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jueves, 13 de septiembre de 2012

- Relato 9 de Carla G. Mairena




Le llamaban el Inglés.
No sabía a ciencia cierta porqué hasta que la evidencia me golpeó en la cara.
—Nació en Inglaterra, por lo que es inglés.
De vez en cuando, la sociedad que me rodeaba rozaba el ridículo. Qué apodo más original. La cosa era que estaba sentada en ese pub irlandés y mientras mi amiga y yo bebíamos cerveza rubia, él salió como primer tema de conversación. Era imposible que no lo hiciera. No había mayor fijación para dos mujeres jóvenes y sanas que admirar a un hombre atractivo.
—Pero, ¿cómo se llama?
—Tiene un nombre raro.
—Inglés —traduje, sonriendo.
—Espera, estoy segura de que alguien en Facebook sabe cómo se llama —mi amiga Laura sacó el teléfono móvil —un monstruoso Smartphone de última generación con el que dormía más tiempo que con su pareja— y empezó a mover los dedos sobre la pantalla táctil. Bebí cerveza mientras la observaba trabajar, evitando que mis ojos se desviaran al Inglés. Estaba rodeado de chicas guapas.
—Clawd Reed —dijo ella tras un minuto, con una sonrisa de triunfo grapada en los labios. Deletreó las letras una por una—. ¿Cómo se pronuncia?
—Supongo que cloud o algo así. ¿Es de Londres?
—Se rumorea que sí.
—¿Se rumorea? —repetí—. En fin, ¿quién se supone que es? ¿Un príncipe bretón?  
—Pues no lo sé, cariño, pero todo el mundo quiere estar en su órbita. ¿Quién no querría? ¡Eh, Javi! —Laura llamó al camarero. Estábamos sentadas contra la barra porque había sido nuestra primera opción—. ¿Tú sabes de dónde es el Inglés?
—De Inglaterra —respondió el chico, muy resuelto.
—Bien por ti, genio —replicó ella—. ¡La ciudad! ¿Es de Londres?
—¿Lo es? Yo he escuchado decir que es de Liverpool.
—¿Lo has escuchado de quién?
—¿Sabes esa chavala que viene mucho por aquí, que lleva el pelo hecho trenzas?
—¿Morena? ¿Muy alta?
—Sí.
—Sé quién es. No me digas que tuvieron algo.
 —Eso parece. La tía suelta maravillas de él.
—Pensaba que tenía más gusto —refunfuñó Laura, mirando al Inglés con cierta decepción superficial en sus ojos. Al parecer, todos allí hablaban de él como si fuera un amigo íntimo y tuvieran plenos derechos a opinar de sus relaciones íntimas. De pronto, me parecía estar dentro de un reality show desde el que observaba la vida y milagros de Clawd Reed sin haber cruzado una mirada con él.
—Tampoco es la única que ha soltado prenda sobre el Inglés. ¡Será por tías!
Le miré en la distancia, escondida tras la enorme jarra de pinta, mientras seguía escuchando la conversación entre Laura y el camarero.
El Inglés era rabiosamente guapo. Recordaba al perfil de héroes de Disney con una mezcla de aristocracia antigua. Las mujeres encontraban en él a un tío bueno, y los hombres a un aliado para acercarse a las chicas. Su popularidad se podía oler desde kilómetros, como si llevara un cartel rojo y luminiscente sobre la cabeza.
—El tema es que esta chica podría haber sido su biógrafo personal. Lo de Liverpool lo ha dicho ella.
—¿El Inglés le dijo que era de allí?
—No, por el tema de los campeonatos de vela.
—¡No me digas!
—No lo parece, ¿verdad? No tiene tanto músculo para ser deportista. Me consta que no lo es —Javi bajó la voz y usó la mano como solapa para cubrir su boca por temor de que alguien supiera de qué hablaba—. Tengo un primo en la Policía Local que le ha echado un vistazo a su expediente…
—¿Tiene antecedentes? —preguntó Laura, ansiosa.
—Cero. Chico sano y cuerdo.
—En serio, ¿han espiado su ficha? Eso es ilegal —grazné—. Por el amor de Dios, solo es un tío guapo y popular. Buscaos una vida.
—Cariño, no hay nadie en esta ciudad que deje pasar por alto a ese hombre —me dijo el camarero, haciendo rodar un dedo en una seña que no entendí. Estaba claro que Javier entendía del tema de tíos que no se dejan pasar por alto.
El Inglés levantaba una inusitada expectación por algo que una mente compleja se preguntaba sin encontrar respuesta. Una chica de mi edad estaba acostumbrada a lidiar con ese prototipo de hombres. Los veía a puñados cada noche que salía con amigas y realmente no había diferencia entre unos y otros. Estaban hechos de la misma pasta, o como decía mi abuela, cortados por el mismo patrón. ¿Qué podía tener él diferente al resto del mundo?
—¿Te cuento más sobre nuestra estrella, señora periodista? —inquirió mi amiga, con ese brillo en la mirada que aparecía cuando estaba muy excitada por alguna cosa que se escapaba al entendimiento común.
—No —contesté, girando los ojos dentro de sus órbitas.
—Oh, vamos, te mueres por saber. Te conozco —desde que tenía tres años, en el primer día de parvulario. Era una síntesis bien aplicada.
Cabeceé con indiferencia. En quince minutos sabía más del Inglés que de la mayoría de mi familia. Sabía su edad, cuántas fotos tenía en Facebook y me habían enseñado las caras de sus últimas siete relaciones —todas en menos de un año, lo que indicaba que era un maldito promiscuo—. Todo el mundo conocía datos simples y poco significativos del señor Reed, pero nada más allá de un plato de comida o que le gustaba beber vodka con naranja y no limón. Una vez que alguien intentaba indagar más allá de la apariencia, no había manera de rastrear nada.
El Inglés era un completo misterio.
—La cuestión es que apareció misteriosamente algunos años por estos lares. Nadie sabía quién era, pero le bastó una noche de juerga para hacerse el mejor amigo de toda la ciudad. Increíble pero cierto.
—No es más que otro ejemplo de que una cara bonita y un cuerpo de gimnasio tienen puntos gratis.
—Que esté bueno ayuda mucho, eso está claro. Pero por otra parte, ¡es muy inaccesible! Jamás ha organizado una fiesta por su cuenta, y mira que lo he intentado.
—¿Has hablado con él?
Laura era organizadora de eventos. Siempre había querido hacer algo relacionado con ese campo y lo había conseguido. Después de una carrera de cinco años en Marketing y Comercio, tenía una pequeña y recién nacida empresa que arreglaba fiestas y cualquier tipo de celebración a la que se prestase el cliente. No era de extrañar que tuviera al Inglés como objetivo. Con la cantidad de gente que podría acudir a una fiesta de ese chico, podría pagarse la entrada de un piso y independizarse de sus padres.
—Sí, claro. En cuanto vi que su nombre subía como la espuma. Hubo una semana en la que nadie dejaba de hablar de El Inglés, su generosidad y su buen humor. El mejor compañero de fiesta y el mejor amante en la cama. ¡Tenía que organizar una fiesta con ese tío, por Dios! Habría sido lo más sonado de la ciudad en mucho tiempo —explicó ella, disgustada—. Pero cuando nos presentaron y le miré, fue peor que meter las manos en un congelador. ¿Sabes lo que quiero decir? Me miró con una fría cortesía que me dejaba muy claro que había límites que no podía cruzar con él.
—Quizás no estaba interesado en ninguna fiesta. En fin, tú también eres popular y casi todo el mundo sabe a dónde dirigirse cuando quieren organizar algo. Eres la mejor.
—¿Y por qué no estaría interesado?
—¿Está sin blanca? Oye, quizás es pobre después de todo.
—Sí, claro. Se me ha olvidado decirte que tiene un Jaguar aparcado fuera —mientras asimilaba la información, ella arrugó los labios en actitud pensativa—. Ahora que lo pienso, no sé dónde vive. Supongo que en alguna buena urbanización cerca del lago, pero… No he oído que se pasee por esa zona.
—Empiezas a darme miedo. No has cruzado palabra con él y estás cavilando sobre dónde tiene su residencia. ¿No te parece que todo esto es un poco exagerado?
—Es un potencial cliente, por eso me interesa por donde se mueva.
—No es solo por ti. ¿Lo del primo del camarero? ¡Venga ya! No es el monstruo del Lago Ness.
—Eso lo dices porque no te has plantado delante de su bonita cara y le has comentado que quieres organizar una fiesta con él.
—No puede ser tan difícil. ¿Lo has vuelto a intentar?
—¡No! ¿Estás loca? Recibí una humillación horrible.
—Tu faceta dramática está por las nubes hoy. Mira, puedes meterle cualquier embuste por medio e ir tirando hacia tu lado. Es evidente que no te iba a decir que sí de primeras. Tienes que endulzar un poco el dulce —le dije—. Que tenga que darte yo trucos de venta… ¿Dónde está la licenciatura que te has sacado?
—Ve tú a hablar con él, lista —me retó ella, cruzándose de brazos.
—¿Yo? No pienso perder mi tiempo en él. Tiene que estar hasta las narices de que se le presente gente, una persona tras otra intentando sacarle algo de provecho a su divinidad.
—Te doy la mitad de lo que me pague. Palabra.
—Eres mala persona —le dije, sonriendo por encima de la jarra de cerveza. Poderoso caballero era Don Dinero en los tiempos que corrían. Las organizadoras de eventos cobraban muy bien. Las ofertas tentadoras eran una perdición.
Miré de nuevo hacia la mesa del Inglés, plagada de gente que no debía conocer. Parecía aburrido y miraba la pantalla del móvil sin mucho interés por las dos chicas que tenía a ambos lados del banco. Meter la cabeza en esa reunión era como meter un brazo en un tanque de tiburones. Las posibilidades de conseguir algo del Inglés eran escasas. Quitando toda esa parafernalia que recubría a su persona, él era un desconocido y no era lo más normal abordar a alguien a quien no conocías para presionarle acerca de gastar dinero en una fiesta encargada a tu mejor amiga.
De repente, el Inglés se levantó del asiento y se disculpó entre risas con sus compañeros de mesa para ir a la barra. Se puso a unos metros de nosotras, y por supuesto, percibió nuestras intensas miradas en su cogote, por lo que volvió la cabeza para mirarnos con un amago burlón.
—Madre mía, está tan bueno —susurró Laura, completamente anonadada.
Volví a poner los ojos en blanco y me bajé del taburete. Mi amiga contuvo la respiración cuando pasé por su lado y me detuve junto a él. De cerca era más sencillo entender la atracción que producía en las mujeres. Muy moreno, con los ojos muy claros, con rastro de pecas sobre las mejillas. Muy inglés. La ropa que llevaba gritaba lo cara que era por cada una de sus costuras, al igual que el móvil, que permanecía en su mano, donde algún mensaje —o unos cuantos a juzgar por la luz que parpadeaba con nerviosismo de la pantalla— esperaba a ser respondido.
Esperé que pidiera unos aros con cebolla y una pinta a unos de los camareros y entonces le abordé. Él me miró con diversión.
—Disculpa —le dije—, me llamo Érica Aguilar. Quería presentarme.
Le ofrecí una mano que se quedó flotando en el aire. Él ni siquiera la miró.
—Y ya sabes quién soy yo, así que hechas las presentaciones, ¿qué quieres?
Me golpeó una ola de fragancia masculina en la cara. Olía bien.
—¿Por qué debería saber quién eres?
Me miró de forma penetrante.
—¿En serio? —se burló—. Estoy seguro que la guapa de tu amiga ya te ha puesto al día. Eres nueva por aquí, ¿eh?
—¿Qué tiene que ver que sea nueva?
—Porque aún no giras a mi alrededor como el resto del gallinero.
—Bonita forma de hablar de la gente que te admira.
—¿Admirarme? Oh, vale. Ya sé en qué plan vas. Eres la típica niña acomplejada de instituto que no soporta a los chicos populares, ¿eh?
Me crucé de brazos y le contesté aunque hubiera sido más apropiado volver por donde había venido e ignorar esa conversación.
—Eh…
Una chica se incorporó a la conversación. La miré de soslayo. Tenía el físico de una modelo y me sacaba una cabeza de altura. Lo normal sería que el Inglés la mirase con un innato deseo masculino, pero no le dio ninguna deferencia apreciable a simple vista. Ella deslizó la mano sin ningún tipo de vergüenza por encima de sus hombros, en un gesto más sexual que sensual.
—¿Nos vemos luego?
—No creo, hoy quiero retirarme temprano —el Inglés sacó la cartera de su bolsillo trasero del pantalón y dejó un billete de veinte euros encima de la barra—. En otra ocasión.
—Pero…
—Ya te llamaré —insistió él, muy cortante. Luego me señaló—. ¿No ves que estoy hablando?
La chica me miró como una tigresa enfadada y después se largó taconeando con energía.
—Eh, resultas muy buena excusa —dijo el chico entonces, mirándome con renovado interés—. Deberíamos conocernos más.
—Paso de conocerte más. Ya sé suficiente. Bien, terminemos esto —dije, y carraspeé—. Mi amiga Laura es organizadora de eventos. Creo que ya la conoces —la señalé por encima del hombro.
—Sí, me suena su cara —admitió con un deje de chulería. Inspiré profundamente.
—Al parecer eres tan popular que si organizase una de tus fiestas le abrirías muchas posibilidades laborales.
Él me miró pensando que era una descarada y que metía las narices donde no me llamaba. Bebió un poco de cerveza para refrescarse la garganta mientras yo esperaba, expectante. La gente de todo el pub nos seguía mirando como si él fuera un rey y yo un bicho que le estuviera molestando.
—Voy a responderte porque me resultas muy divertida a pesar de que mi vida no te importa en absoluto. ¿Crees que me puedo permitir dar una fiesta con organizadores y todo? No sé, ¿van diciendo por ahí cuántos ceros tengo en mi cuenta corriente?
Algo en su forma de hablar me dio a entender que esa fama que le envolvía era agridulce. ¿Realmente podían estar circulando por la ciudad una cosa así, tan privada? De repente, era como si toda mi noche se centrara en Clawd Reed y yo misma había entrado en esa espiral viciosa que detestaba.
—Bueno, llevo sentada media hora en ese local y sé más de ti que de mi primo más cercano, lo cual no dice mucho a tu favor. No me malinterpretes, toda tu vida me parece una maravilla, incluyendo tus campeonatos de vela y que tengas un Jaguar para moverte por una pequeña ciudad como ésta, pero gracias a Dios, ya no tengo quince años y he madurado lo suficiente para no ponerme de envidia por tu distendida vida iluminada por los focos.
—Disculpa, Érica, pero has sido tú la que has venido hasta mí. Los focos te señalan también —él cabeceó hacia la mesa donde se sentaba. Todo el mundo nos miraba—. Mis amigos querrán saber hasta tu DNI únicamente porque estás hablando conmigo.
—No me importa lo que piensen tus amigos ni que tu amiga Piernas-largas me mire de mala forma porque me des más atención que a ella. Dale una oportunidad a Laura. Un tío como tú debe montar las mejores fiestas de la ciudad.
—¿Por qué debería hacer algo así? A mí tampoco me importa ella. Y mucho menos tú.
En eso tenía razón.
 —¿Puedes ofrecerme algo a cambio? —me preguntó. Le miré con desconfianza—. Sí podría contratar a tu amiga, ahora que lo pienso. Dentro de poco es mi cumpleaños, y eso será un bombazo, ¿no? Sería el trabajo soñado para cualquier organizador de esos. Dios, no sé cómo alguien puede trabajar haciendo algo así —añadió, riéndose con frescura.
Ignoré esa atractiva risa masculina por el bien de mi cordura.
—Soy periodista —dije. Me mordí el labio inferior—. Trabajo para una pequeña revista local. Podría hacerte una entrevista y publicarla en el siguiente número. O un reportaje de corte social sobre esa fiesta de cumpleaños. Eso inflaría tu burbuja de popularidad un poco más.
—Y con suerte la harías estallar, ¿verdad?
Levanté las manos en señal de rendición.
—Olvídalo.
—No he dicho que no —protestó él, quejándose de que le diera la espalda. Me erguí y volteé a mirarle de nuevo.
—Tienes cien amigos aquí que aguantarán tu chulería con una sonrisa, pero a mí eso no me va. No sé ni porqué lo intento. He salido con mi amiga en mi primera noche de vuelta a mi ciudad de origen después de una década fuera y lo único de lo que oigo hablar es de ti. Eres como el Dios de la religión de toda esta estúpida gente, y lo siento, pero yo no pienso convertirme. Su credo no me convence, señor Reed. No voy a ser otra lameculos en tu vida; tienes suficientes para
Ante mi enojada expresión, él volvió a abrir la cartera y me tendió una tarjeta de visita. Su nombre y un número de teléfono. La cogí por un reflejo mecánico de mi brazo.
—Dile a tu amiga que me llame —repuso el Inglés, serio—. Haremos esa fiesta con una condición.
—¿Cuál?
—Que tú, Reina de la Fiesta, asistas. Tengo demasiados amigos que me comen la oreja, así que me gustará tener a alguien allí que me diga alguna que otra verdad.
—Eso arruinará tu diversión.
—Yo creo que la hará más real. Nos vemos, señora Aguilar.
El Inglés me arrancó la primera sonrisa de la noche. Y aunque volvió con sus compañeros de mesa, sentí sus ojos clavados en la nuca durante horas. Vaya, alguien había captado su atención de la misma manera que él cautivaba al resto del mundo. Eso fue curioso.

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