CARTA
DE UN LOCO AL SR. MAUPASSANT
Apreciado señor Maupassant, me pongo en sus manos.
Disculpe si me falta el valor para tratar un asunto de
esta índole cara a cara y recurra a la frialdad de una carta escrita en la
distancia que me proteja de una mirada tal vez perturbada, incrédula o
recriminatoria.
Pero el problema del monstruo podría estar llegando a
un desenlace complejo y trágico.
¿Porqué todo se torció señor Maupassant?. Mi monstruo y
yo éramos lo que se puede decir felices.
Aún recuerdo el día en el que lo encontré. Estaba acurrucado en uno de los
cajones donde guardo juguetes rotos y lápices sin punta. Desde el fondo de
aquel cajón, agazapado entre cuchillos oxidados y sobres desgastados, abrió sus
horribles ojos amarillos como lunas llenas y el terror paralizó mi cuerpo. Sin
embargo qué bello me pareció desde aquel momento mi monstruo señor Maupassant.
No se trata de esa belleza física que nos empalaga y que podemos devorar en
pocos minutos. No, no es esa belleza que transita por los sentidos. Es otra. La
belleza que traspasa nuestra piel y penetra por sus poros inundándonos por
dentro. Como la belleza una soleada mañana de una ciudad
cualquiera. Como la belleza del viento cuando pretende ser
silencioso. ¿Me entiende usted señor Maupassant?.
Y en ese preciso instante, atravesado por su mirada
amarilla, atenazado por el miedo, hipnotizado por la belleza de mi monstruo, comprendí
que nunca nos separaríamos. Que en realidad mi monstruo y yo siempre estuvimos
juntos. Que nacimos en el mismo lugar y al mismo tiempo. Que de la mano
aprendimos y odiamos y supimos del amor, de la muerte, de la piel suave. Que
juntos volamos ciudades eternas y hablamos en mil idiomas con la misma voz y
supimos del dolor, del rencor, de la ira. Que juntos nos encaminaríamos a la
derrota definitiva.
Durante un largo periodo de tiempo tras este encuentro
mi monstruo aparecía a su antojo en cualquier momento. Por las noches me
despertaba con su cuerpo frío y verrugoso enroscado en mis pies. A veces
aparecía sobre la mesa y con su legua inflamada y azul comía de mi plato y
bebía el vino de mi copa. También en alguna ocasión aparecía por las espaldas
de personas a las que besaba mirándome fijamente con sus horribles ojos
amarillos como lunas llenas.
Pero yo tengo una vida a la que atender señor Maupassant.
Un trabajo en el que cumplir todos los días. Amigos a los que invitar a cenar.
Personas con las que a veces compartir mi cama.
Entonces decidí construir para mi monstruo un jardín.
Un pequeño jardín secreto en donde esconderlo. Y nunca falté a la cita diaria
con mi bello monstruo. Desde entonces cada día de mi vida he visitado nuestro
pequeño jardín secreto y he dejado que me atraviese con su mirada amarilla
helándome de terror.
Pero todo se ha torcido ya señor Maupassant, porque mi
monstruo ha amanecido esta mañana con una mirada de lunas rotas. Vulnerable,
frágil. Muriéndose.
Pero ningún monstruo muere de repente. No. Es un
proceso largo y doloroso. Una tortura que no he querido ver tan preocupado en
mi terror, tan ensimismado en su belleza.
¿Es posible que los monstruos no existan para vivir encerrados
en jardines secretos. Que los monstruos vivan para devorar a las personas con
las que nacen, señor Maupassant?.
Se muere. Respirando sin apenas fuerzas para llenar sus
pulmones.Qué haré entonces con su cuerpo corrompido. Con el
hedor insoportable que escapará del jardín secreto y llegará a mi trabajo, a
mis amigos, a mi cama.
Hace mucho comprendí que juntos llegaríamos a la
derrota definitiva. Imaginé un final más bello y más terrible, como corresponde
a las historias de monstruos. No esta lenta agonía putrefacta a la que me
abandona mi monstruo.
Señor Maupassant, usted es un experto en locuras del
alma, en pozos oscuros. Me pongo en sus manos.
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