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viernes, 20 de abril de 2012

- Relato 1 de Enrique Soler

Envidiada joven de generosa sonrisa, 

No conozco tu nombre. No te conozco a ti, más que por unos pocos minutos en los que nuestras vidas se han cruzado inexorablemente. No hemos intercambiado más que unas palabras, y sin embargo, el destino ordena que te envíe esta carta, por cuya lectura sabrás qué se escondía tras el rostro del conductor del taxi que paró aquella noche a tu señal.

Hace pocos años yo no era taxista aún. Era profesor, en un país muy distinto a éste. Y del que salí, como todos, con la esperanza de una vida mejor. Al llegar aquí no  era nada sino un inmigrante más, si puede decirse que eso es ser algo. No fue fácil, pues, empezar una nueva vida, obtener la licencia, comprar un destartalado coche de segunda mano.

Destartalado y viejo, pero lujoso y flamante a mis ojos, pues era fruto de enormes esfuerzos y promesa de mejores tiempos. El amor de mi joven esposa completaba la felicidad y me hacía sentir que mi vida estaba llena, y mis sueños a mi alcance. Me apresté con ilusión a agradecer a Dios su generosidad, siendo ejemplo de buen hacer para los que me rodeaban. Para hacerme aún más feliz, poco después llegó nuestro primer hijo.

Me sentía responsable de cada cliente que subía a mi taxi. Todo conductor toma en sus manos la seguridad de la vida de sus pasajeros. Sentía con ellos casi un vínculo personal. Al poner en su seguridad tanto cuidado como pondría en la de mi propia familia, sentía que devolvía en parte los regalos que me hacía el Destino.

Llegó el día, sin embargo, en que la gente dejó de subir a mi taxi. Como dejó de subir a todos los taxis, de entrar a los restaurantes, tiendas y peluquerías, de comprar coches y de pagar las cuotas de la hipoteca. Aunque no dejaron de comer, ni lo hicimos nosotros, ni lo hizo nuestro pequeño. 

Trabajaba día y noche sin pausa, catorce, dieciséis horas, y más, cada día, sin bajar del taxi. Pero nada era suficiente para seguir viviendo como antes. Cuando no pudimos pagar el alquiler, tuvimos que mudarnos a un cuartucho en un mal barrio. 

Esto era más de lo que nuestro maltratado matrimonio podía soportar. Cuando tampoco hubo dinero para el cuartucho, perdí a mi familia: mi esposa y mi hijo se fueron de la ciudad, y no tardaron en encontrar a otro hombre que pudo ofrecerles la vida que yo ya no podía darles. Y fue mejor así, porque quizá el amor habría hecho más llevadera la miseria que habríamos compartido, pero no habría alimentado la boca de nuestro hijo. 

No quedaba en mi corazón nada de lo que de bueno había habido poco antes. La desesperación no había dejado sitio para nada más. La noche que me despedí de ellos me emborraché por vez primera en mi vida, pero por la mañana tuve la lucidez necesaria para no subir al taxi en ese estado. No es que me importase ya mucho la seguridad de los viajeros, pero tampoco quería hacerles pagar por las desgracias que me habían tocado a mí. 

Seguí estando borracho varios días. Bebía y bebía para no salir de ese estado, único refugio de una realidad en la que no quedaba nada bueno para mí. Pero también para eso se acabó el dinero. Al final, cuando todas las puertas de los bares estuvieron cerradas par mí, volví a dormir a mi taxi. 

Fui despertado por los golpes en el cristal de un policía. Me ordenó bajar y me registró, mientras otro inspeccionaba el interior del coche. No fue fácil convencerles de que el inmigrante borracho estaba durmiendo en su propio taxi. 
Se fueron, finalmente, con la advertencia de que sería detenido la próxima vez.
 Mi cabeza estaba perfectamente clara. Volvía a poner los pies en la realidad de la que había huido. El dolor que había conseguido adormecer fue despertando, más punzante aún por la espera. 

Deambulé por la ciudad todo el día. Al atardecer mi mirada se topó de pronto con una estampa triste, desoladora, agónica: el rostro de un hombre derrotado, que sin ser capaz de luchar hasta el final había huido, resignándose con ello a cargar con su desdicha para siempre. Mi propio rostro, cuyo reflejo me miraba desde un escaparate, al principio inexpresivo, y poco a poco con profundo desprecio. Esa expresión me decía que había llegado la hora: la imagen que había visto era la de un hombre que ni merecía, ni deseaba seguir viviendo.

Había tomado una determinación, pero de pronto supe que era una determinación que no habría de cumplirse. Dios me había allanado el camino a la felicidad tiempo atrás y me había visto disfrutarla, y fui consciente de que ahora iba a verme atravesar el páramo hacia el que había decidido guiarme. No estaba en mi mano hacerle  renunciar a ello. Cuando noté que una fuerza desviaba mis pasos del destino que yo les había dado, supe que la lucha debía continuar hasta el final. Volvería a trabajar, dejaría de beber. Estaba abocado a seguir debatiéndome, como un pez que, varado en la playa, intenta desesperadamente volver al agua.

Ya había oscurecido. Mis nuevos pasos me llevaron de vuelta a mi taxi. Con la señal de “Libre” encendida, enfilé el centro de la ciudad, en busca de clientes. 
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Ése era yo, y esa era mi vida cuando me paraste. Al borde de la acera, con la mano en alto, eras una estampa alegre, bella, rebosante de vida: la imagen de una joven a la que sin duda esperaba una vida feliz, y que sin embargo se preocupaba por la felicidad de los demás, regalando una sonrisa generosa a un desconocido taxista malhumorado. 

No puedo decir exactamente qué mezcla de sentimientos me infundió tu sonrisa. Mientras dirigía el taxi al lugar que me habías indicado, su recuerdo llenaba por completo mi cabeza. Sólo otra imagen se iba abriendo paso junto a ella, y era la del rostro derrotado que poco antes me había mirado desde el escaparate. 

Me corroía por dentro pensar en lo agradable y completa que debía ser tu vida, en los regalos que te aguardaban aún en el futuro, en los sueños que aún habrías de ver cumplidos. A ti te estaban esperando todavía todas esas bendiciones, de las que a mi ya no me quedaba siquiera la esperanza. Toda mi desesperación estaba concentrándose y tomando la forma de un profundo odio hacia ti.

Por la preocupación de tu cara supe que ese odio se estaba filtrando hacia el exterior, ocupando mi cara, mis manos, mis pies, que no podían dejar de acelerar. La expresión de tu rostro se estaba convirtiendo en una de verdadera ansiedad. Cuando nuestros ojos se encontraron, tu mirada hizo aparecer en mi mente una idea tenebrosa que me hizo sonreír. 

Esa idea no me ha abandonado desde entonces. Es la idea que nublaba por completo mi mente cuando tu horrorizada mirada volvió de mi sonrisa a mis ojos, y de ellos a lo que nos aguardaba a unos pocos metros. Es la idea que cerró mis oídos a tus gritos. Es la idea que hizo inconmovibles mis manos, cuando intentaste moverlas sobre el volante, la idea que empujó mis pies aún con más fuerza sobre el acelerador. La idea que me hizo sentir una cruel y destructiva satisfacción en el momento final en que te tapaste la cara con las manos. 

La idea que, desde aquel día, me tortura a cada instante y me hace desear dolorosamente la muerte, aunque sé que no me será concedida. 

La idea de que ese día volví a tener en mis manos todo lo que me había sido arrebatado, y lo destruí para que tampoco fuese nunca tuyo.

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Quizá alguna vez salgas de este hospital. Quizá puedas seguir viviendo tu vida, truncada en el punto en el que se cruzó con la mía. Quizá sientas la desesperación del que ha perdido todo lo que tenía.

Si eso ocurre, en esta carta encontrarás un pobre consuelo: el testimonio del sufrimiento, infinitamente mayor, de tu verdugo.  

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