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sábado, 18 de agosto de 2012

- Relato 4 de Carla G. Mairena


La fe es para los débiles.


Audrey admitió que se sentía impresionada. Esperaba que aquel quinqui de medio pelo la llevase a la clase de local que tenía manteles de plástico a cuadros rojos y blancos y sillas con promociones de cerveza; pero nada más lejos de la realidad. Blue Palm era lo que se catalogaba como un señor restaurante.
—Recuerda que pagas tú, así que no pidas ostras —le recordó Charles cuando iban hacia la mesa. Le dedicó una sonrisa deslumbrante mientras le retiraba la silla y le ofrecía asiento. Audrey se sentó, alzando las cejas.
—Ni tú pidas nada con alcohol. Quiero volver viva a casa, si no te importa.
—No se ponga quisquillosa, señorita Dartmouth. Resulta insoportable en esa faceta.
Ella prefirió no responder. Charles se quitó la chaqueta gris de corte italiano y la colgó del respaldo de la silla. Nada más sentarse, un elegante camarero con esmoquin se acercó a ellos. Audrey abrió la boca para hablar, pero Charles le hizo un gesto.
—Dado que usted paga, déjeme elegir el menú.
—Eso no es justo. No conoces mis gustos y no quiero pagar por algo que no voy a degustar —le dijo ella con fría cortesía.
—En tal caso, a la próxima yo pagaré y podrá elegir, señorita Dartmouth.
—Tutéame —Audrey se removió en la silla, un poco nerviosa—. Me crispas los nervios con tanta buena educación.
—Bien, entonces puedo decirte que dejes de replicarme por todo —Charles giró la cabeza hacia el camarero, que tomó nota de inmediato—. Tráenos para empezar un Chardonnay, y por lo que ojeé en la carta de la entrada, esas brochetas de langostinos bañados con aderezo italiano pintan muy bien.
—Excelente elección, caballero.
Charles agitó una mano para quitarle importancia, pero cuando el camarero se fue le puso una sonrisa socarrona a Audrey.
—No sólo soy excelente eligiendo comida. Manejo otros campos.
—Sí —admitió ella, colocándose la servilleta de tela con elegancia en el regazo—. El campo de los fantasmones lo manejas divinamente.
Charles no dejó de sonreír. Audrey era lo más divertido que había encontrado en mucho tiempo. Ella, por descontado, estaba hecha un pincel. Llevaba un vestido ceñido, por encima de la rodilla, de color morado intenso. Más allá de la elegancia que tenía la seda de la prenda en sí, el cuerpo de aquella mujer era algo impresionante.
Ella esperó con serenidad a que el camarero trajera la cubitera de pie y la colocara ante ellos, más hacia el lado de Charles. Dentro, entre los hielos, había una botella de vino dorado.
—Sirvo yo, gracias —le dijo Charles. El camarero se retiró. El hombre cogió la botella, envolviéndola con facilidad en una servilleta de tela, y con mucha maña sirvió bebida en los vasos de ambos—. Adelante, señorita.
Audrey arrugó la nariz, pero probó el vino con delicadeza. Mojó los labios y torció el gesto mientras lo saboreaba. Un instante más tarde, dio su aprobación con un seco asentimiento de cabeza. Charles se rio.
—Bueno, sumiller, me gustaría tener una conversación que me entretuviese hasta que llegue la cena y podamos ignorarnos —dijo ella, apartándose la melena cobriza de la cara.
—¿Siempre eres tan frívola? No te he arrastrado hasta aquí.
—Me hiciste quedar mal en público. Si no hubiera caído en tontas apuestas, podría haberme librado de esta cena. Admitamos que ninguno de los dos la deseaba.
—Yo sí. No me caes mal —repuso él, encogiéndose de hombros—. En realidad me pareces muy interesante.
—Uh. Sorpréndeme, genio —Audrey se reclinó sobre el respaldo y cruzó las piernas, con una sonrisita picarona.
—Primero voy a contestar a una pregunta mental que te bajará ese ego tan persistente: no te quiero para un polvo, ni esta noche ni en un futuro próximo, y no trato de ser amable para ganármelo —Audrey empezó a ponerse roja de la rabia y él se pasó la lengua por los labios con diversión— aunque admito que me encanta darte falsas esperanzas.
—Cabrón arrogante —le dijo ella, en tono más alto del que hubiera deseado. Medio restaurante les miró.
Charles siguió sonriendo con total adoración. Audrey inspiró y expulsó aire. Nadie había conseguido ponerla tan nerviosa en menos de diez minutos, y eso incluía a un hermano par en edad que en la adolescencia había tenido la tendencia de robarle paga de la cartera.
—Eres un ridículo y un fanfarrón, ¿te lo han dicho alguna vez?
—Solo tú.
Se vio tentada a coger el bollo de pan de la comanda de mimbre y lanzársela a la cabeza. Carraspeó y empezó a contar mentalmente para calmarse. Se sentía humillada por sí misma por dejarse ver tan natural con Charles. No le gustaba en absoluto, y era una cena meramente profesional, así que pensaba desviarlo a eso.
—¿Por qué no me cuentas qué te fumaste el día que decidiste estudiar ese rollo religioso? —quiso saber la mujer—. En fin, eres la primera persona que conozco que estudia los sistemas religiosos.  
Charles bebió vino mientras la miraba fijamente. Sus ojos consiguieron hacerla estremecer. Tenía una mirada muy inquietante.
—No te interesa, por tanto, no voy a contártelo.
—Claro que me interesa. No entiendo como una persona tan… —Audrey le miró de arriba abajo, analizando su estilo. Francamente, está muy bueno, admitió—. Bueno, no cumples mis expectativas de fanático creyente.
Él se rió con suavidad.
—¿Por qué piensas que soy creyente?
—¿No crees en Dios?
—¿Tú no?
—Obviamente no. Soy médico —ella torció el gesto—. Dios no aparece en los quirófanos para indicarme cómo tengo que salvarle la vida a alguien. Mis creencias casan con la ciencia, la evolución y la humanidad como tal, no con un ente que nadie ha visto, una construcción mística del mundo en siete días y por supuesto, nunca he creído en esa estupidez de la castidad.
—Así que eso es para ti... ¿una religión? ¿En eso se basa creer en algo?
—Yo no creo en nada, pero eso es lo que dicen los que sí creen.
—No sé si sabes que al tener esos conocimientos de la gente que sí cree, tú ya estás dándole más importancia de la que tiene —Charles esbozó una sonrisa torcida—. Estás en contra de algo que teóricamente no existe, por tanto, le estás dando existencia.
—No intentes liarme, chulito de cuarta —Audrey entrecerró los ojos—. La fe es para los débiles.
Charles se quedó mirándola con interés. Parecía pensar una respuesta apropiada cuando el camarero les trajo un plato enorme, decorado con exquisitez, con seis brochetas de langostinos recubiertos por una salsa que tenía una pinta deliciosa.



La conversación quedó olvidada en pos de la comida. La forma en que Audrey se manchaba los labios de la vinagreta y cómo cerraba los ojos para apreciar mejor el sabor hacían que Charles se desconcentrase de su propia brocheta.
—Me alegro haber acertado con mi elección —le dijo él cuando terminaron el plato.
—No ha estado mal.
Después de las brochetas, él pidió un cuenco de raviolis de carne especiados para compartir y una botella de agua sin gas para Audrey, que después de tres copas de vino, se negó en redondo a tomar nada más. Había dejado claro que iba a conducir ella de vuelta después de ver cómo Charles se metía seis copas entre pecho y espalda.
—¿Y de postre, señorita? —le preguntó Charles cuando el camarero retiró los últimos platos de la cena—. La tarta de moca con caramelo tiene un nombre tentador. ¿Quieres compartir una porción?
Audrey asintió. Mientras esperaban el postre, Charles miró con actitud reflexiva la botella de agua, sobre la mesa. Audrey frunció el ceño, preguntándose qué veía en la botella que ella no. 
—Antes dijiste que la fe era para los débiles —le dijo él.
Ella parpadeó.
—Así es.
Charles esbozó una sonrisa que contenía sentimientos inequívocos. Ella atisbó un amago de ternura.
—Nunca supe qué quería estudiar. Mis padres me dieron una formación digna de reyes. Siempre fui un niño malcriado al que le gustaba más una fiesta que cualquier otra cosa. Solía fundirme bastante dinero en beber, en gasolina para el coche cuando mis amigos y yo nos íbamos de acampada. Terminé el instituto con notas medias, y gracias al dinero de mi familia ni siquiera hice prueba de ingreso. Fui directo a Harvard.
Audrey le miró de arriba abajo.
—¿Eres licenciado en Harvard?
—No. Mis familiares tuvieron la esperanza de que terminara estudiando derecho, ingeniera o medicina. Carreras perfectas, dignas y propias de un chico como yo —Charles se encogió de hombros.
Audrey se vio obligada a apartar la mirada. Eran las justas palabras que ella había dedicado a sus padres cuando había decidido estudiar medicina. Carreras a la altura de alguien como ella.
—Así que el verano anterior a comenzar la carrera decidí hacer la última escapada de críos con mis colegas. Cogimos el coche y nos fuimos a México. Nunca había estado allí y me apetecía conocer el país. No fuimos a la capital, ni a ninguna ciudad importante. Viajamos tomando una ruta desértica del oeste, parando por pueblos desconocidos de la mano de Dios.
—Qué bonito —dijo ella, sonriendo con sinceridad por primera vez.
A pesar de dar la imagen de la típica mujer que necesitaba un hotel de mínimo cuatro estrellas para viajar, siempre le había gustado la idea de hacer una gran escapada sin itinerario ni planificación.
—Prosigue. ¿Hay alguna parte en tu historia en que se explique tu afición por la ropa de vagabundo?
Charles no pudo evitar sonreír.
—No, eso ocurrió porque me golpeé la cabeza después de beber varias litronas de cerveza —agitó la mano, tratando de quitarle importancia a ese hecho—. Lo cierto es que el viaje fue transcendental. Cuando viajas, no tienes que hacerlo con los ojos del comercio. No tiene nada de mágico ver lo mismo que todo el mundo, recorrer las mismas calles que recorren millones de turistas. Al final, sólo ves lo único que quieren enseñarte, no lo que has ido a buscar. Así que yo conocí el lado mágico de México, porque viajé decidiendo lo que quería.
—¿Y en ese viaje aprendiste qué era la religión?
—No, señorita Dartmouth. Aprendí a tener fe. Cada paso que daba me enseñaba a reconocer la fe. Una madre que pasa horas delante de la puerta del único médico del pueblo para conseguir medicina para su hijo, es fe. Un agricultor que durante una pesada tormenta permanece al lado de su huerto cubriendo los brotes, es fe. Una joven casada que recibe la noticia de que su marido sigue vivo después de meses de incertidumbre por una guerra, es fe —Charles la miró con intensidad—. Hay tantísimas maneras de fe, señorita. Tantas como personas en el mundo. La fe no es Dios, nunca lo ha sido. Fe es admitir tus metas. Vamos, mujer, tú también tienes fe. Cada vez que salvas la vida a alguien lo consigues gracias a la confianza que depositas en ti. Quizás las personas necesiten tener ahí arriba a un Dios creador que les dé razones de fe, porque no entienden qué les provoca ese sentimiento. No todo el mundo comprende que el hecho de creer en uno mismo y sus posibilidades pueden mover montañas. Por tanto, si necesitan un jefe que les indique en qué creer, que lo hagan. En el fondo seguirán moviéndose en función de sus propios intereses. ¿Y sabes qué? Eso es terriblemente interesante de analizar.
Audrey se había quedado completamente anonadada con sus palabras, y como por primera vez no tuvo respuesta con qué replicarle, cogió la cucharilla que acompañaba a la tarta y se llevó un trozo a la boca.



Una hora más tarde, ella condujo el coche hasta la zona residencial donde Charles había alquilado un elegante loft de soltero. Él se quitó el cinturón y la miró. Audrey frunció el ceño.
—No hagas intento de besarme, por favor. Eso está pasado de moda.
—No iba a intentar tal cosa. No te la mereces.
—¿Disculpa? —inquirió ella, irritándose.
—Lo que has escuchado. No te mereces un premio. Te has comido cuatro brochetas de seis, con lo que me has robado una por derecho, por no hablar de que el postre lo has engullido tú solita. Para que luego digan que las mujeres hacéis esas mierdas de dietas de conejo, será posible.
—Bájate del coche antes de que pierda la paciencia y te diga que eres el hombre más poco caballeroso que conozco —le espetó Audrey—. Esperaba que en el último momento pagaras la cuenta, pero se ve que era demasiado para tu bolsillo de vagabundo.
—Hum. Es que si pagaba yo, no tendría la oportunidad de volver a pedirte una cena para invitarte yo, señorita Dartmouth —Charles se rió—. Aún me queda por saber qué te llevo a convertirte en médico y dónde adquiriste ese pésimo gusto para la moda.
Audrey arrugó los labios mientras él se bajaba.
—Si piensas que voy a volver a salir contigo con tu descortés comportamiento estás muy equivocado —le gritó a través de la ventanilla.
Él se inclinó para poder verla en el interior del coche.
—Estamos en paz, entonces, Audrey.
La forma en que pronunció su nombre hizo que se ruborizara, pero gracias a Dios, o a la fe, estaba demasiado oscuro para que Charles se percatara de ello.

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