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martes, 17 de abril de 2012

-Relato 1 de Cristóbal Ruiz Cuadra

Mi muy querido Andrés:

Tras este tiempo de silencio calmo, una vez superado el horror, me decido por fin a escribirte. No es fácil tampoco en este lugar encontrar momento para hacerlo, pero era algo pendiente, irrenunciable. Sé que conoces de mi retiro del mundo. Y yo, aunque no tengo noticias directas tuyas, percibo que estás bien, dinámico y centrado como siempre, lo sé. Aquí, a veces pienso que por fortuna, no hay más que un teléfono, un cordón umbilical que nos une al mundo y que termina en curvas de baquelita negra. Y sólo el prior puede usarlo en casos de gravedad.

Tampoco tenemos más contacto con el exterior que alguna noticia comentada en el refectorio. No nos hacen falta. Y cuando llegan, son tan ajenas como si nos hablaran de otros planetas. No interesan. Al menos ya no a mí.

No creas que mi vida aquí es triste, ni mucho menos. Tras la construcción de la Torre y sus circunstancias, tan ajenas a la lógica para mi limitada inteligencia, he encontrado un mundo ordenado, alfabético, donde una cosa sigue a la siguiente que sigue a la siguiente, y así de forma contínua ad infinitum. La Regla, esa palabra que desata imaginaciones lúgubres de obediencia y sumisión, me ha liberado. Ya no preciso organizar nada, y sé que mis pobres actuaciones sólo a mi benefician o perjudican, lo que constituye un tremendo descanso para un viejo. Y es una agradable forma de terminar mi vida. En cuanto a Dios… Espero que Él sepa hacer que la fe encuentre un hueco en mi mente de pecador, y me haga ver la luz de la que ahora mismo carezco. Él sabe que soy honesto, y, si existe, no podrá castigarme.

He pensado mucho, como te decía, durante este primer tiempo retirado, en los hechos acaecidos en la ciudad, y, por ello, quería que supieras parte de las cosas que desconoces. Aunque tú también estuviste allí, sólo podías ver lo de todos, cegados por los destellos de lo evidente, sin sospechar que existían cosas bullentes, que se movían y vivían casi a vuestro lado, pero ese “casi” las hacía tan remotas como si existieran en otra galaxia, en un universo infinitamente paralelo, en el que sólo el que extendiera la mano en la dirección correcta podía participar de ambas realidades.

¿Recuerdas como se desarrollaba en aquel tiempo el trabajo en el estudio? Atravesábamos una época de mucho éxito. Nuestros diseños de edificios de oficinas eran la envidia insana de la competencia. Acabábamos de ganar el Pritzker. Tu no llevabas mucho tiempo con nosotros; aún conservabas (y cuando lo evoco es como si te viera), el aire de recién salido de la escuela, con la cabeza llena de teorías maravillosas que hablaban de líneas puras, de funciones y formas integradas… Eso pienso que fue lo que nos decidió a contratarte; realmente creías en aquello que defendías con la convicción y la mirada ardiente de un profeta bíblico, un Jonás o un Ezequiel viviente.

Como recién llegado aún no participabas de las decisiones de contratación. Por tanto desconoces como se gestó el contrato de la Torre. Podía haber sido sólo el capricho de un multimillonario excéntrico, pero la insistencia del cliente (un tipo absolutamente gris y anodino en apariencia) en tratar únicamente conmigo, en hacerlo a horas en las que me quedaba solo en el estudio, y aquella terquedad en ser nadie más que él quien tomara decisiones respecto a la empresa que la iba a construir debió ponerme en guardia. Pero no lo hizo. Yo estaba absolutamente embriagado por mis éxitos y no veía estas cosas, luego, por desgracia, tan evidentes.

Pese a las advertencias y prohibiciones de usar colaboradores no tuve más remedio que pedirte que me ayudaras en el diseño. Me faltaban horas al día para poder llevarlo todo a término, y en lo más laborioso te necesitaba. Fuiste discreto, Andrés. Aceptaste mis explicaciones acerca de un proyecto tan singular, y pese a la rareza del encargo y los pocos datos que te pude aportar ejecutaste un trabajo excelente. No comprendías los requerimientos de cargas que se nos pidieron “¡estos cimientos pueden soportar un edificio tres veces más alto que el que vamos a diseñar! ¿por qué?” Y yo sólo pude encogerme de hombros y animarte a que siguieras con la tarea.

Retomo la carta tras la oración de Laudes. Hace demasiado frío para salir a trabajar fuera, y el prior nos ha conminado a regresar a las celdas a estudiar. Aprovecho y te sigo escribiendo, aunque no debiera abandonar mis obligaciones, pero esta carta catártica es el último nexo que me queda por romper con el pasado.

Entregaste tu parte de los cálculos a tiempo, ¿recuerdas?. En mi última reunión con el cliente, secretísima como todas, le pude dar los planos definitivos. Había sido un trabajo muy minucioso. No había en él nada dejado al azar. Pero ya con el proyecto acabado, la sensación que tenía era la misma que tú ya habías descubierto. Se nos pedían ciertas cosas de una determinada manera, pero era un proyecto inacabado. Alguien iba a construir encima algo, ignoto e inconfesable, y se había tomado muchas molestias en que no se necesitara modificar para nada la primera sección del edificio.

El pago fue en efectivo, una cantidad muy superior a lo que hubiera costado un proyecto de ese tipo. Como te digo, totalmente cegado de vanidad, pensé que era la justa retribución a nuestros desvelos. E incluso acepté sin dudar la dirección de las obras, pese a no haber participado en la elección de la constructora.

Al día siguiente nos fuimos toda la oficina a comer, oficialmente para tener un día de confraternización, pero (y te vuelvo a ver haciéndome aquél guiño divertido) tú y yo sabíamos el verdadero motivo. Un contrato como ese no se conseguía todos los días. Y los trámites de la licencia, siempre tortuosos y lentos, estaban misteriosamente arreglados en apenas dos semanas. La obra tenía un objetivo muy concreto, que era acabar antes de diez meses. El plazo me parecía irreal, por mucho voluntarismo que se le quisiera poner al asunto, pero, como tantas otras cosas, fue impuesto.

Nunca he visto desarrollarse un trabajo como aquél. Tú carecías de experiencia en obra, pero notabas que las cosas iban demasiado bien. Nuestra labor era casi inexistente. Todo se ejecutaba de acuerdo a planos y plazos. Ningún problema de suministros, jamás se acercó por el recinto una inspección de tipo alguno. Incluso los mismos trabajadores estaban imbuídos de ese aura extraña. Parecían robots. No hablaban apenas entre ellos, no se quejaban,…

Se cumplieron las expectativas; se terminaron los trabajos en el tiempo previsto. Recibimos nuestro último pago. Nos exigieron la entrega de toda la documentación generada. Recuerdo muy bien tu sorpresa cuando entraron en nuestra oficina de obra y retiraron los ordenadores. Te quejaste, pero yo sabía que tu queja era inútil. Esa fue una de las condiciones del trato, y no se podía hacer nada más.

Sé que durante la construcción subiste mucho a la última planta. Seguías preguntándote cosas, que tu mente técnica y lúcida no podía digerir sin más. Pero estoy convencido que pese a ello no descubriste nada, o me lo hubieras dicho. Yo, más curtido en las lides del mundo, también estaba intrigado, pero desvié mi investigación por otros derroteros.

Con la obra acabada ya estábamos desligados del proyecto. Luego vino la gran Crisis, el cierre del estudio, el año oscuro. Intenté mantenerte a mi lado, pero era imposible. No había trabajo, y gracias a que pudimos arreglarte lo del contrato en Canadá seguiste en activo. Siempre me has dicho que me estarías eternamente agradecido por aquello. Ahora te lo puedo decir con claridad: no hay absolutamente nada que agradecer. Lo que conseguiste, fue por tus méritos y tu trabajo. Y a mi me otorgabas el placer semipaternal y hedonista de presumir ante  otros colegas de que alguien como tú se hubiera formado conmigo. Eras una apuesta segura.

Yo permanecí en la ciudad. Se volvió lúgubre y oscura. Nadie limpiaba las calles, atestadas las esquinas y portales de gente durmiendo entre bolsas de plástico. Los edificios se colorearon de gris. Las avenidas rebosantes de tráfico ahora raramente escupían algún vehículo oficial, remendado, ajeno a semáforos y señales.

Sólo permanecía inalterado el entorno de la Torre. Totalmente nueva, sin señal del paso del tiempo, conservaba su entorno libre de mendigos. Cerrada a cal y canto, nadie entraba ni salía nunca de ella. Y desde la calle era imposible advinar si, confirmando nuestras suposiciones, se había construído algo en la última planta.

Lo que en un comienzo había sido una curiosidad inocente me fue ocupando cada vez más tiempo. En aquellos días vivía fuera de la ciudad, ajeno en lo posible a los vaivenes de una urbe extraña, totalmente distinta de la que había amado tiempo atrás. Pues comencé a encaminar mis largos paseos a los entornos de la Torre. Vestido de la forma más miserable, como siempre que quería no ser molestado, terminé rondándola casi a diario.

(Una araña se descuelga sobre la mesa. Reverentemente la tomo con el dorso de una cuartilla y la acerco a la pared de la ventana, no vaya a lastimarla aplastándola con mis hojas y libracos. Al notar bajo las patitas la aspereza de la pared encalada y sentirse libre, huye despavorida hacia el techo)

La curiosidad me estaba atrapando. La noche del segundo día de ronda bajé de la buhardilla al regresar a casa la caja de proyectos con las copias en papel que pude esconder de los inquisidores requerimientos del cliente. Algún plano garabateado con tus anotaciones reflejaba los grados de ejecución de los forjados. Y entre los últimos papeles estaba la lista de mis pesquisas. La licencia de obras era totalmente estándar, pero se había solicitado a nombre de una sociedad extraña, desconocida incluso para mi que me movía con soltura en este mundillo. Las fechas de entrada en registro y de concesión de la misma variaban en sólo un día, como si alguien la hubiese llevado en persona recabando autorizaciones sin problemas.Y se había liquidado su tasa en efectivo.

Una de las mañanas, arriesgándome más de lo necesario, me aproximé a la puerta principal, con andares erráticos de vagabundo borracho. El corazón se me aceleraba por instantes. No sabía a lo que me enfrentaba, solo tenía la evidencia que nunca se veían personas en el entorno. Conforme me acercaba, la doble puerta de cuarterones de bronce crecía más y más, hasta convertirse en muralla. Dos cámaras de vigilancia habían girado suavemente hacia mí, con el siseo bífido de una cobra gigante presta a inocular su ponzoña. Mi estómago me ordenaba dar la vuelta y huir, pero ya no podía. Esperaba sentir en cualquier momento un disparo, o algún tipo de radiación mortal.

No ocurrió nada. Ya tocaba la superficie de las puertas, y no había tenido impedimento. Las empujé, sin convencimiento, imaginando que estarían cerradas. Pero no; se abrieron al sólo contacto de mis manos, con algún servomecanismo que no diseñamos nosotros. Tragué saliva y me introduje en el enorme atrio de entrada. Todo desierto, pero limpio como recién inagurado. Me dirigí al ascensor principal, ese que te empeñaste en que también panelásemos en bronce bruñido y aperturas amplias de cristal, que me estaba aguardando con sus puertas abiertas, y en ese momento confirmé parte de nuestras sospechas: había muchas más plantas que las que inicialmente diseñamos (pero ¿cómo habían conseguido ocultarlas desde el exterior?).

Naturalmente, pulsé el botón más alto. En las plantas que iba atravesando sí podía intuir actividad. Personal con la misma expresión robótica que vimos en los de la empresa constructora se concentraban delante de pantallas de ordenador. Nadie miró al ascensor que subía.

Llegué a la última planta. No hubo más que un leve estremecimiento cuando el cubo de bronce y cristal llego a su altura, exacta, perfecta. La apertura neumática de las puertas tampoco produjo ruido alguno. Me atreví a salir.

Toda la planta era una réplica exacta de nuestro estudio. La disposición de los despachos, la tipología de ordenadores, el archivo y… el personal. Éramos nosotros. Estabas tú, Andrés, con la chaqueta verde con coderas que solías llevar en ese tiempo, pero no tenías la corbata semiabierta, sino bien firme el nudo. En las mesas no había planos desparramados, como solíamos tener, sino cajones meticulosamente dispuestos, con milimétrica simetría. Y podía verme a mí, en mi mesa, tras las paredes de cristal que separaban el espacio común. Incluso mi yo levantó la vista hacia dónde estaba, una vista vacía, y no debió ver nada extraño, porque siguió enfrascado en su tarea.

Me di la vuelta hacia el ascensor con el corazón paralizado por el horror. No tenía sentido hacer otra cosa. Nadie me detuvo. Pulsé el botón de la planta baja. No recuerdo haber mirado el resto de plantas mientras descendía. Tampoco volví la vista atrás mientras abandonaba el edificio. No podía girar la cabeza. Sólo al llegar a casa, tras casi dos horas de camino aterrorizado, sin pensar en nada, me dije que algún día, cuando hubiera digerido el miedo, te lo tenía que contar. Tus sospechas, y las mías, eran ciertas. No sé por qué se me permitió ver aquello. Y percibo claramente que ninguno de mis hermanos porta sucesos semejantes en su memoria. Aunque me fue dado entrar y salir, algo horrible flota allí, Andrés. Sé que vives lejos, y que no vas a volver, pero guárdate de acercarte jamás a la Torre. Este es mi mensaje, y a la vez mi ruego.

Termino ya; se acaba el periodo de estudio. Oigo la campanilla que se aproxima para recordarnos que hemos de ir a Tercia. Si me autorizan, mañana un hermano lego te franqueará la carta. No me escribas. No me llegará, tenemos prohibido recibir nada de fuera. Y vive en paz, sin preocuparte. Yo estoy bien. Feliz. Fuera no me queda nada que merezca la pena. Pero a ti sí. Por eso te escribo.

Un abrazo fraternal,

Julio.

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