En una carta es más fácil. Tengo tiempo para escribir
exactamente lo que quiero y lo que siento, sin temor a que me malinterpretes.
Ah, los malos intérpretes y las cuestiones de amor. Que cometí un error, mujer, pero que eso no
significa que no te quiera. No es menos amor el que se rompe, es más amor el
que lo intenta de nuevo.
¿Servirá de algo que te escriba pidiéndote perdón? No lo sé.
No lo creo. Ha sido una recomendación. Por aquí a uno ya le conocen, ya saben
que soy más que parco en palabras, frente a frente. Y por una u otra razón,
cuando las suelto discutimos. Es por falta de entrenamiento. Me estoy acordando
ahora de esa horrible disputa que duró tres semanas. Cosas volando de un lado a
otro de la habitación, maletas que se hacían y se deshacían; noches frías, tú
en la derecha de la cama y yo en el borde que sobraba. Al final, tú necesitabas
escuchar esas dos palabras como aire en los pulmones. En cambio, yo no; yo ya
sabía que tú me querías. Pero tú –y temo pensar que al referirme a ti lo haga en
realidad a todas las tuyas, las del género femenino– eres de palabras vanas.
Podría haberte mentido, ¿te das cuenta? La mayoría de las veces, nuestras
emociones no se pueden describir con un par de palabras.
Pero sé que necesitas que te pida perdón, así, en un papel,
para que cada vez que lo leas puedas regodearte de satisfacción. Porque sabes
que no voy a volver a tomarme la molestia, que yo así no arreglo las cosas –donde
esté un Chardonnay, dos copas y una tórrida sesión de sexo exacerbada por el
espumoso, qué te voy a contar que no sepas–. Te conozco, mujer, tendrás una
astilla clavada en ese corazón que se hace el duro y dolerá como mil demonios.
Porque sí, porque vosotros sois así, trágicas y tercas aunque os tildéis de
emocionalmente modernas. Esto es culpa de la tradición cultural que venís
arrastrando desde Romeo y Julieta, y Tristán e Isolda, y quizás más
recientemente Crepúsculo –cuánto daño han hecho los vampiros sin necesidad de
sangre; los quemaría todos en una pira. A los actores también–. Te quiero decir
con esto, que te pueden rallar el coche, que puedes perder la cartera con cien
euros dentro y que alguna de tus amigas te puede dejar tirada antes de un viaje
a la sierra, que cualquier de esto no te dolerá nunca tanto como una ofensa mía.
En los buenos momentos, me consideras un padre salvador que todo lo puede,
desde elegir por ti un vestido bonito para una cena a llevar a ese monstruo que
tienes por hermana al dentista, que como tiene quince años y no le gusta ir
sola, ¡para eso estamos! ¡Para que tú te vayas de compras mientras uno, al que
das por hecho que nada tiene que hacer, haga de canguro de una adolescente
insufrible! Y aquí luego lo que importa es que te diga que te quiero como
mínimo una vez al día. Porque aguantar los lloros de tu hermana después de que
sale de la consulta con la boca ensangrentada no es amor, no. Es el Infierno.
Pero ya sabes, que tú, de cuando algo te molesta, no dices
nada. Tú tragas y engordas; luego explotas y todo se va de madre. Empiezas a
hablar del tiempo, que si va a llover, y me miras como si yo fuera Zeus y
estuviera en contra de que tú vayas en sandalias; cualquier tontería, cualquier
tontería. Cualquier tontería que ni siquiera te molesta realmente, y al final,
entre líneas, veo siempre el retorcido y auténtico motivo de tus delirios.
Alguno que normalmente está relacionado con mi déficit de atención o con mi
parquedad, ya antes mencionada y conocida desde que teníamos seis o siete años.
Luego cumples veinticinco y me sigues preguntando ‘¿es que no tienes nada más
que decir?’. No sé si yo sufro déficit de atención, de verdad, o es que me
estás volviendo loco con tu déficit de memoria.
Pero pienso que, a estas alturas, de lo mío, de lo tuyo, de
lo nuestro en último término, no hay perdón que valga. Ni en forma de carta ni
en nada. A otras mujeres es fácil comprarlas; a veces basta con un ramo de
rosas –rojas y por docenas, ya que si son menos se preguntan si ese es el
precio que vale su amor o bien cuán avaro es él– o incluso un beso robado, de
los que primero rehúyen como monjas a la tentación del pecado y después fingen
estar ofendidas por las formas poco caballerosas. Pero no tú, qué va, no eres
tú de ésas. A ti no te bastan los detalles de las comedias románticas, no te va
lo sencillo ni lo rápido ni lo barato –de perdonar, no de comprar–. Prefieres
lo eterno, que equivale a las palabras que tanto te gusta escuchar. Las flores
se marchitan, y el beso es efímero, pero supongo que te gusta oír lo que te
digo porque lo atesoras bien ahí dentro. Por eso me gustas. Complicas mi mundo,
mujer, y jamás me había gustado tanto complicarme la vida así como así. Lo que
pasa que, entre nosotros, siempre es más sencillo.
Todo lo que yo soy ahora, el camino que he recorrido hasta
aquí, es por ti. Te miro, porque me gusta mirarte. Casi todo el tiempo que
estamos en la misma habitación lo hago. Tú piensas que me llama la atención
algo, quizás tu ropa o tu peinado; yo pienso que eres lo más bonito que he
visto nunca. Por eso te miro. Y entonces todo desaparece, ya no hay nada más
que tú en mi mente. Ni recuerdo ya el origen de esta carta. Tenía algo que ver
con el perdón, con lo mío, con lo tuyo, con lo nuestro. No lo sé, mujer, ya no
me acuerdo.
Solo sé que te echo de menos. Que sentada cerca te siento
lejos. Cuando no me sonríes, de lado a lado y haciendo hoyuelos en las
mejillas, no eres tú, y yo ya no soy tan yo, sino un poco más tú. Así que, como
pensé que sería una buena manera de que sepas que te sigo queriendo, error tras
error, porque sí, te quiero, mujer, a pesar de que pongas en duda mis
sentimientos como si tú supieras lo que yo siento, como si tú estuvieras dentro
de mí. Quizás cuando leas esto lo estés un poco, un poco más de lo que ya lo
estás. Si eso es posible.
Que lo siento. Otra vez. Tengo una botella de Chardonnay en
el congelador, por si esta noche quieres hacer las paces.
No hay comentarios:
Publicar un comentario