EL COLECCIONISTA
Estimado Sr. Blanco:
Mi nombre es Daniel Rupérez, y a través de don Anselmo Rigorta he sabido
de su magnífica colección filatélica; afición que comparto con usted, aunque mi
colección sea bastante más modesta. Me dirijo a usted para solicitar su
colaboración para localizar un sello de la serie de Isabel II de 5 reales de
1855 que hace tiempo vengo buscando con máximo interés y que por estas tierras
me ha sido imposible conseguir. No es que yo sea un coleccionista completista;
al contrario, son escasísimas las colecciones que he podido consumar hasta
ahora, y eso que la afición me viene desde niño. Yo creo que todo empezó con mi
abuela, que era modista y ya desde muy pequeño, desde que me alcanzan los
recuerdos, me fascinaba una caja de caramelos cuadrada, que tenía llena de
botones de todos los tamaños y colores. Cada vez que podía la cogía y hundía
mis manos entre ello, los revolvía, luego los sacaba y podía llevarme horas
clasificándolos por colores, tamaños, formas…
Pero en verdad, lo primero que empecé a juntar fueron monedas de dos
reales – recordará que tenían un agujero en el centro. Yo cogía una cuerda, le
hacía un nudo en una punta y ensartaba las monedas en ella. No me importaba
renunciar a las chucherías que me pudiera comprar con los dos reales, por el
placer que me producía ver cómo el esparto se iba metalizando poco a poco. La
colgué en la pared cerca de mi cama y me
dormía contemplando el brillo de aquella ristra de monedas y calculando cuánto
tiempo tardaría en cubrir los centímetros de cuerda que quedaban visibles. “Este
niño va a ser muy ahorrador” – solía decir mi madre, ajena al objetivo de mi
afición.
Paralelamente
coleccionaba, como no, chapas, que guardaba en una lata de dulce de membrillo
negra con unos claveles amarillos y rojos pintados en la tapa, y recuerdo como
si fuera ahora mismo la sensación que me producía abrirla y ver cómo el espacio
interior se iba agotando poco a poco, hasta estar totalmente ocupado por
aquellos platillos de vivísimos colores. También coleccionaba cromos y estampas,
que intercambiaba con mis compañeros en el patio del colegio, y cuando no les
interesaban ninguno de los que yo tenía repetidos no me importaba hacer el
trueque con un lápiz, una goma de borrar (que mamá no se explicaba cómo podía
perder tantos lápices y gomas), o con mi propia merienda; ese trozo de pan con
chocolate que siempre llevaba para el recreo. Lo mismo ocurría con las canicas,
que era otra afición común entre los chavales
de mi edad, aunque yo jamás jugué con ellas; sólo me interesaba coleccionarlas.
Las tenía en un gran bote de melocotones en almíbar que alguien le llevó a mamá
el día que nació mi hermano pequeño. Me extasiaba el destello a través del
cristal de esas bolitas de colores, también de cristal, y sentía un inexplicable
placer cada vez que introducía una nueva en él.
Un verano pasamos
unos días en la playa toda la familia, y empecé a coleccionar conchas y
piedras. Era la primera vez que veía el mar, pero, más que esa inmensa cantidad
de agua en continuo movimiento me fascinaron los minerales redondeados por la
erosión, blancos, grises, canela o negros y esas conchas y caracolas que olían y
sonaban a mar, y ahora reposaban aquí y allá dispersos por toda la playa entre
los finos granos de arena, esperando que yo los descubriera. Volví a casa con
todos los que pude meter en la pequeña maleta destinada al equipaje de mi
hermano y mío, además de los que cupieron en los bolsillos de la ropa que
llevaba puesta y en unos cartuchos que hice con papeles de periódico que luego até
con cuerdas. Mamá protestaba por la cantidad, pero si consintió que me llevara
todo lo que había acumulado esos días, más que por darme el capricho a mí fue
porque a ella, en el fondo, también le gustaban.
El abandono de
la infancia no conllevó el de mi afición por coleccionar. Al contrario, cuando
empecé a trabajar como funcionario, el recibir una paga (aunque no muy grande)
todos los meses, me permitió acceder a otras colecciones algo más caras.
Descubrí la filatelia por las cartas que llegaban a la oficina. ¿Cómo podían ir
esos maravillosos timbres a la papelera? Luego empecé a coleccionar sellos no
usado, y mis visitas a la filatelia me llevaron sin darme cuenta a la colección
numismática. Nunca he comprendido cómo a la mayoría de las personas les pasa
desapercibida durante toda su vida la belleza de multitud de pequeños objetos
que nos rodean. ¿Cómo alguien puede tirar una chapa de una botella, una
cajetilla de cerillas, el sobre timbrado de una carta, una vitola de un puro… sin
pararse siquiera a observar y disfrutar de esas pequeñas obras de arte? Cuando
me casé con Marta yo ya coleccionaba esas cosas, además de almanaques de
bolsillo, postales, fotografías, corchos de botellas de vino…
Nuestro primer
piso de casados era un pequeño apartamento de unos cincuenta metros cuadrados
que se distribuían en dos dormitorios, cocina, un saloncito y un pequeño baño.
Así que dejamos el dormitorio pequeño para mis colecciones. Marta prefería que
todos mis objetos estuviesen recogidos en una habitación, a que estuviesen
esparcidos por toda la casa. Cubrí con estanterías hasta el techo las cuatro
paredes y quedó fantástico, había sitio para todo y sobraba. Mis colecciones
crecían y crecían sin prisas pero sin pausa y, aunque sustituí la mesa que
había en el centro de la habitación por dos cómodas que coloqué unidas por la
trasera formando un cubo con cuatro hermosos cajones para cada lado, poco a
poco también se fueron llenando totalmente.
Marta, se
quejaba de que no había manera de mantener el orden “entre tanto cacharro”,
porque por entonces mis colecciones ya habían invadido totalmente el espacio
disponible en nuestro dormitorio y parte del salón, donde coloqué en baldas la colección
de latas de cerveza y colgué de puntillas la de llaveros, rellenando todo el
espacio libre que quedaba en la pared. Por fin decidimos mudarnos y,
sacrificando la zona céntrica donde vivíamos, además de una pequeña hipoteca, conseguimos
una casa de dos plantas en las afueras, donde la planta alta era diáfana, como
una especie de buhardilla, ideal para que yo pudiera alojar cómodamente mis
colecciones.
Marta estaba
contenta porque mis cosas y yo disponíamos de toda la planta alta mientras en la
baja dispuso – según decía, “una casa normal”. Colocó algunas macetas en las
ventanas y hasta trajo a casa un gato recién nacido que alguien le regaló. Lo
único que accedió a poner abajo fue mi
colección de miniaturas de bebidas, que como eran muy vistosas no le importó
colocarla en varias baldas colgadas en una pared del salón, con la condición de
que yo me encargase de pasarles el plumero de vez en cuando.
Al poco de
estrenar la casa empezó mi afición por los libros. Un compañero de trabajo me
suscribió a un club de lectura del que era socio, con lo que le regalaron un
reloj despertador. A mi no me había interesado especialmente la lectura porque
no tenía tiempo, ya que casi todo lo empleaba en buscar y rebuscar nuevas
piezas para mis colecciones, y todo lo que leía era el periódico y algunos de
los tebeos de mi colección. Pero el suegro de este compañero era representante
de varios artículos de alimentación y a veces me traía unos almanaques de
bolsillo muy vistosos y, sobre todo, botellitas de licor en miniatura; una de
mis colecciones favoritas. Así que me vi en el compromiso de aceptar. La
suscripción consistía en que yo recibía una revista trimestral de la que tenía
que comprar al menos un libro o un disco (porque también tenían discos). Marta ojeó
la primera revista y eligió un libro, lo pedí y a los pocos días lo recibimos
en casa. Se trataba de una obra clásica, La Celestina , encuadernada
en piel marrón con las letras doradas. El libro era tan hermoso que lo cogí, lo
hojee y me encantó la textura de la piel, las letras doradas, el suave papel, la
mezcla de olores a piel, tinta… A este siguieron muchos otros que, como en la
buhardilla ya no cabía nada, empezamos a guardar en estanterías en lo que Marta
había dedicado a “habitación de invitados”. Yo sé que eso era un eufemismo
porque jamás teníamos invitados, y que en el fondo era la habitación que le
habría gustado que fuera “de los niños”, pero la desgracia o la suerte quisieron que no
los tuviéramos.
Un día, al
llegar a casa me esperaba un gran disgusto. Resulta que el gato había dado un
salto para subirse encima de un mueble que teníamos en el salón y chocó contra una
de las baldas de botellitas tirándolas todas al suelo. No se salvó ni una y mi
desolación era que el suegro del compañero que me había facilitado muchas de
ellas acababa de fallecer y ahora me iba a resultar casi imposible reponerlas. Mientras,
a Marta, sólo le preocupaba que el maldito gato no se hubiese tragado algún
cristal, porque tras el susto, parece que el cabrón probó alguno de los licores
que no le desagradaron y cuando Marta volvió de la compra lo encontró, en medio
del desaguisado, lamiendo entre los cristales del suelo. Sea como fuere, al día
siguiente el gato amaneció muerto. Marta siempre pensó que yo había tenido algo
que ver en el final del pobre bicho, pero juro que no fue así, aunque no por
falta de ganas.
Al ir pasando el
tiempo las estanterías rebosaban, por lo que decidí apilar los libros directamente
en el suelo; y colocando los mayores debajo y los más pequeños encima se
conseguía llegar a una altura considerable sin que se cayeran al suelo. No sé
si me atraía más la idea de leerlos, la de poseerlos, la estética de sus diversos
colores, texturas y tamaños, o la sensación de poder infinito que me producía
el pensar en la multitud de historias y personajes de todas las épocas que allí
dormían esperando que yo los despertase; dependiendo de mí para volver a tomar
vida.
Finalmente Marta
accedió a que desapareciera la habitación de invitados (en verdad sólo tenía
una cama, una mesilla y una percha) y la ocupasen mis colecciones. Con el
tiempo, la habitación estuvo llena y no
tuve más remedio que ocupar parte del espacio que quedaba libre en nuestro
dormitorio. Allí seguí colocando libros y discos, porque por esa época nos
habíamos comprado un tocadiscos y empecé mi colección. Luego compramos un
radio-cassette y, claro, no me pude resistir a grabar las canciones que ponían
en la radio y empezar a coleccionarlas en cintas. Más tarde vino un vídeo, lo
que me permitió empezar una a coleccionar películas. Marta al principio hasta disfrutaba
con estos inventos y pasaba bastante tiempo escuchando música, leyendo o viendo
películas, pero no sé por qué le fue cambiando el carácter progresivamente y
hasta parecía que le molestara cuando me veía aparecer con discos, películas o
libros nuevos.
Un día al volver
del trabajo encontré una carta suya, diciéndome que me abandonaba y que otro
día volvería por el resto de sus muy escasos enseres. Y así fue, a los pocos
días volvió, estando yo también ausente, se llevó el resto de su ropa, las fotos de su
familia y poco más, y me dejó su llave sobre la mesa. No he vuelto a verla y
jamás comprendí por qué hizo aquello. Jamás la traté mal ni le faltó un sueldo
todos los meses. El caso es que desde entonces, hace ya casi quince años vivo
solo.
Cuando se fue
Marta quité la cama de matrimonio y aproveché esa habitación, que era la mayor
para mis colecciones. Yo me fui a dormir al salón, con un sofá cama tenía
suficiente, y así volví a conseguir espacio libre. Pero la tecnología es una
traidora en este sentido, porque pronto apareció el CD, y el DVD, lo que me
obligaron a empezar otras nuevas. Claro está, sin abandonar ni deshacerme de
ninguna de las anteriores.
A día de hoy mi
casa se ha convertido en un pasillo que empieza en la puerta de entrada y
recorre las distintas dependencias. Todo el espacio a izquierda y derecha de estos
estrechos pasillos está ocupado, prácticamente de suelo a techo. Como no
dispongo de medios para volver a mudarme a otra casa mayor he tenido que
agudizar el ingenio. Sustituí la bañera por una ducha y en el espacio restante
puse un mueble donde guardo las antiguas cámaras de foto que he ido
sustituyendo por las digitales así como las antiguas cámaras de súper 8 y aparatos
de música y video, ya obsoletos. En la cocina, como yo guiso poco, vacié los muebles
de cacerolas y ollas y los aproveché para mi colección de latas de galletas,
cajas de caramelos, botes de conservas… Además, como no uso el horno, allí
guardo mi colección de cajas de cremas de zapatos.
Hace tiempo
empecé en el ordenador una base de datos con todos estos objetos. No sé si lo
acabaré algún día, pero mi ilusión es clasificarlos, numerar las estanterías,
cajas, muebles, baúles, etc. para tenerlos todos localizados. De momento, mi
mayor empeño es conseguir concluir alguna de las colecciones en las que me
falten pocas piezas para completarla. Y es que el coleccionismo es como un pozo
sin fondo que por mucho que se le eche nunca se le ve el final; es vivir en un
continuo y eterno “pendiente” y este pensamiento me provoca gran ansiedad y me lleva
a continuas depresiones, porque pienso que llevo toda la vida dedicado a una
obra que aún está inconclusa. Por eso, el doctor Rigorta me habló de usted,
porque piensa que conseguir ese sello subiría mi autoestima y esto ayudaría
mucho junto con el tratamiento a mi recuperación. Y es que si tuviera la suerte
de conseguirlo, completaría la serie de Isabel II anterior a 1800, y con ello
una de las colecciones que más me ha ilusionado. Lo que supondría una
recompensa a la constancia de muchos años y un acicate en esta eterna afición.
Es por eso por
lo que encarecidamente le pido su ayuda al respecto y espero ansiosamente su
respuesta.
Afectuosamente,
Muy bueno. Me ha gustado. felicidades.
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