majestad.
No me malinterprete, no soy mala persona, pero lo que ha sido mi vida desde que nací me ha hecho tal como soy ahora, pues ninguna criatura de la mortal creación de los dioses inmortales nace con el conocimiento y la sabiduría necesarios para lo que viene después de abandonar el útero materno. En eso somos todos iguales, tanto los elfos oscuros, como nuestros “primos” los elfos de la luz, los humanos, los enanos y los orcos. Hemos tenido que nacer, pero nadie nos dio a elegir.
Antes de continuar, os ruego que me perdonéis por haber comenzado esta divagación filosófica sin ni siquiera haberme presentado debidamente. Mi nombre es Sherezade. Soy una elfa oscura de la provincia de Kantio, de la Aracnia oriental. Nací en el seno de una familia de la aristocracia rural, por la que muy pronto me vi envuelta en los mundos de la muerte. Nací en el año 4 de la Nueva Era, poco después de que vuestra majestad subiese al trono imperial y derrocara a la jerarquía nobiliaria que había gobernado durante siglos. Desde ese momento, llevo deambulando por el mundo hasta hoy, en el año 20 de la Nueva Era donde mi vida llega a su ocaso a los 16 años de edad, lo cual ha sido poco tiempo teniendo en cuenta lo que nuestra raza es capaz de vivir.
No es la primera vez que piso una cárcel en lo que llevo de vida, y seguramente si sea la última. La primera vez, fue en las mazmorras del castillo en el que nací. Tenía cuatro años cuando me encerraron, y ya se sabe lo crueles que pueden ser los padres que viven en el pasado de nuestra sociedad. Tan malvados y decadentes como lo fue esta en otro tiempo. Me tenían encerrada en más de una ocasión, solo por el mero hecho de que no quería hacerme fuerte y perseguir el pasado que mi madre, por la mera ambición, deseaba que volviese. Ya se podréis imaginar cómo era mi madre, o matrona como le gustaba ser llamada, una mujer cruel que valoraba el odio y el desprecio al prójimo y la sucia ambición de subir en la escala social por medio del engaño y las tramas de asesinato. Mi padre tampoco era un ejemplo de buen ciudadano del nuevo imperio, era sucio y rastrero, y eso solo se veía superado por el odio que profesaba a mi madre y a todas las elfas oscuras en general. Con ambos pasé muchas penurias y sufrimientos encerrada en aquella cárcel, siendo víctima de palizas y, sobre todo por parte de mi padre, violaciones continuas. Me sentía sola, ya que no había ni hermanas ni sirvientes que pudiesen compartir mi dolor.
Llegué a los 10 años de edad. Harta y cansada de toda mi vida, busqué la manera de suicidarme. En una de las paredes vi una pequeña piedra con forma de punta de daga. Pensé que clavarme eso en el cuello podría poner fin a mi miseria, hasta que oí bajar a mi padre por las escaleras para saciar de nuevo su sed de odio y su necesidad sexual. Escondí la piedra entre mis harapos antes de que llegase abajo. Tras abrir la puerta de mi celda me agarró del pelo y comenzó a violarme como llevaba ya haciendo años. Me invadió la apatía en un principio, pero recordé la piedra que había encontrado en mi celda. Empecé a resistirme, el me acorraló y me apretó contra el suelo, cada vez me dolía más. Logré deslizar mi mano hasta la piedra. La cogí y se la clavé en el cuello varias veces. Intentaba gritar, asfixiándose poco a poco, mientras la sangre que manaba de su cuello caía y me envolvía. Se quedó tumbado, encima de mí rígido y con una expresión que, incluso hoy en día me persigue en sueños. Me quedé de rodillas, en absoluto silencio y cubierta de sangre hasta que llegó mi madre y vio lo que había hecho. No solo no derramó ni una sola lágrima por su marido muerto, sino que emitió una malévola sonrisa y no paró de murmurar que yo ya estaba lista. Después me sacó de mi celda, me limpió y me llevó a una habitación.
Siguió pasando el tiempo, y mi situación mejoró poco. No recibía ninguna muestra de amor por parte de mi madre y había pasado de los maltratos a una disciplina férrea y poco compasiva. Estaba claro que en el corazón de mi madre solo había ambición y odio. Días después de lo de mi padre, me di cuenta de cuál era la forma de escapar de esa pesadilla. Una noche, baje a la cocina mientras mi madre dormía, baje a las cocinas, cogí un cuchillo y subí a su habitación. Allí estaba, tumbada. Le atravesé el estómago con el puñal y abrió los ojos de pronto. Me miraba con cara de ira y gritando insultos y maldiciones. Entonces, con una cara de tristeza le atravesé el pecho. Murió al instante, con cara agonizante, y yo acabé envuelta en otro baño de líquido rojo. Abandoné aquel lugar para siempre, perdiendo lo poco de niña que quedaba en mí. Abandoné mi provincia y me fui errante durante mucho tiempo.
Tras dos años de exilio de la sociedad, decidí ir a una ciudad, intentando ganarme la vida como mendiga. Fue otra parte de mi vida en la que, en un principio me vi sin los dones de la compasión de los dioses. Apenas ganaba lo suficiente para comer, vivía a la intemperie o en las alcantarillas, hasta que el cruel destino me llevó a una celda de prisión, por haber intentado coger por la fuerza lo necesario para sobrevivir.
No fue tan malo como en el caso anterior, por lo menos me daban de comer y no estaba sometido a demasiadas torturas. A veces me veía en trabajos forzados, como picar piedra o cavar en una mina y recibiendo latigazos. En esta ocasión no estuve sola, pues me asignaron un compañero de celda. Fue una sensación extraña, no solo por tener compañía en una cárcel, sino porque mi compañero era un anciano humano. Un hombre llamado Anteo.
Al principio, fue difícil la convivencia con Anteo, apenas sabía cómo relacionarme con las demás personas y con alguien de otra raza muy distinta de la mía. Un día, simplemente, empezamos a hablar, contándonos sobre nosotros. Le expliqué como había acabado allí y lo que había sido de mi vida, todo mi sufrimiento y lo que había pasado para sobrevivir. Diría que le impresioné. A cambió el me contó que había sido un mago y que estaba en la cárcel por un error con un experimento. No sabía lo que era un mago, pero no le di mucha importancia, ya que, en los primeros reinados de su majestad, la justicia parecía estar solo de parte de los poderosos.
Durante esa estancia en la cárcel, Anteo fue no solo un instructor, sino también el padre que nunca tuve. Me enseñó a leer y a escribir, y me contaba historias y cuentos de su tierra natal, el reino de los seres humanos. Me demostró un gran afecto, y cuidó de mí el tiempo que pasamos juntos.
Nuestra instancia en la cárcel estaba siendo larga, ya habían pasado cuatro años desde que entré por robo y algunos atracos. Sentía que el mundo exterior cambiaba mientras nosotros estábamos en aquel submundo de marginados. Hasta que llegó el día en que podríamos haber visto la luz del sol. Ese día habían llevado a Anteo a trabajar a las minas, mientras yo esperaba pacientemente su regreso. Tardó en llegar pero venía alegre, parecía que no cabía en sí de gozo. Rebuscó en su atuendo harapiento y sacó una pequeña herramienta. Me explicó que aquel misterioso artefacto, al que llamaba ganzúa, podría abrir la puerta de la celda y permitirnos escapar.
Esa noche, mientras los guardias se turnaban consiguió abrir la puerta. Nos deslizamos en silencio hasta la superficie y tratamos de escapar por el patio. Pero no resultó como parecía. Estando ya en el patio, dirigiéndonos a la salida un guardia nos vio desde el muro y nos apuntó con una flecha. Tratamos de correr a la salida, pero el guardia disparó contra Anteo y lo mató en el acto. Quedé conmocionada, en un solo momento de esperanza había perdido a la única persona que me había querido como una hija. Le miré a los ojos llorando, mientras él suspiraba sus últimos alientos hasta que me dejó sola, con las manos manchadas de sangre al tocar su herida.
De mientras el guardia que le disparó llegó abajo. Se dirigió a mí apuntándome con su arco y diciendo que me diese la vuelta. Mi expresión se cambió, ya no sentía tristeza, sino un odio hacia el asesino que no pude contener. Cogí con disimulo la flecha que había dado muerte a Anteo mientras se acercaba por detrás. Cuando casi pudo llegar a tocarme, me di la vuelta deprisa y le clavé la flecha en el costado, atravesándolo de un lado a otro. Gritaba dolorido pidiendo refuerzos y un sanador. Mientras los otros guardias llegaban, lo tumbé en el suelo y le saqué la punta de la flecha. Al igual que había hecho con mi difunto padre, se la clavé en el cuello hasta que no llegó el aire al interior de su cuerpo y yo quedé bañada en sangre de nuevo. Llegaron los guardias. Intenté resistirme con todas mis fuerzas, pero me pegaron hasta que lograron reducirme, me ataron y me devolvieron a la cárcel, con grilletes en las manos y cadenas en los pies.
Ha sido solo cuestión de días que se dictara mi veredicto y ya mi verdugo se anda preparando para cumplir con mi sentencia. No obstante, he logrado pedir una última voluntad, la de escribir estas palabras, que no creo que sirva de nada, pero por lo menos quedará constancia de mí existencia y de mi sufrimiento.
Espero, señor de esta mi tierra, que recibáis esta carta que dejo como últimas palabras escritas. Que los dioses le bendigan y que me sean benévolos en la otra vida.

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