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miércoles, 18 de abril de 2012

-Relato 1 de Concha Núñez


EL COLECCIONISTA

Estimado Sr. Blanco:
Mi nombre es Daniel Rupérez, y a través de don Anselmo Rigorta he sabido de su magnífica colección filatélica; afición que comparto con usted, aunque mi colección sea bastante más modesta. Me dirijo a usted para solicitar su colaboración para localizar un sello de la serie de Isabel II de 5 reales de 1855 que hace tiempo vengo buscando con máximo interés y que por estas tierras me ha sido imposible conseguir. No es que yo sea un coleccionista completista; al contrario, son escasísimas las colecciones que he podido consumar hasta ahora, y eso que la afición me viene desde niño. Yo creo que todo empezó con mi abuela, que era modista y ya desde muy pequeño, desde que me alcanzan los recuerdos, me fascinaba una caja de caramelos cuadrada, que tenía llena de botones de todos los tamaños y colores. Cada vez que podía la cogía y hundía mis manos entre ello, los revolvía, luego los sacaba y podía llevarme horas clasificándolos por colores, tamaños, formas…
Pero en verdad, lo primero que empecé a juntar fueron monedas de dos reales – recordará que tenían un agujero en el centro. Yo cogía una cuerda, le hacía un nudo en una punta y ensartaba las monedas en ella. No me importaba renunciar a las chucherías que me pudiera comprar con los dos reales, por el placer que me producía ver cómo el esparto se iba metalizando poco a poco. La colgué en la pared  cerca de mi cama y me dormía contemplando el brillo de aquella ristra de monedas y calculando cuánto tiempo tardaría en cubrir los centímetros de cuerda que quedaban visibles. “Este niño va a ser muy ahorrador” – solía decir mi madre, ajena al objetivo de mi afición.
Paralelamente coleccionaba, como no, chapas, que guardaba en una lata de dulce de membrillo negra con unos claveles amarillos y rojos pintados en la tapa, y recuerdo como si fuera ahora mismo la sensación que me producía abrirla y ver cómo el espacio interior se iba agotando poco a poco, hasta estar totalmente ocupado por aquellos platillos de vivísimos colores. También coleccionaba cromos y estampas, que intercambiaba con mis compañeros en el patio del colegio, y cuando no les interesaban ninguno de los que yo tenía repetidos no me importaba hacer el trueque con un lápiz, una goma de borrar (que mamá no se explicaba cómo podía perder tantos lápices y gomas), o con mi propia merienda; ese trozo de pan con chocolate que siempre llevaba para el recreo. Lo mismo ocurría con las canicas, que era otra afición  común entre los chavales de mi edad, aunque yo jamás jugué con ellas; sólo me interesaba coleccionarlas. Las tenía en un gran bote de melocotones en almíbar que alguien le llevó a mamá el día que nació mi hermano pequeño. Me extasiaba el destello a través del cristal de esas bolitas de colores, también de cristal, y sentía un inexplicable placer cada vez que introducía una nueva en él.
Un verano pasamos unos días en la playa toda la familia, y empecé a coleccionar conchas y piedras. Era la primera vez que veía el mar, pero, más que esa inmensa cantidad de agua en continuo movimiento me fascinaron los minerales redondeados por la erosión, blancos, grises, canela o negros y esas conchas y caracolas que olían y sonaban a mar, y ahora reposaban aquí y allá dispersos por toda la playa entre los finos granos de arena, esperando que yo los descubriera. Volví a casa con todos los que pude meter en la pequeña maleta destinada al equipaje de mi hermano y mío, además de los que cupieron en los bolsillos de la ropa que llevaba puesta y en unos cartuchos que hice con papeles de periódico que luego até con cuerdas. Mamá protestaba por la cantidad, pero si consintió que me llevara todo lo que había acumulado esos días, más que por darme el capricho a mí fue porque a ella, en el fondo, también le gustaban.
El abandono de la infancia no conllevó el de mi afición por coleccionar. Al contrario, cuando empecé a trabajar como funcionario, el recibir una paga (aunque no muy grande) todos los meses, me permitió acceder a otras colecciones algo más caras. Descubrí la filatelia por las cartas que llegaban a la oficina. ¿Cómo podían ir esos maravillosos timbres a la papelera? Luego empecé a coleccionar sellos no usado, y mis visitas a la filatelia me llevaron sin darme cuenta a la colección numismática. Nunca he comprendido cómo a la mayoría de las personas les pasa desapercibida durante toda su vida la belleza de multitud de pequeños objetos que nos rodean. ¿Cómo alguien puede tirar una chapa de una botella, una cajetilla de cerillas, el sobre timbrado de una carta, una vitola de un puro… sin pararse siquiera a observar y disfrutar de esas pequeñas obras de arte? Cuando me casé con Marta yo ya coleccionaba esas cosas, además de almanaques de bolsillo, postales, fotografías, corchos de botellas de vino…
Nuestro primer piso de casados era un pequeño apartamento de unos cincuenta metros cuadrados que se distribuían en dos dormitorios, cocina, un saloncito y un pequeño baño. Así que dejamos el dormitorio pequeño para mis colecciones. Marta prefería que todos mis objetos estuviesen recogidos en una habitación, a que estuviesen esparcidos por toda la casa. Cubrí con estanterías hasta el techo las cuatro paredes y quedó fantástico, había sitio para todo y sobraba. Mis colecciones crecían y crecían sin prisas pero sin pausa y, aunque sustituí la mesa que había en el centro de la habitación por dos cómodas que coloqué unidas por la trasera formando un cubo con cuatro hermosos cajones para cada lado, poco a poco también se fueron llenando totalmente.
Marta, se quejaba de que no había manera de mantener el orden “entre tanto cacharro”, porque por entonces mis colecciones ya habían invadido totalmente el espacio disponible en nuestro dormitorio y parte del salón, donde coloqué en baldas la colección de latas de cerveza y colgué de puntillas la de llaveros, rellenando todo el espacio libre que quedaba en la pared. Por fin decidimos mudarnos y, sacrificando la zona céntrica donde vivíamos, además de una pequeña hipoteca, conseguimos una casa de dos plantas en las afueras, donde la planta alta era diáfana, como una especie de buhardilla, ideal para que yo pudiera alojar cómodamente mis colecciones.  
Marta estaba contenta porque mis cosas y yo disponíamos de toda la planta alta mientras en la baja dispuso – según decía, “una casa normal”. Colocó algunas macetas en las ventanas y hasta trajo a casa un gato recién nacido que alguien le regaló. Lo único que accedió a poner  abajo fue mi colección de miniaturas de bebidas, que como eran muy vistosas no le importó colocarla en varias baldas colgadas en una pared del salón, con la condición de que yo me encargase de pasarles el plumero de vez en cuando.
Al poco de estrenar la casa empezó mi afición por los libros. Un compañero de trabajo me suscribió a un club de lectura del que era socio, con lo que le regalaron un reloj despertador. A mi no me había interesado especialmente la lectura porque no tenía tiempo, ya que casi todo lo empleaba en buscar y rebuscar nuevas piezas para mis colecciones, y todo lo que leía era el periódico y algunos de los tebeos de mi colección. Pero el suegro de este compañero era representante de varios artículos de alimentación y a veces me traía unos almanaques de bolsillo muy vistosos y, sobre todo, botellitas de licor en miniatura; una de mis colecciones favoritas. Así que me vi en el compromiso de aceptar. La suscripción consistía en que yo recibía una revista trimestral de la que tenía que comprar al menos un libro o un disco (porque también tenían discos). Marta ojeó la primera revista y eligió un libro, lo pedí y a los pocos días lo recibimos en casa. Se trataba de una obra clásica, La Celestina, encuadernada en piel marrón con las letras doradas. El libro era tan hermoso que lo cogí, lo hojee y me encantó la textura de la piel, las letras doradas, el suave papel, la mezcla de olores a piel, tinta… A este siguieron muchos otros que, como en la buhardilla ya no cabía nada, empezamos a guardar en estanterías en lo que Marta había dedicado a “habitación de invitados”. Yo sé que eso era un eufemismo porque jamás teníamos invitados, y que en el fondo era la habitación que le habría gustado que fuera “de los niños”,  pero la desgracia o la suerte quisieron que no los tuviéramos.
Un día, al llegar a casa me esperaba un gran disgusto. Resulta que el gato había dado un salto para subirse encima de un mueble que teníamos en el salón y chocó contra una de las baldas de botellitas tirándolas todas al suelo. No se salvó ni una y mi desolación era que el suegro del compañero que me había facilitado muchas de ellas acababa de fallecer y ahora me iba a resultar casi imposible reponerlas. Mientras, a Marta, sólo le preocupaba que el maldito gato no se hubiese tragado algún cristal, porque tras el susto, parece que el cabrón probó alguno de los licores que no le desagradaron y cuando Marta volvió de la compra lo encontró, en medio del desaguisado, lamiendo entre los cristales del suelo. Sea como fuere, al día siguiente el gato amaneció muerto. Marta siempre pensó que yo había tenido algo que ver en el final del pobre bicho, pero juro que no fue así, aunque no por falta de ganas.
Al ir pasando el tiempo las estanterías rebosaban, por lo que decidí apilar los libros directamente en el suelo; y colocando los mayores debajo y los más pequeños encima se conseguía llegar a una altura considerable sin que se cayeran al suelo. No sé si me atraía más la idea de leerlos, la de poseerlos, la estética de sus diversos colores, texturas y tamaños, o la sensación de poder infinito que me producía el pensar en la multitud de historias y personajes de todas las épocas que allí dormían esperando que yo los despertase; dependiendo de mí para volver a tomar vida.
Finalmente Marta accedió a que desapareciera la habitación de invitados (en verdad sólo tenía una cama, una mesilla y una percha) y la ocupasen mis colecciones. Con el tiempo, la  habitación estuvo llena y no tuve más remedio que ocupar parte del espacio que quedaba libre en nuestro dormitorio. Allí seguí colocando libros y discos, porque por esa época nos habíamos comprado un tocadiscos y empecé mi colección. Luego compramos un radio-cassette y, claro, no me pude resistir a grabar las canciones que ponían en la radio y empezar a coleccionarlas en cintas. Más tarde vino un vídeo, lo que me permitió empezar una a coleccionar películas. Marta al principio hasta disfrutaba con estos inventos y pasaba bastante tiempo escuchando música, leyendo o viendo películas, pero no sé por qué le fue cambiando el carácter progresivamente y hasta parecía que le molestara cuando me veía aparecer con discos, películas o libros nuevos.
Un día al volver del trabajo encontré una carta suya, diciéndome que me abandonaba y que otro día volvería por el resto de sus muy escasos enseres. Y así fue, a los pocos días volvió, estando yo también ausente,  se llevó el resto de su ropa, las fotos de su familia y poco más, y me dejó su llave sobre la mesa. No he vuelto a verla y jamás comprendí por qué hizo aquello. Jamás la traté mal ni le faltó un sueldo todos los meses. El caso es que desde entonces, hace ya casi quince años vivo solo.
Cuando se fue Marta quité la cama de matrimonio y aproveché esa habitación, que era la mayor para mis colecciones. Yo me fui a dormir al salón, con un sofá cama tenía suficiente, y así volví a conseguir espacio libre. Pero la tecnología es una traidora en este sentido, porque pronto apareció el CD, y el DVD, lo que me obligaron a empezar otras nuevas. Claro está, sin abandonar ni deshacerme de ninguna de las anteriores.
A día de hoy mi casa se ha convertido en un pasillo que empieza en la puerta de entrada y recorre las distintas dependencias. Todo el espacio a izquierda y derecha de estos estrechos pasillos está ocupado, prácticamente de suelo a techo. Como no dispongo de medios para volver a mudarme a otra casa mayor he tenido que agudizar el ingenio. Sustituí la bañera por una ducha y en el espacio restante puse un mueble donde guardo las antiguas cámaras de foto que he ido sustituyendo por las digitales así como las antiguas cámaras de súper 8 y aparatos de música y video, ya obsoletos. En la cocina, como yo guiso poco, vacié los muebles de cacerolas y ollas y los aproveché para mi colección de latas de galletas, cajas de caramelos, botes de conservas… Además, como no uso el horno, allí guardo mi colección de cajas de cremas de zapatos.
Hace tiempo empecé en el ordenador una base de datos con todos estos objetos. No sé si lo acabaré algún día, pero mi ilusión es clasificarlos, numerar las estanterías, cajas, muebles, baúles, etc. para tenerlos todos localizados. De momento, mi mayor empeño es conseguir concluir alguna de las colecciones en las que me falten pocas piezas para completarla. Y es que el coleccionismo es como un pozo sin fondo que por mucho que se le eche nunca se le ve el final; es vivir en un continuo y eterno “pendiente” y este pensamiento me provoca gran ansiedad y me lleva a continuas depresiones, porque pienso que llevo toda la vida dedicado a una obra que aún está inconclusa. Por eso, el doctor Rigorta me habló de usted, porque piensa que conseguir ese sello subiría mi autoestima y esto ayudaría mucho junto con el tratamiento a mi recuperación. Y es que si tuviera la suerte de conseguirlo, completaría la serie de Isabel II anterior a 1800, y con ello una de las colecciones que más me ha ilusionado. Lo que supondría una recompensa a la constancia de muchos años y un acicate en esta eterna afición.
Es por eso por lo que encarecidamente le pido su ayuda al respecto y espero ansiosamente su respuesta.
Afectuosamente,

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